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Willington, el famoso Cordobés…

El baúl de los recuerdos. Fue ídolo de Vélez y de Talleres. Elegante, dueño de una potencia inusual a la hora de rematar... Dicen que jugaba en la sombra, pero, en realidad, él iluminaba las canchas…

“¡"Y ya lo ve / y ya lo ve / es el famoso Cordobés!”. Rendidos a los pies de ese talentoso de inmensa habilidad y poderoso remate, los hinchas de Vélez entonaban ese pegadizo canto tribunero para testimoniar el orgullo por tener a ese fenómeno en su equipo. Resulta que el cordobés era, en realidad, santafesino, pero ese nimio detalle pasaba a un segundo plano. Lo importante era que la camiseta número 10 la vestía Daniel Willington, un jugador fantástico que condujo al Fortín a su primer título profesional en 1968 y que también fue ídolo de Talleres en su tierra adoptiva.

Sí, el famoso Cordobés había nacido el 1 de septiembre de 1942 en la ciudad santafesina de Guadalupe, a casi 400 kilómetros de la provincia mediterránea. Se mudó a La Docta cuando apenas tenía apenas cuatro años para luchar contra el asma. Se decía en aquel entonces que el aire serrano curaba casi cualquier enfermedad que afectara a los seres humanos, en especial la tuberculosis y otras afecciones respiratorias. Pero la cuestión geográfica constituía apenas una anécdota diminuta en la inmensidad del personaje.

Willington sobresalía por su fútbol de galera y bastón. Alto, exquisito con la pelota en los pies, inteligente para diseñar maniobras ofensivas, tenía una excelente pegada, buena puntería y sangre fría cuando se encontraba frente a los arqueros rivales… También era lento de desplazamientos, artísticamente pachorriento, se podría decir. Le achacaban el capricho de jugar siempre en la parte de la cancha cobijada por la sombra y de esquivar el sacrificio. Poseía todas las virtudes del clásico enganche y, al mismo tiempo, los defectos que solo ven aquellos que confunden a los genios creativos con vagos irrecuperables.

Habilidoso sin límites, El Cordobés dejaba el tendal de rivales en el camino cada vez que se lo proponía.

De su profusa obra futbolera es posible extraer un puñado de acciones que definen su arte a la perfección. Una se dio en un partido entre Rosario Central y Vélez en Arroyito. En esa ocasión, el Cordobés -a quien también apodaban Loco- capturó una indócil pelota que surcaba el cielo con una facilidad sobrenatural. El inefable Roberto Fontanarrosa contó esa jugada aparentemente intrascendente en su memorable libro No te vayas, campeón:

“Era una pelota, señores, poseída por el demonio. Bajaba desde el cielo, créanme, convulsa, atrapada por el efecto espasmódico contraído en un despeje largo y defectuoso o por un disparo trabado a último momento. Digo más, esa pelota, queridos amigos del viril deporte del balompié, traía consigo dos o tres efectos simultáneos: hacia atrás, hacia adelante y hacia ambos costados. Y gemía, crujía, jadeaba, emitía gorgoteos sobrecogedores. Bajaba, en suma, endiablada, hacia un señor que se llamaba Daniel Willington y que la esperaba parado, casi sobre la línea de fuera, midiéndola con la mirada torva de los que saben.

Era en la cancha de Central y, rodeando a Willington, había varios hombres de los nuestros. No intentaron ni siquiera anticipar o intervenir en la jugada. Sabían que esa pelota era imposible de dominar, que el rebote, corto o largo, los favorecería. Willington levantó su pierna derecha con un movimiento lento y acompasado de las garzas, hasta que el pie alcanzó la altura de su propia cabeza. Y la pelota, la trastornada, la rabiosa, la enloquecida, se posó sobre la punta de ese pie derecho para quedar allí, mansa, sosegada, como el halcón que encuentra la mano enguantada de su señor. O, más domésticamente, como el loro que localiza el dedo familiar de su dueño. Así, pegada a la punta de su botín, ya tranquila, ya exorcizada, Willington la bajó casi hasta el piso, pero, antes de dejarla tocar el suelo, le dio un golpecito tenue con la capellada, luego otro, y la puso en el pecho de un compañero que estaba a unos diez metros de distancia, por sobre las cabezas de los jugadores de Central.

Recuerdo que se hizo un silencio breve en el estadio y después rompió un aplauso respetuoso, cálido, reconocido, más propio de una sala teatral que de una cancha de fútbol. Ni siquiera sé cómo salimos ese día. Me acuerdo, solamente, de esa pelota que bajó Willington”.

El inolvidable golazo de tiro libre en la final contra Belgrano.

La segunda jugada tiene menos de ensoñada admiración de un testigo que de efectivo aporte para su equipo. Más que efectivo, vital. El 21 de agosto de 1974, miércoles, Talleres y Belgrano definían el torneo Oficial de la liga cordobesa. Daniel, El Daniel para los hinchas tallarines, cubría su cuerpo con la camiseta albiazul de La T. Luego del empate 1-1 el choque de ida, los piratas tenían todo a favor en la revancha en El Gigante del barrio Alberdi. Ángel Labruna, el técnico del conjunto visitante, mandó a Willington a la cancha para el segundo tiempo.

A los 28 minutos de esa etapa, Talleres dispuso de un tiro libre a unos 30-40 metros del arco de Héctor Tocalli, hermano de Hugo, también guardavalla y mucho tiempo después mano derecha de José Pekerman en la conducción de los seleccionados juveniles argentinos. Willington se paró delante de la pelota. La verdad, antes de pararse, se puso en cuclillas como si fuera un golfista que estudia todas las variables antes de dar el golpe decisivo para introducir la pelota en el hoyo. Luego sacó un tremendo disparo que se incrustó en el ángulo superior izquierdo de la valla de Belgrano. Un golazo que Daniel Salzano, poeta, periodista y escritor cordobés, narró con lujo de detalles:

Le pegaba a la pelota con fuerza y precisión.

“Hacés grandes esfuerzos pero, por más que lo intentás, no conseguís precisar los detalles más obvios de la gesta.

No te acordás, por ejemplo, si el partido se jugaba a la luz del Sol o de la Luna y tampoco quién era el adversario.

Lo único que recordás con nitidez es que Daniel Willington retrocedió dos pasos, que onduló su pesado perfil de dandi provinciano y que en el mismo instante en que pateó, levantó los brazos como un emperador y saludó por anticipado en dirección a la tribuna popular.

Sacudida por una descarga eléctrica, cuya intensidad hubiera servido para nivelar el déficit de Epec, la pelota recorrió los 40 metros que la separaban del arco, atravesó con la gracia de un delfín la línea que separa la gloria del fracaso y, al clavarse en el rincón de las arañas, desencadenó un huracán de fuegos artificiales.

Desde entonces, en el mundo han triunfado revoluciones y golpes de Estado, han entrado en erupción volcanes fabulosos y han caído vastos imperios con todo lo clavado y lo plantado. El gol de Daniel Willington, sin embargo, continúa siendo eterno.

Lo corrobora una encuesta publicada por el diario, una encuesta empeñada en determinar cuál ha sido en la historia de la ciudad su deportista más iluminado. El resultado no ofrece dudas. Primero, Willington; después, nadie. Y después, nuevamente Daniel Willington”.

Era alto, elegante y lento de desplazamientos, pero con una calidad inmensa.

La última maniobra también corresponde a un tiro libre. Fue apenas cuatro días después del triunfo de Talleres sobre Belgrano, pero en un partido contra Newell´s. Otra vez un remate de larga distancia. Los cordobeses ganaron 3-2 y si bien Willington no metió ninguno de los goles de su equipo, se hizo notar con un fantástico tiro libre que sacudió el travesaño del arco de Alberto Carrasco. Uno de los atacantes leprosos ese 25 de agosto del 74 fue un por entonces juvenil Jorge Valdano, quien jamás olvidó ese momento:

“Recuerdo con mucha nitidez el primer partido profesional en Córdoba. Adelante tenía a Willington y pensé que mi profesión y la de él eran distintas. Fue en 1974, en cancha de Talleres, y ellos tenían un tiro libre a unos 40 metros. El arquero pidió barrera y yo no entendía cómo se podía pedir a tanta distancia. Se acomodó Willington para pegarle con la pierna derecha y no le gustó el ángulo. Entonces se acomodó para pegarle con la izquierda. Señal que se sentía con la misma capacidad para tirar desde ahí con una pierna o la otra. Y sacó un tiro impresionante que casi rompe el travesaño. Por eso dije: Si este es el nivel del fútbol, voy a tener que progresar mucho para ser alguien. Luego me di cuenta de que Willington había muy pocos”.

EL HIJO DEL TORO

La Capital era un equipo santafesino cuyo número 5 respondía al nombre de Atilio Willington. El combativo mediocampista central estaba al frente de una familia a la que no le sobraban los pesos y a veces le faltaba un plato de comida en la mesa. El propio Daniel contó alguna vez que vivían en un rancho lleno de goteras. Cuando el asma anidó en el cuerpo de los cuatro hijos de Atilio y Elda Belkis Gianerini no hubo otra alternativa que emprender la mudanza a Córdoba.

Atilio Willington, el padre de Daniel, fue un combativo mediocampista de Talleres.

Atilio se incorporó a Talleres y se transformó en El Toro, un apodo que le calzaba a la perfección a su bravío estilo. Jugaba en la liga local y, obviamente, tenía que trabajar porque el fútbol no era un medio de vida para mantener a su esposa y sus hijos. Fue un referente indiscutido y celebró los títulos de Oficiales de 1948, 1949, 1951 y 1953 y los Preparación de 1950, 1951 y 1952. Cuando se retiró, se dedicó a la dirección técnica.

Poco después de haberse repuesto del asma, a los 7 u 8 años Daniel se enfermó de poliomielitis. Le costaba caminar, pero salió adelante y terminó descubriendo el fútbol porque, como hijo del volante central de La T, tenía que saber algo con la pelota. Como era alto, lo ponían al arco. El Cordobés admite que al principio “era mediocre”, pero que fue practicando y practicando hasta que el balón dejó de tener secretos para él.

Pasó por varios equipos de la provincia y, como no podía ser de otro modo, se incorporó a Talleres. En 1959, a los 16 años, llegó a la Primera de la liga cordobesa y debutó en un partido en el que el conjunto albiazul venció 5-2 a Huracán de La France. El entrenador que le dio la oportunidad fue nada más y nada menos que su padre, El Toro.

Los Willington, Atilio y Daniel, en un homenaje que les hizo Talleres.

Su actuación no pasó inadvertida. “Cumplió una labor que se valoriza doblemente por su debut en el equipo superior. Tiene aptitudes (…) es una firme promesa…”, resaltó el diario La Voz del Interior. Con el hijo del Toro como figura, Talleres se llevó los títulos de los torneos Preparación, Competencia, Clausura y Oficial de 1960. Sin dudas, el principal rotativo de la provincia mediterránea no había exagerado con su juicio inicial sobre ese grandote de tranco lento pero señorial, furibunda pegada y suprema habilidad.

VACAS FLACAS EN LINIERS

Victorio Spinetto fue una gloria de Vélez. Se había destacado como centromedio en los años 30 y entre sus notables proezas le metió cuatro goles a Chacarita en un encuentro en el que su equipo se impuso 5-2 luego de levantar una desventaja de dos tantos. Su estilo aguerrido y de fuerte personalidad impregnó a varias generaciones de jugadores de esa institución. Dirigió técnicamente al Fortín de 1942 a 1956. También estuvo al frente de la Selección. Era un sabio del fútbol. Y, por supuesto, tenía ojo clínico para detectar a los pibes que tenían futuro dentro de una cancha.

Corría 1961 cuando, por esos incomprensibles designios del destino, en un encuentro preliminar del Seleccionado nacional se topó con un exquisito volante ofensivo que lo asombró. Don Victorio, al frente del conjunto albiceleste, no dudó un instante y les avisó a los dirigentes de Vélez que había descubierto a un cordobesito que jugaba bárbaro. Tanto para Spinetto como lo fue luego para el fútbol argentino, Willington era cordobés. En Liniers nadie reparó en el lugar de nacimiento del muchachito de Talleres y mucho menos se atrevió a dudar de la recomendación del DT.

Victorio Spinetto, un sabio del fútbol, fue el encargado de llevar al Cordobés a Vélez.

Poco antes, un emisario de Juventus había pasado por La Docta para intentar llevarse a Willington. Sin embargo, el santafesino eligió quedarse en el país porque, más allá de que la cifra ofrecida a Talleres era significativa, él entendía que debía quedarse para ayudar económicamente a su familia, algo que le habría sido muy difícil desde la lejanísima Italia.

Daniel arribó a Vélez en 1962, en un tiempo en el que los buenos resultados no eran moneda corriente. Todo lo contrario. Su llegada coincidió con el regreso de Spinetto a la conducción del plantel profesional. El club desembolsó 1.150.000 pesos y, además, le cedió a Talleres el pase del delantero Juan Carlos Icardi. Era una apuesta fuerte en un momento en el que al Fortín no le quedaba otra alternativa que mejorar.

Ese año se hizo una importante inversión para mejorar el equipo y por eso también se sumaron El Indio Jorge Solari y el brasileño Eduardo (ambos procedentes de Newell´s), Néstor Subiat (un peligroso cabeceador que actuaba en Mariano Moreno, de Bragado), Iselín Santos Ovejero (defensor mendocino que luego fue figura en Atlético Madrid) y El Piojo José Yudica (Boca), el refuerzo más rutilante. Hacia la Ribera partió uno de los emblemas velezanos, El Cholo Carmelo Simeone, quien no tardó demasiado en exhibir por su garra con la camiseta azul y oro.

Eduardo, Jorge Solari, Willington, Rubén Fernández y José Yudica, la delantera que formó El Fortín en 1962.

Willington cubrió su cuerpo con la V azulada por primera vez en un amistoso contra Boca. Anduvo bien y hasta hizo gala de su buena pegada. Sin embargo, su debut oficial, el 25 de marzo del 62, por la primera fecha del certamen, estuvo lejos de satisfacer las expectativas. La derrota por 4-0 a manos de Huracán no fue una buena señal y menos aún el hecho de que el cordobés nacido en Santa Fe fuera expulsado a los 11 minutos del segundo tiempo por protestar los fallos del árbitro José Luis Praddaude.

Rodolfo Piazza; Horacio Avalos, Eduardo Batagelj, Antonio Cielinsky, Armando Mareque; Reinaldo Volken, Rubén Fernández; Orlando Benedetto, Juan Andrés Pastorini, Willington y Yudica fueron los once de Vélez en la presentación del futuro ídolo. Nadie había quedado conforme ni con la producción del equipo ni con el desempeño del ignoto joven recomendado por Don Victorio. Pero las primeras impresiones no siempre son las que cuentan…

En la sexta jornada, Willington le puso la firma al gol con el que los de Liniers igualaron 1-1 con Independiente. El Cordobés anotó desde el punto penal por una mano del brusco zaguero Rubén Marino Navarro -apodado Hacha brava- y recién en el 14º capítulo del torneo empezó a cosechar aplausos a granel con dos conquistas en el triunfo por 3-1 en el clásico contra Ferro en Caballito.

No tardó en erigirse en líder futbolistico de Vélez.

La campaña estaba lejos de ser destacada y Daniel poco y nada podía hacer para modificar esa situación. Vélez terminó 13º entre 15 participantes con apenas cinco victorias en 28 cotejos. Willington cerró el año con seis goles y fue uno de los máximos anotadores del equipo junto con Fernández y Solari. Su carta de presentación no había sido buena, pero en aquellos días no eran frecuentes las noticias agradables para los hinchas fortineros.

La situación se hizo insostenible en algún tramo del torneo de 1963, pero, tal como sucede hoy en pleno siglo XXI en la pomposamente denominada liga de los campeones del mundo, se suprimieron los descensos en medio del campeonato. Eso alivió a Vélez, que finalizó penúltimo en la tabla, con 20 puntos, apenas dos más que Atlanta. Daniel solo contribuyó con tres tantos. El panorama no era alentador, pero las cosas estaban a punto de cambiar.

