Por José Luis Rinaldi
Tema difícil y arduo el del tiempo. Es un tema permanente de estudio en la filosofía desde la antigüedad; resulta casi una contradicción la vigencia del tema, su fugacidad y el movimiento o cambio como factor determinante de su definición… Pero dejemos su complejidad a Aristóteles, a Heidegger y a otros tantos, aún científicos (Newton, Einstein) y vamos a lo cotidiano.
El tiempo es una de las cosas que no podemos recuperar; su paso es inexorable, y aún cuando quisiéramos decir “paren el mundo, me quiero bajar”, eso no sería posible. El “antes”, el “después” y el “ahora” se están dando en este momento, mientras usted paciente lector ha llegado hasta aquí (el antes) el ahora del que toma conciencia en este acto, y el después, aún cuando deje de leer estas líneas.
Y si al tiempo no lo podemos recuperar, si ya pasó, si es finito para nosotros como seres mortales, tiene entonces una riqueza incalculable. Cuántos dejarían su fortuna por obtener unos minutos más de permanencia en el mundo, “por poder estirar el tiempo”, por mantener el ahora y prolongar el después…
Basten estas líneas para encuadrar a este tipo social, el impuntual, que en cualquier relación con otro, provoca diversas sensaciones, en la mayoría de los casos negativas.
ROGANDO PUNTUALIDAD
A las 10 en punto nos encontramos, conversamos del tema y en media hora resolvemos la cuestión, dice el impuntual. El otro le ruega puntualidad, pues a las 11 tiene un compromiso ineludible y donde resulta indispensable llegar a tiempo.
Pese a la palabra empeñada y al compromiso asumido, el reloj señala que el “ahora” de las 10 ha pasado sin pena ni gloria, así como el de las 10.10, y el de las 10.20. Esos veinte minutos que debieron ser el “ahora” de la conversación, es pasado ya irrecuperable. Pero aquí llega, sonriendo, y sin más, se sienta, pide su café, conversan el tema con apuro y recién a las 10.50 finaliza la reunión…
VARIAS CUESTIONES
No se le ocurre pedir disculpas; su tardanza no da margen para un mínimo de intercambio de noticias familiares y afectos; ni se le cruza por la cabeza que ha hecho “perder” tiempo al otro, tiempo ya irrecuperable para alguna actividad enriquecedora, pues en esa espera solo ocurre una cosa: se acumula “pasado”…; tampoco toma conciencia que la reunión se hace contrarreloj, lo que no favorece la fecundidad del diálogo y de las posibles soluciones.
Necesariamente también lo hace quedar mal a su interlocutor en su siguiente compromiso. Y si el que debe esperar tiene la virtud de la puntualidad, ya avizora que no llegará a su nueva cita en el debido “ahora”, sino que llegará en el “después”. Y si el demorado esboza una excusa que lo justifique, generalmente era previsible y podría haberla evitado: el tránsito, imposibilidad de estacionar, demora del transporte, la lluvia, etc.
El impuntual no parece consciente que sin llegar a emitir palabra, solo con su presencia tardía, logra poner de mal humor y nervioso al otro. No sufre ese cosquilleo y disgusto que tiene el puntual.
¿DEMORA JUSTIFICADA?
A veces pareciera que la demora se encuentra justificada pues por ejemplo, si se trata de un profesional de la medicina, creyéndose quizá con una supuesta superioridad por sus conocimientos, el servicio que presta y la necesidad del paciente, sus consultas pueden iniciarse tardíamente, prolongarse más allá del tiempo estipulado y provocar el retraso en cadena, aún cuando puedan deberse a comunicaciones telefónicas postergables u otras cuestiones menores. ¿O no será que el tiempo previsto para cada consulta está mal calculado, quizá para no perder pacientes ni los ingresos correspondientes, provocando así un retraso y demora habitual para sus pacientes?
O por momentos cabe pensar que la Administración Pública (y muchas veces los privados que presta servicios públicos) funcionan con otras medidas del tiempo; aquí la burocracia se une a la impuntualidad, resultando así el retraso, el sobreturno, la licencia imprevista, y el resultado es una larga espera por sobre el horario estipulado.
La impuntualidad puede ser aún más perjudicial cuando se trata de un orador ante un auditorio: una conferencia, una mesa redonda, una cita por zoom o por otro medio electrónico. Los que se perjudican en este caso son muchos, algunos de los cuales han hecho un esfuerzo por llegar a tiempo o conectarse, han postergado otras ocupaciones por cumplir con el “ahora”.
Este impuntual parece querer decir: “¡¡¡Que me esperen, el importante soy yo!!!”; la función comienza cuando yo llego. Y el público, que se esforzó por llegar a tiempo, envía al “pasado” el tiempo de espera sin contenido alguno.
Peor el caso de aquellos expositores impuntuales que, luego, en razón de su demora en llegar, en lugar de adaptar su discurso o conferencia al tiempo que se les había otorgado originalmente, lo extienden y más aún, su impuntualidad peca también por exceso: prolongan su participación sin límite horario. Estos incluso puede ser que hayan sido puntuales al iniciar, pero son impuntuales y no respetan el “ahora” que se les ha otorgado prolongando indebidamente su participación. Vicio tan perjudicial como la impuntualidad de inicio resulta la impuntualidad de cierre. ¿O acaso los concurrentes no deberían poder retirarse al término del evento, en el horario estimado? ¿No tienen derecho a que se les respete el tiempo de finalización? ¿A título de qué el auditorio debe perjudicarse por la demora del otro?
TIEMPO PERDIDO: IRRECUPERABLE
Para el impuntual, el valor del tiempo no parece ser igual para todos: él es el que marca y determina cuánto vale, sea para sí como para los otros. Para él, lo que su desidia, capricho o beneficio personal le indica; para el otro, lo que él arbitrariamente le impone.
Es que el impuntual no ha registrado o si lo ha registrado no le importa lo que decíamos al comienzo: el tiempo perdido es irrecuperable; lo que pasó fue, el ahora lo posterga y alarga y así achica el futuro del otro. La relación de alteridad supone que entre ambas partes existe un mínimo de respeto, que comienza por el tiempo de cada uno. De conciencia de la importancia del tiempo y de la forma de usarlo (del otro), cero o cercano a cero.
Y la impuntualidad excede el mero marco de una transgresión a una convención social o una falta de educación que queda en el ámbito intersubjetivo; tiene trascendencia social, es un defecto que hace a la convivencia, que termina atentando contra una sana relación humana, que predispone mal al diálogo, es una forma más de egoísmo ya que los otros no interesan; no favorece la concordia entre los ciudadanos, y en el trasfondo está diciendo, quizá inconscientemente, “qué me importa del otro”.