El coronavirus pasará, aunque parezca que faltase una eternidad para que ello ocurriese. Se encontrarán remedios y vacunas. Antes de que ello suceda, desaparecerán las cuarentenas masivas, ahora que finalmente se digiere el hecho de que las muertes por hambre, suicidio y enfermedades sin tratamiento serán insoportables. Con lo que, sin quererlo, se demuestra una vez más el valor de la libertad de comercio y de las personas.
En ese momento (¿o en este momento?) todas las economías del mundo estarán en bancarrota. Tienen deudas impagables, han emitido cantidades enormes de moneda sin respaldo antes y durante la pandemia – que generarán hiperinflación cuando se reestablezca algo el consumo - el desempleo será rampante, el acostumbramiento al gasto y al estatismo será difícil de retrotraer a niveles soportables y las sociedades seguirán paralizadas por el miedo, la falta de dinero y la inseguridad por un peligroso lapso.
Los inversores habrán perdido fortunas si han comprado bonos soberanos, bonos de empresas o acciones. Los nuevos emprendimientos tendrán serias dificultades para conseguir capital, y la selectividad de los ahorristas pondrá fuera de carrera a los países emergentes o fronterizos. (El caso de Argentina es único, al ser patológico, y debe analizarse en algún simposio de psiquiatras, no desde la óptica de la ciencia social)
Europa, presa en su laberinto del estado de bienestar costeado con impuestos y deuda, pero sin Gran Bretaña, sin ganancias empresarias ni de los individuos y con más miembros mendicantes que ricos, se enfrentará a los pedidos de salvataje generalizados y a las turbas violentas e irracionales – fomentadas o no – que se beneficiaron del endeudamiento alegre en Euros pero que, como en cualquier populismo, no creen que les corresponda pagar.
China tiene la ventaja cruel de ser una dictadura, por lo que - luego del previsible reemplazo de Xin Ping – no deberá sortear el obstáculo (dirían los Kirchner) de las democracias demandantes. Pese a ello, no escapará a las leyes económicas, por lo que dependerá de grandes esfuerzos y aún sacrificios para lidiar con su enorme deuda, bajar los salarios para poder competir y al mismo tiempo lograr que el mundo occidental la deje seguir siendo protagonista. Eso no le resultará fácil, como se colige ante el ataque coordinado que la acusa de ser –si no el inventor del virus– un traidor que ocultó datos al resto de la humanidad y por lo tanto es culpable de todos los efectos de la pandemia. Ya se han iniciado juicios billonarios por esa causa.
Estados Unidos, por su parte, tiene claramente, o debería tener, el rol central en el orden mundial pospandemia. No sólo por el tamaño de su PBI y su sistema financiero, sino porque ha sido el faro ideológico que iluminó no sólo la economía, sino el avance y el progreso social en todo el siglo XX y lo que va del XXI. El capitalismo con raíces en el liberalismo y la ética protestante que culminó en la globalización, que sacó a cientos de millones de la pobreza y la miseria, como nunca en la historia.
La pregunta es si quiere seguir ocupando ese lugar. Ya en la pobre presidencia de George W. Bush, con su nefasta Secretaria de Estado, Condoleezza Rice, la potencia había manifestado su decisión de no ser ni el gendarme ni el soporte del mundo libre. Clinton había tomado el camino inverso en un momento de gloria para EE.UU, que culmina con un enorme impulso a la globalización, partiendo del NAFTA, y llega a un paso de eliminar todos sus déficits y de pagar toda su deuda, lo que se revirtió rápida y deliberadamente con la épica militarista de Bush y sus carísimos palos de ciego contra el terrorismo que le demolió las torres gemelas. Los resultados de esa lucha fueron inciertos. El déficit fue cierto.
Obama hereda y pilotea la crisis de las hipotecas en 2008, donde, como sostiene esta columna, debieron ir a la cárcel la mayoría de los ejecutivos de los grandes bancos americanos y mundiales. Esa crisis, unida a su intento de resolver el problema monstruoso de salud pública que tiene su país, lo lleva a duplicar la deuda.
Esa bipolaridad geopolítica se acentúa hasta el asombro con la elección de su actual presidente, que pone a su nación casi fuera de la globalización y del sistema institucional universal, como si quisiese otra vez renunciar a liderar el orden mundial, que él considera un abuso contra su país, en su mentalidad orientada a ganar un raro juego de TEG jugado por preadolescentes.
Los efectos de la pospandemia –el más grave el haber parado la rueda de la economía mundial de golpe y simultáneamente– tendrán lugar en ese contexto global. Y allí la humanidad se enfrentará, como en una recurrente pesadilla Freddyana, no freudiana, a la nueva pandemia, que puede ser mucho más peligrosa que el coronavirus: Donald Trump.
La pospandemia debe comenzar con un control de daños colaterales. El más importante es la esterilización del cuádruple efecto del paquete que aplica con toda energía Estados Unidos. Ellos son: primero, la emisión alevosa. Segundo, el programa de préstamos a las empresas para que puedan pagar sueldos y no desemboquen en el Chapter 11, por acción propia o por la de las calificadoras de riesgo. Tercero, el programa de recompra de acciones y bonos de empresas, muchas veces bonos basura, para evitar la explosión de bajas que haría perder la riqueza acumulada de varias generaciones. Y cuarto, regenerar el empleo perdido en estas cinco semanas, que hasta el jueves llegaba a 26.500.000.
