Recorrer los primeros días del año en Buenos Aires es como enfrentar una hoja en blanco. ¿Que depara este año luminoso y reluciente que se acaba de abrir?. Mientras el auto encara la autopista Illia en el regreso norteño, advertimos en toda su magnitud, quizá por la ausencia de tránsito y apuro, el vigoroso incremento de la villa 31, que en algunos tramos parece invadir el camino, pese a las mallas de contención colocadas en algunos tramos.
El gobierno porteño alega que se trata de evitar daños por las caídas de objetos, accidentes y evitar la continuidad de las construcciones. Este último objetivo, cuanto menos, de dudosa eficacia ya que el complejo villa 31 y 31 bis, se ha transformado en el último "boom" inmobiliario de la ciudad. Quizá el único, considerando la complicada situación del sector pese a los planes de gobiernos diversos, que han pasado y pasan, mientras la compraventa, alquiler y arrendamientos, registran el crecimiento marginal permanente, aunque sin reconocimiento oficial del IVC (Instituto de Vivienda de la Ciudad) que solo aporta estimativos, ya que sus empleados no logran recorrer las calles internas de las villas, debido a las constantes agresiones, amenazas y oposición generalizada.
Pareciera que el espejismo del dúo Rodríguez Larreta -Santilli, de lograr una integración urbana del sector se contrapone, o quizá se complementa, con otros negocios que no excluyen el real estate (además de drogas, aguantaderos, trata de personas, trafico de armas, y otros rubros de similar índole). El gobierno porteño ya les ha dado "patente de corso" a punteros y mercenarios diversos, explotadores de esos y otros espacios disponibles, para aprovechar la emergencia habitacional eterna de la ciudad. Pueden terminar adueñandose de ella, y repartir el botín. Pero regresemos a la ruta, que se abre a pocos metros con la majestuosidad de la avenida 9 de Julio. Grandes edificios corporativos iluminados a sus lados. Un gran hotel, de dudosos capitales vinculados en su momento al empresario árabe Gaith Pharaon, nos indica con plenitud que ya estamos en el "glamour" de la urbe. Pasa como una brisa del pasado opulento la magnífica embajada francesa, llegamos al Teatro Colón.
Casi no hay tránsito, y la ciudad nos muestra su mejor faz escénica, Obelisco incluído. Todo explica porque Buenos Aires ha sido una de las ciudades mas visitadas del mundo en el último año, según lo referido por las estadísticas de la Organización Mundial del Turismo (OMT). Todavía hay bares abiertos, pero elegimos regresar al hogar, y en ese clima inaugural de la ciudad vacía, tomar algo y escucharnos, mientras discurre la música hasta que nos sorprende el sueño. Primera noche del 2020. ¡Y primer día para trabajar!. Despertamos, practicamos nuestra rutina matinal. El día es bello, buen augurio.
El colectivo viene casi vacío. La labor cotidiana nos absorbe junto a los compañeros y colegas de cada jornada. El mediodía pasa raudo y aquí viene la segunda etapa de las "patentes de corso". Descontando que está abierta la pizzería de siempre, encaro por la avenida Chile hasta Defensa. Verifico que los pizzeros empezarán el año a la noche. En la esquina opuesta está el bar Seddon, (de glorioso pasado en el microcentro) abierto. Algún instinto visceral me hizo evitarlo siempre, pero en esta ocasión no había muchas opciones. Ingreso, y busco un sitio aireado, ya que el ambiente es poco refrigerado. Una mesera se me acerca y me pregunta si espero a alguien mas. Niego, entonces me invita a desplazarme. Le hago notar que el local está casi vacío, y prefiero quedarme allí.
La muchacha, hermana latinoamericana, resopla y me trae de mala gana una carta de tragos largos o desayunos. Se aleja a velocidad supersónica hacia la barra donde conversa con su compañera. Comienza a llegar gente, turistas de diverso orígen. Las meseras me ignoran. Demando atención infructuosamente. Mala idea contrariar a una mesera caribeña. Otros clientes le indican a la moza que reciba mi pedido primero. Responde que no es su mesa. Ante el tenor de la situación, pido hablar con el o la encargada. Me dicen que no está. Entonces, me paro sobre una silla, y digo: "This is the worst place in the city"; agrego para que no me confundan con otro visitante: "Le pire endroit de la cité". Y al recordar la mayoría brasileña, afirmo: "el mais ruim". El mini sindicato de turistas, aplaude ante el horror de las mozas. Sólo pretendia almorzar. Pero el capitán Morgan, y sus garfios, lo impidieron.