LA HORA DE LOS SUEÑOS

Osvaldo Zubeldía, con pasado en el Vélez subcampeón de 1953, tomó las riendas del equipo en el 64. Solo estuvo unos meses y ni siquiera alcanzó a salir a la cancha con el saco con las letras DT, pero sugirió la incorporación de un delantero pícaro y goleador al que había tenido bajo sus órdenes en Atlanta: Juan Carlos Carone. Pichino se convirtió en un abrir y cerrar de ojos en el socio ideal de Willington. Juan José Ferraro, otrora exquisito centrodelantero fortinero, asumió como entrenador.

No bien llegó a Liniers, Juan Carlos Carone se convirtió en el gran socio de Daniel.

Los otros refuerzos destacados fueron el defensor Luis Atela y Rogelio Domínguez, un famoso arquero que había actuado en el Real Madrid junto a Alfredo Di Stéfano. Solari partió rumbo a River y El Cordobés estuvo a punto de seguir sus pasos, pero convenció a José Amalfitani, el presidente que puso de pie al Fortín cuando estaba en la ruina, de que le pagara lo mismo que le ofrecían en Núñez para permanecer en Liniers. No le gustaban los cambios y se sentía cómodo, a pesar de que aún no había repetido sus excelentes rendimientos de Talleres.

Nadie lo intuía, pero, de a poco, se estaba acunando el sueño más hermoso, el de la gloria deportiva. Más allá del octavo puesto final, Vélez había sido uno de los protagonistas estelares de la primera mitad del campeonato. Esa campaña se explicaba, especialmente, en la sociedad Willington-Carone. En Liniers se entregaban en cuerpo y alma a la ilusión del título y el tercer puesto de 1965 parecía ser el anuncio de que soñar no costaba nada.

Carone fue el principal artillero del certamen con 19 tantos y Willington marcó 12, pero lo del Cordobés no se podía expresar con frías estadísticas. Cada presentación era una muestra de arte. Pases milimétricos desde 30 metros, espectaculares conversiones de tiro libre, gambetas maravillosas… A Banfield le metió un golazo de volea casi desde el banderín del córner.

Daniel definía con la sangre fría de los goleadores.

“Daniel Willington, ¡muchas gracias! Su gol de antología fue un regalo inconmensurable a la vista de quienes gustamos del buen fútbol”, aseguró en las páginas del diario El Mundo Guido Gotta en su comentario del 1-1 con El Taladro. Elogios como ese se repetían con inusual frecuencia. Ya todo el mundo estaba al tanto de que Vélez era el equipo de Willington. Y de que Willington era un jugador como no había muchos.

Ya estaban el defensor Luis Gregorio Gallo, el arquero José Miguel Marín y el goleador Omar Wehbe, nombres que en poco tiempo iban a convertirse en próceres fortineros. En 1966 aparecieron José Solórzano y Alberto Ríos… Un meritorio quinto lugar en la tabla no reflejaba del todo la evolución de un equipo en el que Willington se despachó con excelsas producciones como la que ofreció en el 3-1 sobre Argentinos en La Paternal y que coronó con un golazo en el que gambeteó a dos rivales en una larga corrida que culminó con una brillante definición ante el arquero Omar Miguelucci.

Todos conocían a Daniel y sabían qué iba a hacer. Estaban al tanto de su costumbre de caminar la cancha, de meter algún trotecito para cambiar el ritmo y solo adquirir una velocidad significativa cuando encaraba hacia el arco rival. No parecía esforzarse demasiado. No se antojaba que lo necesitara. Si podía resolver todo con un pelotazo largo, ya sea para habilitar a un compañero o para definir con un remate que invariablemente se introducía en el arco por un ángulo impensado.

José Amalfitani no solo fue un dirigente modelo, sino que cuidó a Willington como si fuera su propio hijo.

Dentro de la cancha, El Cordobés era un crack, pero fuera de ella cometía algunos pecados. Le gustaban la noche y el tabaco y no despreciaba un buen trago de whisky. También su temperamento lo llevaba a sufrir expulsiones recurrentes y le escapaba al esfuerzo de los entrenamientos. Si había que dar diez vueltas a la cancha, desaparecía al cabo de la segunda y se ponía a practicar tiros libres. Hacía enfurecer a Spinetto, el viejo maestro que cada tanto retornaba al club.

Y no era precisamente ordenado con el dinero, por eso Amalfitani, casi como un segundo padre, le retenía el sueldo y solo le daba lo justo y necesario para sus gastos. Cuando la cuenta del genio cordobés oriundo de Santa Fe creció lo suficiente, lo acompañó para comprar un auto y una casa. Hasta hoy, Daniel, quien vivió tres años en la pensión debajo de las tribunas del estadio, recuerda y agradece todo lo que el presidente hizo por él.  Ya no hay dirigentes como Amalfitani…

EL DANIEL, SÍMBOLO DEL CAMPEÓN

La campaña en el Metropolitano de 1967 pareció un adelanto de que, finalmente, algo bueno estaba ocurriendo. Dos incómodos empates con Atlanta y Boca privaron al equipo de Spinetto de acceder a las semifinales. Sin embargo, el desempeño de Willington fue sublime. Si hasta logró que el árbitro Roberto Cruces le pidiera disculpas luego de anularle un golazo al cortar una gran jugada en la que el atacante velezano se puso de pie después de eludir a tres defensores y recibir una brutal infracción del cuarto.

El técnico Manuel Giúdice tuvo al Cordobés en penitencia durante bastante tiempo.

