En pleno centro porteño, a metros de las Galerías Pacífico, se conserva uno de los refugios más importantes de la historia de la Ciudad: la Iglesia y el Monasterio de Santa Catalina de Siena.
Pese a su valor, el predio, declarado Monumento Histórico Nacional en 1942, corre peligro. Fue incluido en la lista de los quince sitios en riesgo de Latinoamérica y el Caribe, según señala el Fondo de Monumentos del Mundo, con sede en Nueva York.
La delicada situación se originó cuando una empresa anunció la construcción de una gran torre y seis subsuelos en un terreno lindero que antiguamente fue la huerta del monasterio, y donde actualmente funciona un garaje.
La Asociación Basta de Demoler junto a otras instituciones advirtieron del peligro de este proyecto que pone en riesgo el patrimonio, cambiando además la fisonomía del entorno.
A partir de un amparo presentado ante la Justicia, hoy la obra está paralizada aunque las instancias no están agotadas, por lo que el riesgo persiste sobre un edificio que tiene características únicas.
¿Cuáles son estas particularidades? "Si bien hay varias iglesias construidas en el siglo XVIII que están de pie en Buenos Aires, el predio de Santa Catalina es el que se conserva en forma más genuina, sin modificarse", expresa a La Prensa Alejandra Jones, historiadora y una de las encargadas de mostrar a los visitantes las características de este lugar tan particular.
La Iglesia Santa Catalina de Siena fue fundada en el año 1745 para albergar el primer monasterio de monjas de clausura de Buenos Aires. Estuvo habitado por las Monjas de la Segunda Orden Dominicana hasta 1974, cuando la congregación decidió mudarse a San Justo y donó los edificios al Arzobispado de Buenos Aires.
Desde 2001, a instancias del arzobispo Jorge Bergoglio -hoy Papa Francisco-, funciona como Centro de Atención Espiritual con la misión de atender las necesidades espirituales de las personas que trabajan en el Microcentro porteño.
Fue el presbítero Dionisio de Torres Briceño quien propuso al Rey Felipe V la edificación de un monasterio para mujeres en la ciudad de Buenos Aires que no había en la ciudad colonial.
Al igual que otros destacados edificios de esos años, como el Cabildo y las iglesias de San Ignacio y Pilar, estuvieron a cargo de la construcción los jesuitas Andrés Bianchi y Juan Bautista Prímoli.
"Se construye en las afueras del ejido urbano, en una zona aún de campos y quintas", relata la historiadora. La manzana que ocupa es la comprendida entre las actuales San Martín, Córdoba, Reconquista y Viamonte.
INVASIONES INGLESAS
El monasterio y la iglesia fueron protagonistas de un hecho histórico trascendente. "Durante la segunda invasión inglesa, en 1807, una de las columnas del ejército invasor se instala en la Plaza del Retiro y avanza por la calle San Martín", cuenta Jones.
Hay que tener en cuenta que los campanarios de las iglesias eran las edificaciones más altas y tenían importancia estratégica. Por eso los invasores toman el predio.
"Entran por una pequeña puerta que aún se conserva que comunicaba el templo y el edificio y se quedan dos días. Tras unas escaramuzas se entregan luego de la rendición del general Whitelocke. Después el lugar se transformó en hospital de sangre para atender a los heridos", relata la historiadora.
El edificio fue un lugar de referencia para aquellos que subían desde el río. Se encontraban con grandes paredones blancos. "En aquellos primeros tiempos las mujeres que decidían entrar pertenecían a familias de clases altas. Pagaban una dote con las que se mantenían y llevaban una vida de clausura, sin contacto con el mundo y la gente exterior", dice Jones.
Al caminar por el monasterio aún se observan vestigios de una vida austera, y de formas arquitectónicas diseñadas para un fuerte control de las internas. Por ejemplo se ven aún los locutorios y confesionarios, pequeñas ventanas con enrejados de formas gruesas por donde las novicias y monjas hablaban con sus familiares y se confesaban, siempre acompañada por otra interna que las controlaba.
También puede observarse el llamado sector del Coro bajo, donde las monjas rezaban desde temprano al amanecer y que también servía como lugar para hacer tareas como bordados, mientras dialogaban. