Opinión
El rincón de los sensatos

Una contribución a la autonomía de la CABA: la solución vaticana

Mientras cosas más urgentes deberían haber capturado nuestra atención, ella estuvo fijada en la esquina porteña de Juncal y Uruguay, donde fue desarrollándose una suerte de grotesco criollo, que culminó con un fallido atentado contra la vida de la vicepresidente de la Nación. Antes de este tan lamentable como oscuro suceso, ella había afirmado que había que "repensar'' la autonomía de la ciudad de Buenos Aires, de la que -aventuró- "la Constitución no habla''.

No está de más tomar distancia por un momento del vértigo abierto a partir de la acción de un insensato y frustrado tirador, y enfocarnos en el parecer sobre la autonomía de la ciudad de Buenos Aires vertido por la persona de mayor peso y resonancia política de la Argentina actual.

Desde luego que es insostenible la afirmación de que la Constitución calle sobre el punto, máxime proferida por alguien que fue convencional constituyente en 1994, que votó su texto y juró sus cargos por ella, la que en su art. 129  dice que "la ciudad de Buenos Aires tendrá un régimen de gobierno autónomo, con facultades propias de legislación y jurisdicción''.

Siguiendo las reglas del grotesco patrio, el coro de pedisequos que acompaña cada palabra de un líder encumbrado, salió a pregonar que algo andaba mal en la autonomía de la ciudad y que debía revisarse.Y de la oposición se los refutó ciñéndose a la letra del art. 129, defensa que ofrece algunas fallas que expondré, al mismo tiempo que sacaré de nuevo a luz lo que creo la respuesta adecuada  a los planteos antiautonomistas: la solución vaticana

En 1994, en el Pacto de Olivos, firmado entre el presidente Carlos Menem  y el ex presidente Raúl Alfonsín, el primero consiguió  la posibilidad de la reelección y el segundo la introducción de algunas cláusulas novedosas, en parte tendientes a que la primera minoría que la UCR representaba y seguiría representando según las perspectivas electorales del tiempo, consiguiese una mayor presencia institucional. Entre ellas, la obtención del estatus autonómico cuasi provincial para la ciudad de Buenos Aires, un baluarte electoral que el peronismo difícilmente podía tomar por asalto.

Hasta ese momento, la ciudad de Buenos Aires era, institucionalmente, un feudo del presidente y del Congreso. El presidente era su "jefe inmediato y local" y el Congreso su legislatura exclusiva. La administración comunal estaba a cargo de un intendente, cabeza del departamento ejecutivo, designado directamente por el Presidente en ejercicio de su jefatura, y de un organismo deliberativo, el Concejo Deliberante, elegido por el voto. La ciudad era, pues, una dependencia feudal del jefe supremo de la Nación, que la manejaba a través de un delegado, y del Congreso federal, tan despreocupado de la suerte porteña que nunca formó una comisión de legislación local. En punto al gobierno propio, la ciudad quedaba así apartada del régimen representativo, republicano y federal que regía para el resto del país. Sus habitantes eran ciudadanos plenos en cuanto al ejercicio de sus derechos cívicos en el plano nacional -incluso, sin ser provincia, elegía por colegio electoral dos senadores, algo por cierto anómalo. Pero en cuanto a la determinación de la vida política local -caso único en el país- sus ciudadanos eran feudatarios que debían rendir homenaje a quienes ejercían, por sí o por delegación, el señorío sobre la ciudad y simultáneo distrito federal. ­

La reforma de 1994, en su art. 129, situado en el título de los Gobiernos de Provincia, le concedió una autonomía  que, diversamente de la que gozan las provincias en nuestro régimen federativo, no es originaria sino derivada y otorgada. La diferencia estriba en que la ciudad no posee poderes residuales no delegados al gobierno federal, como ocurre con las provincias (art. 121, CN). En lo demás, la CABA no se diferencia mucho de un estado provincial, aunque sometida, en cuanto al alcance de esta autonomía concedida, a la tutela del Congreso federal: "una ley garantizará los intereses del Estado nacional, mientras la ciudad de Buenos Aires sea la capital de la Nación''. Y aquí está el punto conflictógeno institucional.­

Como vimos, el Congreso debía sancionar una ley que garantizara los intereses del gobierno federal mientras Buenos Aires fuera distrito federal. Esta ley 24.558, de noviembre de 1995, llamada ley Cafiero (por el entonces senador Antonio Cafiero) fue, en realidad, un recorte severo a la autonomía otorgada por la Constitución a la ciudad. Establece (art. 2º), de modo arbitrario y contrario al espíritu y a la letra del art. 129 y su situación en el texto constitucional entre los gobiernos de provincia, que "la Nación conserva todo el poder no otorgado expresamente por la Constitución Nacional a la ciudad''. Se invierte, de ese modo, el principio de distribución de competencias entre el gobierno federal y  las provincias establecido por el art. 121 de la CN/ De ese modo, la autonomía de la CABA queda a la discrecionalidad del Congreso federal.