Ese mismo día, en el 3-1 contra Atlanta, Cruces había felicitado al Cordobés por un increíble gol que brotó de un violento remate desde más de 30 metros. La pegada de Daniel hacía estragos. Y los hinchas deliraban. “¡Y ya lo ve / y ya lo ve / estamos en el aire con el show del Cordobés!”, cantaban una y otra vez.

El tercer puesto en el Nacional -ese año se instrumentaron los dos torneos anuales- fue una suerte de premonición. El anhelado título se divisaba cada vez más cercano. Solo había que hacerle unos pequeños retoques al plantel. Por eso se incorporaron los punteros José Luis Luna y Mario Nogara. Con ellos, la fórmula de ataque ofrecía todas las variantes posibles: velocidad y desborde con los nuevos refuerzos, sacrificio con El Pulga Ríos, alto poder de definición con El Turco Wehbe y Pichino Carone y magia con Willington.

Manuel Giúdice se hizo cargo del equipo. Tenía el antecedente de haber llevado de la mano a Independiente a la obtención de sus dos primeras Copas Libertadores en 1964 y 1965. Un técnico de mano dura que parecía conocer lo que se necesitaba para salir campeón. Lo tuvo en capilla a Willington por varios meses por el poco apego del Cordobés al trabajo. Hasta sin su principal referente, El Fortín se metió en las semifinales del Metropolitano, pero cayó a manos del célebre Estudiantes de Zubeldía, que perdió la final con Los Matadores de San Lorenzo, el primer campeón invicto del fútbol argentino.

Las gambetas de Willington eran un problema sin soluciòn para los defensores rivales.

Las penitencias que Giúdice le imponía a Daniel -El Daniel- le abrieron paso a un pibe que escalaba en las divisiones inferiores con el gol como carta de presentación. Se trataba de Carlos Bianchi, quien terminaba usando la camiseta número diez porque la nueve se la repartían Wehbe y Jorge Pérez, un centrodelantero que había llegado desde Nueva Chicago. En el Nacional el equipo funcionaba casi a la perfección, por lo que no parecía que se necesitara a Willington.

Así y todo, el técnico le dio una oportunidad a ese talentoso sin límites. Willington jugó muy mal en su reaparición en el traspié contra San Lorenzo y volvió al destierro. Los triunfos se sucedían y solo fue preciso meter mano en el equipo por una grave lesión de Carone que lo marginó durante la segunda mitad del torneo. Los hinchas le exigían a Giúdice que perdonara al Cordobés. El DT era inflexible.

Casi dos meses más tarde de la derrota frente a San Lorenzo, Willington reapareció en un duelo clave con River. No podía fallar. Y no lo hizo: jugó un partidazo y se llevó todos los aplausos. Liniers estaba de fiesta. Su ídolo había regresado y el equipo estaba cuarto, a dos puntos de Racing, el líder. Pero una inoportuna caída frente a Colón le puso un freno momentáneo al entusiasmo. ¿Se podía escapar esa oportunidad? La duda se hacía presente.

El equipo que le dio a Vélez su primer título en el Nacional 1968.

Vélez respondió la pregunta con un contundente 5-2 sobre Independiente en la cancha de Racing. Willington aportó el tercer tanto. Una semana más tarde El Fortín edificó un triunfo histórico: 11-0 sobre Huracán de Ingeniero White con cinco goles de Wehbe, cuatro de Luna, uno de Solórzano y otro de Bianchi. Sí, los de Giúdice corrían con decisión detrás del título.

Marín; Gallo, Ovejero, Enrique Zóttola, Atela; Ríos, Solórzano; Luna, Wehbe, Willington y Nogara se habían convertido en los titulares inamovibles de un Vélez cada vez más fuerte. Dependían de River y Racing, que estaban en lo más alto de la tabla y se medían en la última fecha. Los de Liniers se jugaban a todo o nada con Huracán y rogaban por una igualdad entre millonarios y académicos. Sus plegarias fueron escuchadas y por el 1-1 en Avellaneda y por el triunfo propio por 2-0 se desencadenó un inesperado triple empate en el primer puesto.

El campeonato se definió en el Gasómetro, el histórico estadio de San Lorenzo que hoy es un lejano recuerdo de viejos tiempos de gloria azulgrana. El triangular condujo a Vélez al primer título de su historia en una definición plena de polémica. River doblegó 2-0 a Racing en el primer partido y luego igualó 1-1 con los de Liniers un encuentro que eternizó a La mano de Gallo como un elemento que inclinó decisivamente la balanza hacia Liniers.

En plena vuelta olímpica, un momento que El Fortín esperó durante muchos años.

En la jornada final, las huestes de Giúdice superaron 4-2 a La Academia con tres tantos de Wehbe y uno Antonio Moreyra -reemplazante del suspendido Ríos-, mientras que Humberto Maschio y Jaime Martinoli descontaron para los de Avellaneda. Aunque no se haya hecho presente en el marcador, la faena de Cordobés había sido memorable. “Se establecieron diferencias porque Willington era implacable”, aseguró La Prensa en su edición del 30 de diciembre de 1968.

Como de costumbre, movió los hilos de equipo con milimétricos pases de larga distancia. Le abrió el camino al gol a Wehbe en una ocasión y fue víctima de una infracción del Mariscal Roberto Perfumo que el Turco transformó en el cuarto tanto. Y entonces atronaba en el cielo de Boedo y se hacía oír hasta Liniers el canto de siempre: “¡"Y ya lo ve / y ya lo ve / es el famoso Cordobés!”. Del mismo modo, los hinchas deshacían sus gargantas con un hit inédito: “Papá Noel / Papá Noel / dejó este campeonato en el barrio de Liniers!”.

Ya no existía margen para la duda: Willington era el máximo ídolo fortinero. Si al encanto de su fútbol le faltaba algo para adueñarse del corazón de los hinchas, el campeonato del Nacional 68 forjó un amor tan intenso como apasionado, de esos que resisten hasta el paso del tiempo.

CON LUZ PROPIA

Para los ojos del pueblo futbolero de este primer cuarto de siglo XXI enterarse de que un equipo desiste de participar en la Copa Libertadores sería una decisión muy difícil de comprender. Nadie la aceptaría. En los años 60, en la Argentina no se vislumbraba a esa competición como un desafío importante. De hecho, River y Vélez no acudieron a la edición de 1969.

Pelota al pie, avanza El Cordobés.

Así y todo, Willington dispuso de la oportunidad para hacerse notar fuera de las fronteras argentinas. Se lució en la Copa Ciudad de Montevideo, un certamen amistoso al que Vélez acudió junto a Independiente en representación del fútbol argentino para vérselas con los locales Nacional y Peñarol, Sparta Praga (campeón de la Copa de Checoslovaquia) y Torpedo Moscú (ganador de la Copa de la Unión Soviética). Fue entre enero y febrero del 69 en el estadio Centenario.

En la goleada por 4-0 sobre los checos El Cordobés desplegó lo que Clarín definió como un “fútbol de modorra deslumbrante”. Estampó dos tantos, uno con un disparo desde 30 metros y otro a pura gambeta en el que dejó un tendal de rivales -incluido el arquero Antonin Kramerius- en el camino. En el triunfo por 2-1 contra Peñarol venció a Ladislao Mazurkiewicz con un furioso tiro libre. El equipo de Giúdice perdió con Torpedo Moscú y Peñarol, pero dejó una excelente imagen, en especial por la jerarquía de su máxima figura.

Vélez se mantuvo en un alto nivel ese año, pero no pudo anotarse en la lucha por los títulos de ese año, que quedaron en poder de Chacarita (campeón del Metropolitano) y Boca (Nacional). Willington soltó, como siempre, joyas de su precioso cargamento de talento y frecuentemente encontró a Bianchi bien ubicado para que el joven delantero diera muestras de su poder de fuego.

"Es el mejor jugador del mundo", se atrevió a decir Pelé sobre Willington.

Y ya con la temporada oficial finalizada, El Cordobés volvió a hacer de las suyas nada más y nada menos que frente al mismísimo Pelé. Con su antigua camiseta verde roja y blanca a bastones verticales, Vélez estrenó el 6 de diciembre la iluminación de su estadio con un partido contra el Santos, un equipo de estrellas que hacía giras por todo el mundo. El empate 1-1 se saldó con un tanto de O´Rei y otro de Willington, de quien el fantástico futbolista brasileño que se aprestaba a ser tricampeón con su selección en México 1970 dijo: “Es el mejor jugador del mundo”.

Con la incorporación del Fantasma Miguel Ángel Benito, El Fortín fortaleció su ofensiva, ya que con el tiempo formó una dupla temible con Bianchi y su nueva figura. Pese a ello, la campaña en los certámenes de 1970 no fue la esperada. El Cordobés esparció sus últimos fulgores antes de dejar Liniers, un barrio al que, realmente, jamás abandonó.

AMIGO DE RINGO Y PRÓCER EN TALLERES

Con el pase en su poder, llevó su fútbol de excelencia a México, a Tiburones Rojos de Veracruz. Viajó junto a Pichino Carone, su compinche en Vélez. El equipo no era una potencia, ni mucho menos, pero le permitió hacer a Willington la diferencia económica que no había conseguido hasta entonces. Apenas un año vistió la camiseta de ese conjunto nacido en 1943 como Deportivo Veracruz y que tuvo entre sus figuras al goleador Luis El Pirata Fuente, un ídolo local que en 1940 tuvo una breve estancia en El Fortín.

Un golpe al mentón de su amigo Ringo Bonavena.

Allí se cruzó con Oscar Natalio Bonavena, Ringo, el histriónico peso pesado que en diciembre de 1970 había protagonizado una espectacular pelea contra Muhammad Ali. Fanático de Huracán, persuadió a Willington de que abandonara Veracruz y se uniera al Globo de Parque de los Patricios. Antes, el boxeador tuvo que convencer a César Luis Menotti, el técnico que llevaba un año en el cargo y que en 1973 condujo al equipo a su fantástica consagración en el Metropolitano.

Willington estuvo en el Madison Square Garden la noche de la derrota triunfal de Ringo. Compartió muchas veladas con Bonavena en un boliche propiedad del padre del cantante Piero. Se trenzaba en partidos de bowling con el boxeador y varios futbolistas como Carlos Babington y Miguel Ángel Brindisi, dos cracks que deleitaban al pueblo quemero.

No pudo refrendar su condición de estrella en Huracán. Jugó poco y nada. Apenas cuatro partidos. Una expulsión que le deparó siete fechas de suspensión le quitó la posibilidad de pelear por el puesto con Babington, El Inglés, un mediocampista exquisito que casi no le dio oportunidades. Otra vez hizo las valijas y regresó a Córdoba, su tierra adoptiva. Pero no se unió a Talleres, sino a Instituto.

El Pato Fillol y Carlos Della Savia, refuerzos de Racing, junto con las incorporaciones de Huracán, Willington y Roberto Cabral.