En la crisis de 2008, estrictamente de irresponsabilidad financiera y crediticia, era presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, designado por Bush en 2006, un especialista en la Gran Depresión y un estudioso de los errores cometidos por Roosevelt, que la extendieron hasta el drama. Bernanke cuenta en su intimista libro The Courage to Act (El coraje de actuar), las peripecias, dudas, errores y angustias de ese proceso. Justamente, tras pruebas y errores, aplico la misma combinación que aplican ahora la FED y el Congreso americano. Emisión (dentro de la mecánica de la ley americana, distinta a la de casi todos los países), compra de acciones y títulos de empresas, y préstamos de salvataje. A eso le agregó todo tipo de regulaciones bancarias y facilidades de redescuentos a los bancos y créditos al sector privado, en un gran resumen.
Más allá de las consideraciones teóricas de cada escuela, el sistema permitió entonces salir del agujero, aún a costa de crear un gran nivel de endeudamiento tanto de los países como de las empresas. Agravado por la tentación de las empresas de usar las bajas tasas para cambiar su leverage, un paso peligrosísimo. Pero a medida que se salió del borde del abismo la Fed comenzó su plan de reventa de los bonos y acciones comprados, una suba de las tasas para neutralizar la emisión, una recuperación de los préstamos otorgados, un fortalecimiento del sistema bancario.
La globalización, con su libertad de comercio creciente, potenció un crecimiento mundial, fogoneado por China, que permitió hacer crecer los PBI’s y bajar la importancia relativa de los costos del salvataje, y un crecimiento universal del empleo y de incorporación de consumidores globales, aunque aún con temas no resueltos, como el superendeudamiento.
El panorama actual es diferente. Trump no tiene ideas liberales, ni siquiera coherentes, aunque algunas de sus medidas lo hagan parecer como tal a primera vista. Ha bregado con su ametralladora verbal para que la FED bajase las tasas a cero, mucho antes del virus, según él, para que la deuda americana se abaratase. Una irresponsabilidad a la que cedió una Reserva Federal cobarde, que terminó de rendirse cuando se enfrentó a la inexorabilidad del corona virus.
Powell no es Bernanke ni Yellen. ¿Tendrán la voluntad y el coraje de actuar para subir las tasas cuando despunten los marcadores de inflación? Venderán las acciones y bonos basura que compraron, recuperarán los préstamos a tasa cero a empresas? Difícil en medio de la campaña electoral que se avecina y más difícil si Trump es reelecto: justamente lo que está pasando es lo que siempre quiso: más inflación, más endeudamiento, tasa cercana a cero y déficit fiscal para poder bajar impuestos (lo que está bien) aumentando gastos militares, por ejemplo (lo que está mal). Este enorme precario, ¿va a cambiar su filosofía justo cuando logró lo que ansiaba?
El panorama es de por sí implosivo para la economía americana y mundial, y también lo es para el liderazgo de la casi ex primera potencia del mundo cuya guía hoy hace falta más que nunca, y que además conlleva el riesgo de quedarse sin moneda de referencia.
El presidente americano acaba de prohibir por dos meses la emisión de green cards, arguyendo que así protege el empleo de los americanos. No es difícil predecir que tanto en el comercio, como en la inmigración la cerrazón aumentará. Y el mundo lo imitará. Las escuelas económicas coinciden en que el proteccionismo durante la Gran Depresión fue la causal de que ese ciclo perdurara tantos años, al impedir el crecimiento, restringir el empleo y frenar la inversión. ¿Hay derecho a creer que un developer rudimentario y una predisposición notoria al inmediatismo y al voluntarismo va a cambiar el pensamiento simplificado proteccionista y fomentará un rebrote de la globalización? La columna arriesga que el líder norteamericano imitará a Monroe (James, no Marilyn) en su “América para los americanos”, esta vez en el peor sentido económico.
Esa cerrazón es bien vista por sus votantes, y -además de encarecer los costos del consumidor estadounidense- le ha costado ya caro tanto a los sectores más avanzados de la industria doméstica como al mundo. En tal escenario, es predecible que el empleo americano y mundial no se recuperará a pleno, y hasta puede bajar.
El ejemplo de Trump será seguido por Europa, ya de por sí proclive a proteger cuanto pase cerca de los gobiernos, complaciendo los gentiles pedidos de todos los sectores, incluyendo depredadores callejeros. No es fácil advertir allí una flexibilización laboral que fomente el empleo ni ponga más bienes al alcance del consumidor. Ni que provoque un crecimiento sano y vital.
Este panorama se completa con la fobia de Trump que lo lleva a salirse o torpedear a las organizaciones internacionales. La OMC, la OTAN, la OMS, recientemente, os su permanente amenaza, a veces ejercida, de romper tratados, un criterio pueblerino.
Sin una potencia que guíe el orden mundial, sin un líder que inspire la libertad de comercio, la inmigración, los tratados amplios entre países, la libertad pura y simple, la confianza entre países y entre factores, base del comercio internacional, las consecuencias serán graves. Porque una reducción del comercio y la actividad global es lo peor que le puede pasar al sistema.
Hay quienes sueñan conque tal situación ayudaría a la vuelta a sistemas socialistas o neomarxistas. Es posible que eso sea así políticamente, pero no económicamente. El socialismo y anexos sólo pueden repartir las riquezas que producen otros o que ya tienen otros. En cuanto esas riquezas se agoten el socialismo se vuelve dictadura paupérrima.
Es más probable que un mundo con Trump, o para más precisión un mundo sin un líder superador como fueron Clinton o Nixon (con perdón) vaya a una decadencia y una mediocridad de largos años, que bien puede empezar con una depresión y un desempleo sistémico.
Con semejante nueva pandemia, la sociedad global puede llegar a añorar al coronavirus.