Los hombres económicos norteamericanos no pueden creer que Donald Trump haya plantado altos impuestos sobre los productos extranjeros que intentan ingresar a Estados Unidos. Al menos así lo expresan a los gritos y sin mayor estructura racional los medios que dominan, hasta ayer demócratas y hoy claramente globalistas. Inexplicablemente esos hombres económicos -no sólo los financistas- claman por no defender la producción de su país frente a la presión de lo fabricado fuera de sus límites y, particularmente, en China.
Suena a suicidio tal oposición al Presidente proteccionista que, por parecidas razones, comparten los poderosos de Europa. ¿Se trata de ideas? ¿Defienden honestamente la libre competencia internacional?
De ninguna manera: los hombres económicos de Occidente pelean por sus propios, contantes intereses. Porque hace ya décadas que exportaron su capital hacia tierras donde el trabajo se paga muy poco y donde, al comienzo por lo menos, la competencia era magra. En síntesis, producen afuera para poder obtener mayores ganancias vendiendo después adentro.
Pruebas al canto, las otrora ocupadísimas fábricas de autopartes de Cleveland -aquellas de los sucesivos techitos triangulares- hace rato se han convertido en lofts. Y en Alemania, para no ser menos, la Krupp/Thyssen se mudó a China de un día para el otro con todos sus petates, dejando el tendal de desempleados.
Ejemplos éstos evidentes para ojos nada vinculados con el mundo económico; si lo sabrán entonces quienes viven en y de esa atmósfera. Pero lo cierto, aún para los más alejados, es que caracteriza al siglo XXI el hecho de que el capital se mueve por el éter, la tecnología viaja en containers, pero los trabajadores andan a pie y viven por lo general en Asia. Allí hasta las mujeres trabajan a destajo, incluso viviendo en las fábricas seis día a la semana, ganando suelditos y sin mayor protesta gremial. ¿Cómo podría competirse con una infantería semejante?¿Qué norteamericano o europeo aceptaría hoy semejante tren? Entonces los hombres de negocios y sus medios de comunicación, en la plena decadencia ahondada por su avaricia, se aúnan para criticar desde el primer día a un gobierno que, en ese orden, trata de hacer volver a sus fronteras el trabajo que escasea.
Paradójicamente, y en nuestra pequeña medida, algo parecido está sucediendo en nuestra patria, fruto de sucesivos gobiernos de signo contrario, hoy mal llamados populistas pero de verdad permanentemente corruptos. Ahogando a la producción más competitiva con impuestos, engañando a los trabajadores con la complicidad de sindicalistas olvidados de su noble origen que van destruyendo todo lo que abarcan (como las universidades nacionales), las sucesivas presidencias de dos personalidades psicopáticas minaron definitivamente el castigado resto de una Argentina que, con altibajos y dificultades, supo sin embargo hacer.
Claro, ya no quedaban energías para soportar a un avaro y a una perversa. El afán de lucro de uno y la permanente necesidad de conflicto de la otra, chocaron contra lo que pudiera restar de una vida nacional virtuosa. Y aquí estamos, llenos de dudas, ante un país agobiado económicamente pero, sobre todo, vacío de sentido.
Poner un grano de esperanza parece casi una obligación. Pero deberá estar repleto de sabiduría politica y de rectitud espiritual. Por ahora, suena a ingenuidad.