El rumano Mircea Cartarescu es una de las grandes apariciones en el paisaje literario europeo de los últimos años. Consagrado hace tiempo como el más importante escritor de su país, su obra ha ido ganando terreno progresivamente gracias a las traducciones, a la valoración de la crítica y a una sucesión de premios que le dieron relevancia internacional. El último que obtuvo fue el Formentor, el mismo que seis décadas atrás disparó la fama mundial de Borges. Por lo demás, ya se lo menciona también como candidato al Nobel.
Aunque en esencia es un poeta, Cartarescu (Bucarest, 1956) lleva varias décadas explorando una personal vena narrativa en la que se conjugan la sátira, el absurdo, la introspección y el realismo costumbrista y a veces nostálgico. En entrevistas recientes el propio autor no ha dudado en usar la palabra "visionaria" para denominar a esa mezcla que es la característica saliente de su literatura.
"Sí, me siento fascinado por la experiencia interior, por mis sueños, y, parte de mi literatura es onírica, pero también está alimentada por experiencias especiales que he vivido. Yo calificaría mi literatura con la palabra visionaria", declaró meses atrás a la prensa española durante la apertura de la Feria del Libro de Madrid, en la que le encargaron que pronunciara el discurso inaugural.
Su obra no consta de muchos títulos pero desborda de ambición (y en algunos casos de extensión). De su etapa poética se ha traducido al español El Levante (1990, edición original). Luego, a partir de 2010 y siempre por el sello peninsular Impedimenta, se fueron conociendo los relatos de Nostalgia (2012) y Las Bellas Extranjeras (2013) y la miscelánea de El ojo castaño de nuestro amor (2016), junto con las novelas Lulu (2011) y la muy elogiada Solenoide, que por estos meses se ha distribuido en nuestro país.
En las casi 800 páginas de ese novelón se ha querido ver la mejor muestra de la literatura del rumano, quien no ocultó su asombro por haber escrito tamaña obra al borde de los 60 años (la edición original es de 2015), "cuando los escritores ya no están en forma".
El asombro del autor (y su pizca de vanidad) deberían resultar comprensibles para quien se adentre en el libro. Todo es desmesurado en sus páginas. Empezando por la ambición del empeño, evidente desde el principio y harto llamativa en tiempos de minimalismo y autoficción.
A lo largo de la experiencia lectora, en la que no faltan los momentos de tedio, confusión o desconcierto, Cartarescu crea un universo narrativo singular en el que se alternan todo el tiempo el plano realista con el de los sueños y las alucinaciones, la mirada poética, casi mística, con la caída en la sordidez y la abyección, la inocencia de la infancia con el terror de las pesadillas y la melancolía de una vida gris.
El libro que vamos leyendo se presenta como el diario de un narrador anónimo que cuenta su vida a partir de lo que llama "anomalías". Se trata de un profesor de rumano nacido en 1956 (igual que el autor) que en el presente del relato tiene 27 años y que da clases desde los 24. Pronto descubrimos que la tarea docente no lo satisface, rodeado en la escuela por una galería de personajes mediocres y chismosos, meros burócratas del aparato educativo comunista, en cuya descripción el libro ofrece sus mejores momentos de humor.
También sabemos que este profesor, divorciado después de un breve matrimonio trágico, es un escritor frustrado desde que hizo una fallida lectura pública de su primer poema, "La caída". El bochorno de aquel momento ("la aguja crucial de mi vida") lo bloqueó para la literatura pero le soltó la mano para engrosar el "manuscrito" que constituye la novela. "No tengo lectores, no necesito estampar mi firma en el libro -advierte-. Aquí, en el vientre del manuscrito, vagando por sus tortuosos intestinos, escuchando sus extraños burbujeos, percibo mi libertad y percibo también a su obligatorio acompañante: la locura".
Si el lado diurno del narrador es monótono y frustrante, el nocturno rebosa de episodios extraños (las "anomalías") que giran en torno de sueños, visiones o alucinaciones. En ese plano abundan los misterios.
El narrador tuvo un hermano gemelo que se perdió en la noche de los tiempos. De niño lo sometieron a una operación que no sabe cómo explicar. La "casa en forma de barco" donde vive en las afueras de Bucarest cobija en sus entrañas un solenoide, uno de los seis depositados por quienes trazaron la urbe, y que son la clave oculta del libro. Los fogosos encuentros que mantiene allí con Irina, su nueva novia, alcanzan el estado de levitación mediante un mecanismo oculto en la vivienda. Cada tanto, además, se presentan unos enigmáticos "visitadores", seres angelicales o extraterrestres cuya misión no es posible desentrañar. Por si fuera poco, el portero de la escuela ha sido elevado a los cielos y luego devuelto para que cuente la experiencia.
El manuscrito no se priva de jugar con la historia ni con la metaliteratura, animado como está por un enciclopedismo hábil en detectar conexiones imprevisibles, y que mucho debe al de Pynchon (autor favorito de Cartarescu) y Borges (de quien se hace una mención explícita y se imita su Aleph). Así, la lectura afiebrada por el narrador de una novela escrita por la hija del matemático George Boole habilita un largo devaneo sobre la lógica y los principios teóricos de la cuarta dimensión esbozados por otro matemático genial y endemoniado, Charles Howard Hinton, una de cuyas consecuencias prácticas fue el cubo Rubik, juguete que hizo furor a comienzos de la década de 1980 en la Rumania de la novela (y en el resto del mundo, desde luego). Hay lecturas y relecturas del diario de Kafka, un capítulo entero dedicado a una personal "montaña mágica", alusiones a Rilke y la cita repetida de un poema de Dylan Thomas y de un par de pasajes memorables de Heródoto.
TRISTE CIUDAD
Todo transcurre contra el fondo de una Bucarest deprimente que el narrador azota con severidad de poeta. La ciudad, que "había sido proyectada como un gran museo al aire libre, el museo de la melancolía y de la ruina de todas las cosas", es también la "más triste que se haya erigido jamás sobre la faz de la tierra". Bucarest, insiste, "no es una ciudad, sino un estado del alma, un suspiro profundo, un grito patético e inútil. Es como esos viejos que no son sino heridas ambulantes, nostalgias coaguladas como se coagula la sangre en la piel desgarrada".
Esa ciudad aborrecida será la protagonista del final a toda orquesta de la novela, en una fabulosa ascensión que simboliza la sospecha que el narrador ha ido desovillando a lo largo del extenso y misterioso manuscrito: aquella de que la única vía para salir de su laberinto interior es por arriba.