El último miércoles, el Gobierno recibió una valiosa ayuda de parte de quienes convirtieron la habitual protesta semanal de los jubilados (víctimas principales de la motosierra oficial) en una flamígera provocación: el incendio de móviles policiales y contenedores de residuos ofreció una excusa inmejorable para que el Ministerio de Seguridad exhibiera su decisión tantas veces proclamada de combatir el desorden a como dé lugar, con “cárcel o bala”, como suele resumir el diputado José Luis Espert.
Si la participación de elementos violentos de las hinchadas de fútbol (barrabravas) en la manifestación de los jubilados fue, como es plausible conjeturar, ocurrencia de algún sector de la política opositora, estaríamos ante otra patética prueba de desubicación.
Esos personajes y los procedimientos agresivos y pendencieros solo despiertan rechazo público, de modo que si lo que se pretendían los genios que lo imaginaron era perjudicar al Gobierno, el resultado termina siendo el opuesto: le da al oficialismo la chance de resurgir como encarnación del orden (aunque debería cuidarse de la sobreactuación: golpear jubilados a mansalva y disparar contra manifestantes o trabajadores de prensa, como hicieron algunos miembros de la policía el miércoles, también son anomalías que la sociedad y la ley condenan).
¿Golpe o manifestación democrática? Miembros del Poder Ejecutivo -Patricia Bullrich, Guillermo Francos- creyeron ver en los disturbios de dos días atrás “un intento de golpe contra el presidente Milei”.
La vicepresidenta Victoria Villarruel, en cambio, consideró que “la demostración es una forma de ejercicio de la democracia” y que “la violencia no es la herramienta para manifestarse ni para defender ninguna causa”. No es ya sorpresa que haya miradas diferentes en lo que fue en otros tiempos la cúpula libertaria.
Los dirigentes más astutos del oficialismo comprendieron el miércoles que los actos de violencia les otorgaban una palanca muy útil para cambiar una agenda que, desde que el Presidente se embarcó en el criptoemprendimiento $Libra, los venía arrinconando en una posición defensiva.
Después del criptogate se precipitó, dos días antes de que reabrieran las sesiones ordinarias del Congreso, la vidriosa designación por DNU de Ariel Lijo y Manuel García Mansilla en la Corte Suprema (dos expedientes que todavía están abiertos). Y luego la elección del decreto de necesidad y urgencia como vía para legalizar el acuerdo con el FMI (aún en barbecho), un camino del que Mauricio Macri, el jefe de su principal aliado parlamentario, el Pro, apuntó que “no ayuda a generar confianza” y “confirma la debilidad institucional”.
La catastrófica inundación que golpeó a Bahía Blanca se sumó a aquella retahíla de aflicciones. El Gobierno, que un año atrás, ante otra calamidad sufrida por aquella ciudad bonaerense (un temporal arrasador), instó a los bahienses a buscar soluciones por su cuenta (“Ustedes van a poder arreglar la situación”), esta vez tardó cinco días en ofrecer una ayuda más o menos dimensionada con las necesidades (200.000 millones de pesos) y en preparar una visita (relámpago) de Milei para que observara desde el aire la magnitud de la destrucción.
En primera instancia hubo una pulseada entre el gobierno central y el de la provincia de Buenos Aires, que reclamaba recursos extraordinarios para la reconstrucción. Desde los ministerios de Seguridad y de Defensa del gobierno central se recurrió a la gestión de las fuerzas armadas y de seguridad, que fueron las primeras manifestaciones nacionales de la ayuda (logística, tendido de puentes, comunicaciones, etc). Con la presión de la catástrofe y el empuje silencioso de una opinión pública comprometida en una gran movilización solidaria, finalmente ambos poderes se encontraron, momentáneamente, en el plano sensato de la cooperación.
Los acontecimientos están poniendo al Gobierno ante la necesidad de revisar algunos puntos rígidos de su retórica. Una cosa es trabajar para bajar la inflación y reducir el déficit fiscal; otra, distinta (y que, sin duda, carece del consenso social que respalda estos puntos) es eliminar la obra pública o dejar desguarnecidas la educación y la salud públicas.
En relación con la obra pública, puede ser del caso sacar de la esfera estatal buena parte de las decisiones y canalizarlas hacia la acción privada, pero lo que no se puede es esperar que las estrategias se estructuren y materialicen espontáneamente, sólo liberados a la lógica de la oferta y la demanda. El poder central, los gobiernos provinciales y municipales deben cumplir sus responsabilidades como orientadores y articuladores de las acciones. Si hay iniciativa privada, bien; si no la hay, es el Estado el que debe promoverla o, eventualmente, tomar en sus manos, al menos provisoriamente, la tarea de coordinar o ejecutar obras prioritarias o asumir emergencias inaplazables.
El gobernador Axel Kicillof, que ha urgido al gobierno central a que abra la caja y emplee “recursos que son de las provincias” (en referencia a los Aportes del Tesoro Nacional previstos en la ley de Coparticipación Federal) para Bahía, agregó a la lista de pedidos uno que tiene mucha miga política y que no fue entendido por la Casa Rosada (“Pavadas”, concluyó apuradamente el vocero Manuel Adorni).
Lo que el gobernador había pedido era que “una parte del nuevo préstamo del Fondo Monetario Internacional (FMI) sea destinado para la reconstrucción de Bahía Blanca”. Si se afina el oído puede colegirse que Kicillof está dando una indicación sobre el acuerdo con el Fondo: quien pide que se lo use de determinada forma implícitamente lo está aceptando. Máximo Kirchner abandonó la jefatura de su bloque para no apoyar el acuerdo con el Fondo cuando presidía Alberto Fernández.
El pedido de Kicillof, con sus implicancias, parece parte de las “nuevas canciones” que el gobernador viene reclamando para una etapa postkitrchnerista.