POR SEBASTIAN SANCHEZ
A partir de la decisión presidencial de habilitar el "debate republicano" para decidir si el Estado se convierte o no en brazo ejecutor del genocidio, la Argentina vive con ánimo sombrío una avanzada ideológica que no conoce imposibles: desde el cinismo más desenfadado, la malversación sofística de la verdad o la invención de aberraciones filosóficas, jurídicas y pseudocientíficas hasta el espectáculo esperpéntico de los artistas "apañuelados" y la creación "de facto" de la multipartidaria proaborto. Y todo eso ocultando tras bambalinas inconfesables intereses económicos.
Esta infame campaña evidencia la defección del Estado respecto del Bien Común, especialmente a través de funcionarios como el Ministro de Salud quien en el colmo de la claudicación ética llegó a negar el juramento hipocrático. Evidentemente, no sólo los niños por nacer están en peligro.
Pero la verdad es que no siempre la Argentina ha padecido funcionarios evasores del Bien Común. Por eso es importante recordar a Ramón Carrillo, el médico que fundó y consolidó la auténtica salud pública en nuestro país.
Carrillo era hombre del interior, santiagueño, nacido en una familia de sencillo buen pasar. En su terruño hizo los primeros estudios pero estudió medicina en la Universidad de Buenos Aires. Tuvo una carrera extraordinaria: hizo sus prácticas en el Hospital Nacional de Clínicas hasta obtener su título con Medalla de Oro y poco después logró una beca que le permitió completar su formación en Europa. Volvió al país en plena "Década Infame" y no tardó en convertirse en un neurocirujano de nota.
Pero ante todo Carrillo fue un católico ferviente -de esos a los que la fe se les nota- que supo conjugar fe y ciencia sin prejuicios ni ánimo vergonzante. Su quehacer médico es incomprensible sin su catolicidad pues, como señala en su libro esencial, Teoría del hospital, fue la virtud de la Caridad la que lo perfiló hacia la medicina social.
En Santiago del Estero Carrillo había sido testigo de la miseria y sus consecuencias en la salud, de modo que tempranamente entendió la necesidad de fortalecer la salud pública dado que "frente a las enfermedades que produce la miseria, frente a la tristeza y el infortunio social de los pueblos, los microbios, como causa de enfermedad, son unas pobres causas".
EL PERONISMO
A principios de los años "40 Carrillo conoció a Perón y se sintió atraído -como muchos otros católicos nacionalistas, más tarde decepcionados-, por la pretendida puesta en marcha de un movimiento basado en la Doctrina Social de la Iglesia. Por eso, y no por ambición política, aceptó ser Secretario de Salud Pública y luego Ministro de Salud Pública y Asistencia Social de la Nación. En tanto servidor público Carrillo partió de una sencilla y trascendente declaración de principios: "Sé, sobre todo, que la vida y la salud no nos pertenecen a nosotros, sino a Dios, quien nos manda cuidarlas como a los bienes más preciados. Respetemos sus mandamientos".
Su logro por excelencia fue el haber creado el sistema de salud pública, que hasta él prácticamente no existía. Todo lo demás fue natural añadidura: la creación de hospitales y policlínicos, la erradicación de enfermedades endémicas como el paludismo, la notable disminución de mortalidad por tuberculosis o enfermedades venéreas y una extraordinaria baja de la mortalidad infantil.
Carrillo lo decía una y otra vez: "En nuestra patria se presta asistencia médica sin negársela a nadie, sin hacer de ello un artículo de comercio". ¡Qué abismo con los argumentos de mercachifles que escuchamos por estos días!
¿Y qué decir de su pensamiento sobre la maternidad y la familia? Pues nada más lejos de los balbuceos ideológicos de hoy.
"A los fines de la salud pública -decía en 1951- es más importante proporcionarle a la madre los medios para que, una vez que tenga el hijo, pueda defenderse de las contingencias posibles, o bien proporcionar al padre, junto con el sentido de la responsabilidad, los medios materiales para atender al nuevo hijo".
Es decir, el Estado erigiéndose como garante del Bien Común, que no como verdugo de los no nacidos.
Carrillo comprendía -como la mayoría de nuestros médicos actuales- que la medicina en Argentina "ha procurado siempre compensar sus deficiencias técnicas y la pobreza en que todavía se debate, sirviendo a la población según el precepto divino de ayudar al prójimo como a sí mismo". Bien miradas las cosas, no es difícil entender por qué el ministro no tardó en ganarse los enemigos que finalmente lograron expulsarlo.
Mucho se ha escrito sobre las presiones para sacarlo del gobierno. Se habla de los problemas con Eva Perón -quien a través de su Fundación se inmiscuía en cuestiones de salud- o se señala la presión de los cada vez más poderosos sindicatos que querían usufructuar los fondos de la seguridad social destinados a la atención de la salud.
ODIO IDEOLOGICO
Pero lo cierto es que el odio al ministro fue esencialmente ideológico. Sus detractores comenzaron por lanzarle una inaudita acusación: la de ser más católico que peronista. Pero Carrillo sabía, con Ortega, que "en las creencias se está y las ideas sólo se tienen" y él no era hombre que fuera a defeccionar de su fe en pos de un puesto político.
El rencor contra Carrillo fue creciendo, circunstancia que se comprende al advertir que sus enemigos eran hombres de la masonería y enemigos jurados de la Iglesia, como en el caso de Angel Borlenghi o de Alberto Tesaire. Cuando éste último llegó a la Vicepresidencia de la Nación, y en conjunto con el silencio cómplice y ominoso de Perón, Carrillo no tuvo más opción que el exilio.
Agobiado por la injusticia, ya muy enfermo, pasó un tiempo en Estados Unidos y luego se trasladó a Brasil, donde murió pobremente a sus jóvenes 50 años de edad.
En la época de la gestión de Carrillo la Planned Parenthood (IPPF) -que hoy promueve el aborto aquí y en el mundo- estaba recién creada (1952) y la ideología de género era aún un anhelo de teorizantes. Sin embargo, el ministro supo avizorar lo que se cernía sobre nuestra patria y muchas otras: "el neomalthusianismo, que causa más muertes que el hambre, la guerra y las pestes, con todo su cortejo de males complementarios, con su fatal incidencia sobre la salud de la mujer al debilitarla y preparar el injerto de otros males ineludibles es el gran mal de nuestro tiempo".
Veinte años antes del Informe Kissinger -es decir, la factoría ideológica de los abortistas de hoy- y casi setenta antes del proyecto que se "debate" en el Senado, este gran médico distinguió las sombras en el horizonte y lo dijo con una honestidad hoy ausente en el lenguaje político: "en los modernos totalitarismos, la sanidad tiene las características de una verdadera policía sanitaria". Casi un retrato de la Argentina de estos días.