Esas restricciones a la autonomía dejaron dentro de las competencias federales cuestiones puramente locales: el Registro de la Propiedad Inmueble, la Inspección de Personas Jurídicas, la fiscalización de los servicios públicos y la seguridad de las personas y bienes, así como las facultades jurisdiccionales, ejercidas por los tribunales llamados nacionales de la ciudad en materia civil y comercial.

La ley Cafiero, en su art. 7º establecía la continuación de la Policía Federal, bajo dependencia del  Ejecutivo federal, en materia de seguridad y protección de las personas y bienes. Doce años después, en 2007, la ley 26.288 permitió la creación de una policía de la ciudad que sería coadyuvante de la Policía Federal, coexistencia de dos fuerzas de seguridad que originaría conflictos. Hubo de llegarse al 2016 para que se estableciese entre el gobierno federal y el local un convenio de transferencia de las funciones de seguridad a la Policía de la Ciudad. ­

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QUIMERA ALFONSINISTA­

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¿Cómo separar la capitalidad federal de la ciudad autónoma? La cuestión no se resuelve trasladando  la capital de Buenos Aires a Viedma/Carmen de Patagones, como quimerizó Alfonsín en su tiempo, o a Martín García, como fantaseó Sarmiento mucho antes. Lo que propongo es vaciar el distrito federal,  convirtiéndolo en un burgo vacío. La capital federal, sin población propia, estaría conformado por un núcleo básico que abarcaría el espacio comprendido entre las avenidas Huergo y Madero por el sur; Méjico, Azopardo, Espora y Alsina por el oeste; Bolívar y San Martín por el norte, incluido el edificio del Cabildo; Bartolomé Mitre y Avenida de la Rábida por el este. Más los emplazamientos, en la ciudad de Buenos Aires y fuera de ella, donde hubiera asiento de autoridades federales o representaciones diplomáticas extranjeras, que se declararían también parte integrante del distrito federal. El resto de la ciudad, en sus límites actuales, formaría una nueva provincia, completándose así la organización federativa del art. 1º de la CN.

Se trata de separar la ciudad de la capitalidad. Mientras ambas permanezcan juntas, se produce una cohabitación de dos jurisdicciones, la federal y la autonómica, sobre un mismo territorio de veinte mil hectáreas y sobre una misma población.

La solución vaticana fue llamada así por semejanza con los edificios diseminados por la ciudad de Roma -como la basílica de San Juan de Letrán, la iglesia de Santa María la Mayor, los palacios de la Propaganda Fide en Piazza di Spagna o de la Congregación para la Doctrina de la Fe, por ejemplo-, o fuera de ella, como Castel Gandolfo, que en virtud de los tratados de Letrán son de jurisdicción del Estado Vaticano, pese a estar situados extramuros.

El nuevo distrito federal conservaría la planta básica fundacional de 1580 y las sedes históricas de por lo menos dos poderes centrales. Abarcaría la histórica Plaza de Mayo; la casa de Gobierno donde estuvo el viejo Fuerte virreinal, sede del Poder Ejecutivo federal; la antigua sede del Poder Legislativo federal (escondida en la planta actual de la AFIP) y otros edificios públicos, junto con las demás sedes vaticanizadas en otros puntos de la ciudad. Conformada por edificios públicos, estaría vaciada, sin habitantes permanente y, por lo tanto, sin lugar a representación en los cuerpos electivos nacionales. Después de todo, como decía Joaquín V. González, "se llama capital de una nación la parte de territorio que sirve de asiento a los poderes superiores de su gobierno''.

¿Sería necesaria una reforma de la Constitución para llegar a esta solución vaticana? En puridad no. La capital de la República se establece por ley del Congreso, y bastaría la previa cesión que del espacio vacío de población haga la legislatura local a esos efectos. En cuanto a la provincialización, el propio texto constitucional, en su artículo 13, permite la erección de una nueva provincia, siempre que no lo haga en territorio de otra u otras ni que de varias se forme una sola, sin el consentimiento de la legislatura de las provincias interesadas y del Congreso nacional. En este caso, se trata de la transformación de un estado cuasi provincial en una provincia, siempre que lo apruebe la Legislatura local y el Congreso.

Las actuales composiciones de la Legislatura local y del Congreso federal, con más razón si las preferencias electorales se inclinan en 2023 tal como pintan, indican que la posibilidad de concreción de la desfederalización y provincialización consiguiente puede alcanzarse. Lo dejo planteado para que los políticos de la CABA recojan la solución vaticana como un tema mayor de sus alicaídas programáticas. ­