Nos referíamos el domingo pasado a los casos de violencia en escuelas de la provincia de Buenos Aires, que se dieron a conocer recientemente en los medios, y la necesidad de analizar -más allá de la problemática que plantea la serie ‘Adolescence’- los distintos ángulos o miradas tanto clínica, como criminológica y social, frente a estos hechos, tal como el del colegio en Maschwitz, donde un grupo de adolescentes planeaba un ataque armado contra su escuela.
En paralelo, y relativo a negar el contexto social, histórico y cultural que hace a la violencia emergente, está la búsqueda de casos anómalos, individuales, que justifiquen la negación de lo contextual. Así, hace unos días alguien comentaba, cuestionando una nota previa en La Prensa, que en realidad la cabecilla del grupo era una “alienada certificada”. Pero buscar simplemente una “locura” que explique estos actos es insuficiente y una salida habitual. Es cierto que la violencia emerge en alguien en particular -que refleja una construcción subjetiva peligrosa, alimentada por un vacío afectivo, una cultura de la crueldad y un deseo inconsciente de afirmación mediante la dominación del otro-. Todo eso forma parte de la cultura en la que vivimos. Por supuesto, hay quienes están más predispuestos por diversas cuestiones psíquicas a manifestar esa violencia, pero la manifestación no es la totalidad del fenómeno.
No hay necesariamente psicopatía, palabra tan usada y que en función de ese abuso ha perdido el valor, o en caso de haberla no comprende la complejidad del fenómeno. A veces es algo tan poco tenido en cuenta como una inmadurez emocional extrema, fruto de una infancia cargada de episodios traumáticos del mundo real y también del mundo mediático, social y virtual, que generan una progresiva disociación, un corte en el juicio de realidad donde la fantasía no encuentra el freno inhibitorio del mundo real.
Comprender este caso exige reconocer un fenómeno que muchos adultos todavía no terminan de dimensionar: la fusión entre virtualidad y realidad en la mente adolescente. La línea entre lo que se imagina y lo que se hace, se vuelve en muchos casos, difusa. Lo que antes era un juego simbólico –una fantasía, un relato, una escena mental– hoy puede adquirir una intensidad y una continuidad tal que desemboca en actos concretos. Para muchos chicos, simular violencia y ejecutarla parecen fundirse en una misma lógica. Es en este contexto que entran a ocupar un rol los videojuegos hiperrealistas, foros digitales con lógicas violentas, películas, memes, chats cerrados, etc, usted póngale el nombre. Existe lo imaginado y lo inimaginable en el terreno sin límites de la virtualidad, del imaginario. Todos estos elementos configuran un entorno en el que la violencia ya no se percibe como algo externo o extraño, sino como una narrativa con una lógica interna que se transforma en familiar. En ese marco, matar no aparece como un hecho monstruoso sino como una especie de “evento narrativo”, una misión dentro de una trama. El otro ya no es persona, sino un personaje. Y el crimen deja de ser acto para volverse “rol”. Todo esto crea una burbuja en la que se ensayan actos criminales sin vivenciar del todo sus consecuencias reales.
En realidad, no se trata de un hecho aislado, sino que se inscribe en una tendencia global de violencia y violencia escolar como parte del todo. Aunque impacta la crudeza, merece una lectura más profunda que el simple morbo mediático.
Otro aspecto es buscar culpables: los padres, la escuela… desconociendo que el aprendizaje es una construcción multifactorial y cada vez más ligada a factores en los cuales los dos anteriores, familia y escuela, tiene menos influencia. En realidad, los factores involucrados son múltiples: desde el déficit en la contención familiar, pero en un país con carencias múltiples y donde la familia como estructura cada vez es algo más raro.
La desvinculación afectiva en padres que no alcanzan a poder con su propia problemática y conviven con seres que les son extraños e incomprensibles, “se la pasa todo el día con el celular” es queja y excusa y hasta parece ser algo bueno, ya que ese niño es increíblemente hábil en temas de informática y eso eclipsa todo el resto y salva la carga de responsabilidad parental.
Es claro que esto se da en una sociedad de “soledad digitalizada” donde esos padres a su vez los podemos ver en la calle en medios de transporte enfrascados y absorbidos en su celular. Para los niños, los jóvenes, los influencers que en general son pares, pero en apariencia exitosos son los que señalan el camino y así hay una terrible ausencia de referentes reales y concretos que transfieran la cultura y, en cuanto a la cultura, quizás lo más grave la cultura de la notoriedad a cualquier precio, donde no existen valores morales, sino que el “dios” a seguir es el número de seguidores, “ser alguien” a través del escándalo o el horror. Una pareja adulta exponiendo obscenamente el conflicto entre ellos en estos días exponiendo a sus hijos al ágora pública de los medios y las redes lograba notoriedad. Las redes los premiaban con una cantidad inaudita de seguidores, los medios les daban más y más espacio, entre otros, causalmente en detrimento de los episodios escolares.
Ser alguien es ser conocido en redes y eso se establece como el más alto logro y desde ya los menores imitan a los adultos y buscan generar hechos que llamen la atención a cualquier costo. Uno de los participantes del grupo de WhatsApp del colegio nombrado, alertaba sobre el hecho, avisaba que no participaría, pero lo que más le preocupaba era dejar de pertenecer al grupo.
Son muchos los elementos de los cuales acá abordamos solo algunos y parcialmente, pero quizás el mensaje es que no podemos seguir actuando sorprendidos. Hay señales. Hay patrones. Y hay responsabilidad colectiva. Lo que este caso señala no es sólo un hecho policial y aún menos uno mediático sino un signo de los tiempos. Es un síntoma de nuestra sociedad, de nosotros y, tal vez, una última oportunidad para preguntarnos: ¿Qué tipo de niños -que luego serán adultos- estamos cultivando?