El equipo del barrio Alta Córdoba se preparaba para su debut en los torneos de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA). Para afrontar el Nacional del 73 contrató a Willington, Miguel Ángel Oviedo -futuro campeón con la Selección en 1978- y Mario Roberto Carballo, procedente de General Paz Juniors y con pasado en Talleres. Ese trío se encontró con las figuras albirrojas: el potente goleador Mario Alberto Kempes y el volante Osvaldo Ardiles, pilares de Argentina en su primer título mundial.

La Gloria, que además tenía en sus filas a importantes jugadores como Alberto La Vieja Beltrán y José Luis Saldaño, finalizó en la octava posición de su zona, con seis victorias, dos empates y siete derrotas. Todos los aplausos fueron para Kempes -todavía no era El Matador-, autor de 11 goles en 13 partidos.

Si bien pocos lo asociarían con Talleres, el imparable atacante de la Selección campeona del mundo en 1978 tuvo un leve vínculo con el primer equipo de Willington. A principios de octubre del 73, antes del debut de Instituto en el Nacional, Ardiles, Kempes y El Daniel jugaron para La T un amistoso contra Boca en la cancha de Belgrano. Ese día, una delegación futbolística provincial reforzó al elenco albiazul.

En Instituto coincidió con José Luis Saldaño, Osvaldo Ardiles, Mario Kempes y Alberto Beltrán.

Labruna, el prócer de River y en este entonces entrenador de Talleres, tuvo a su disposición una formación de lujo: Oscar Quiroga; Pablo Comelles, Eduardo Astudillo, Héctor Ártico, Victorio Ocaño; Ardiles, Juan Domingo Cabrera (luego entró El Hacha Luis Antonio Ludueña) y La Vieja Beltrán; Ángel Bocanelli (reemplazado por Ángel Pereyra), Kempes (más tarde Miguel Patire) y Willington. El partido terminó con la victoria cordobesa por 1-0 con un tanto de Kempes.

Estaba claro que el lugar de El Daniel en La Docta era Talleres. Y, por supuesto, tras la experiencia en Instituto volvió al club en el que había debutado a las órdenes de su padre. Habían pasado casi 15 años, pero el amor de los hinchas permanecía inalterable. Su regreso se concretó en un momento difícil del club, pero con Willington renacía el optimismo. Su presencia fue decisiva para la obtención del título Oficial de 1974 en la liga cordobesa. Claro, lo logró con ese mítico golazo de tiro libre relatado con poética precisión por Salzano.

Bajo la batuta de Labruna, con la clase de Willington, la influencia del Hacha Ludueña, los goles de Oscar Fachetti y la seguridad en la defensa de Luis Adolfo Galván -otro futuro campeón mundial en 1978-, Talleres inició un ciclo memorable. Su faena en los certámenes locales lo llevó al Nacional organizado por la AFA. Sorprendió al liderar su zona con una solidez inaudita y finalizó en un celebrado cuarto puesto.

Cuando regresó a Talleres tuvo como técnico a Ángel Labruna.

Labruna retornó a River para ponerle punto final a la racha de 18 años sin títulos y en su reemplazo llegó Adolfo Pedernera. El Maestro mantuvo al equipo en la senda del éxito. Talleres no dejaba títulos en el camino. Se llevó el Apertura y el Clausura de 1975 y 1976 y también el Oficial de esos años. Y refrendaba sus pergaminos cosechando elogios en los Nacionales.

Aunque en el 75 volvió a encabezar su zona, no le fue bien en la ronda final. Siempre aparecía algún gol de tiro libre de Willington. El Cordobés, quien, a pesar de que había perdido algo de terreno en la alineación titular, compartía un mediocampo lujoso con Ludueña, Oviedo y José Daniel Valencia, otro de los que estaba en la mira de Menotti e integró el plantel campeón del mundo en 1978. Daniel no figuraba en la lista de intocables para Pedernera. El antiguo cerebro de La Máquina de River en los años 40 prefería a Valencia.

Después de un 0-0 con Rosario Central en la fase final, El Maestro pegó un portazo y Willington tuvo mucho que ver en esa decisión. El ídolo estaba sentado en el banco de suplentes. Ofuscado veía cómo su equipo no podía con los canallas. Cuando faltaban diez minutos, el DT le pidió que se preparara para ingresar. No hizo caso. Peor aún: sacó un cigarrillo, lo encendió y lo fumó. Era el fin. Talleres perdió a su entrenador y Daniel sufrió una multa de siete mil pesos.

La delantera de Talleres: Ángel Bocanelli, Luis Ludueña, Humberto Rafael Bravo, Willington y Ricardo Cherini.

Con Rubén Bravo, otrora excelente delantero de Racing en los años 40 y 50, el Nacional del 76 mostró a La T en un nivel impecable. Talleres ganó su grupo y luego aplastó 4-0 a Unión en los cuartos de final. Un gol de cabeza de Daniel Passarella dejó a los cordobeses al margen en las semifinales. Willington no había sido tenido en cuenta por el técnico. Apenas dijo presente en siete de los 21 partidos…

No le quedaba demasiado hilo en el carretel. Quedó en libertad de acción y no aparecían ofertas tentadoras. El final se intuía cercano. En mayo del 78 Vélez lo tentó para jugar un amistoso contra All Boys. Como si el tiempo se hubiese detenido, jugó muy bien, como en sus mejores días. Los hinchas lo ovacionaron. El amor estaba intacto. Con ese antecedente, lo invitaron a ser parte del plantel en el Nacional.

El 5 de noviembre, con 36 años, reapareció en el 1-1 contra Altos Hornos Zapla, en Jujuy. Apenas duró un cuarto de hora: una lesión lo sacó de la cancha. Dos semanas más tarde reemplazó a Armando Quinteros en el segundo tiempo del triunfo por 3-2 sobre Argentinos Juniors y el 20 de diciembre permaneció durante los primeros 45 minutos del duro traspié por 5-1 a manos de Gimnasia en La Plata. Quedaba poco y nada de su fútbol maravilloso. Solo flotaba en el aire el recuerdo del canto de los hinchas: “¡"Y ya lo ve / y ya lo ve / es el famoso Cordobés!”.

También en celeste y blanco

Así como conquistó a los hinchas de TallBeres en un abrir y cerrar de ojos y enamoró para siempre a los de Vélez, Daniel Willington hizo que su jerarquía no pasara inadvertida para el público futbolero. Resultaba casi imposible permanecer indiferente a su juego pleno de calidad y elegancia. Todos sabían que estaba entre los mejores de su tiempo y, como no podía ser de otro modo, debía ser parte de la Selección argentina. Y sí, El Cordobés integró el equipo nacional, pero nunca alcanzó la continuidad que su talento pudo haberle asegurado.

Apenas llevaba un par de meses con la camiseta de Vélez cuando Néstor Rossi lo citó por primera vez. Pipo se había hecho cargo del Seleccionado en reemplazo del Toto Juan Carlos Lorenzo luego de la traumática participación argentina en el Mundial de Chile 62. El nuevo DT debutó el 15 de agosto de ese año y para enfrentar a Uruguay en la cancha de River decidió llamar al flamante refuerzo fortinero.

La presentación no pudo haber sido mejor, ya que Willington ingresó en el arranque del segundo tiempo en lugar de Marcelo Pagani -delantero de River- y ocho minutos más tarde sometió al arquero Roberto Sosa. Argentina se impuso 3-1 con tantos de Pagani, Willington y Alberto González (Gonzalito, hombre de Boca) en un encuentro correspondiente a la Copa Lipton.

Su talento lo llevó en plena juventud a la Selección argentina.

Eran tiempos turbulentos y de plena improvisación para el Seleccionado. Rossi solo dirigió ese partido y fue sustituido por Jim López, a quien sucedió Horacio Amable Torres y luego de este llegó José D´Amico. Sí, hubo cuatro entrenadores en un año…

Con D´Amico, campeón con Boca en 1962, regresó Willington, quien en un 4-0 contra Paraguay volvió a entrar en el complemento, en esa ocasión por Ernesto Juárez, de Huracán. Lo curioso del caso fue que casi media hora más tarde ingresó Oscar Coco Rossi, de San Lorenzo, para ocupar la plaza de Daniel. Ese día, los albicelestes golearon en Asunción por la Copa Chevalier Boutell.

La revancha concluyó con victoria albirroja por 3-2 en Buenos Aires y Willington jugó el segundo tiempo. El titular había sido César Luis Menotti, quien se desempeñaba en Rosario Central. Ese 29 de octubre del 63 se despidió D´Amico. Arribó José María Minella, quien le dio la última media de acción a Daniel -reemplazó a Luis Artime- en el triunfo por 5-0 sobre Chile por la Copa Carlos Dittborn Pinto, en el que el atacante de River había marcado dos tantos.

Eso ocurrió en septiembre del 64, pero tres meses antes Argentina había consumado su primer triunfo significativo al obtener la Copa de las Naciones, un cuadrangular en el que también intervinieron Brasil -el local-, Inglaterra y Portugal. Ese certamen fue organizado por los verdiamarillos -bicampeones del mundo- para festejar el 50º aniversario de la Confederación Brasileña de Fútbol (CBF).

No le tocó jugar, pero integró el plantel argentino que ganó la Copa de las Naciones en 1964.

Contra todos los pronósticos, Argentina se quedó con el título tras derrotar 2-0 a Portugal, 3-0 a Brasil y 1-0 a Inglaterra. Aunque no jugó ni siquiera un minuto, Willington fue parte del plantel diseñado por Minella. Amadeo Carrizo; Carmelo Simeone, José Manuel Ramos Delgado, José Varacka, Miguel Vidal; Alberto Rendo, Antonio Rattín, José Mesiano o Roberto Telch; Ermindo Onega, Pedro Prospiti y El Tanque Alfredo Rojas salían a escena en esa competición no oficial, pero valiosa.

A Willington le costaba hacerse un lugar en la formación inicial, al punto que otra vez le tocó estar en el complemento en el 1-1 -ingresó por Onega- en el desquite con Chile. Recién le confirieron la titularidad en un 0-0 con Francia en el Parque de los Príncipes, donde jugó los 90 minutos. El 3 de junio de 1965 encabezó la ofensiva compuesta por José Luis Luna -jugaba en Atlanta y luego fue compañero suyo en Vélez-, Rendo (San Lorenzo) y los boquenses Rojas y Gonzalito.

Aunque también actuó desde el arranque en un 0-0 con Brasil, le tomó cuatro años regresar a la Selección. Pasó el Mundial 66 con Lorenzo como DT y en 1969, con Renato Cesarini en el puesto de entrenador, jugó desde el arranque en la caída por 2-0 a manos de Paraguay en Asunción y en la victoria por el mismo marcador sobre Uruguay en la cancha de River.

La despedida del elenco nacional se produjo el 22 de octubre de 1970, cuando fue titular en el 1-1 con Paraguay en Puerto Sajonia. Su undécima presentación en celeste y blanco se extendió por 68 minutos y por él entró Carlos Bianchi, el pibe que empezaba a hacer goles a raudales en Vélez.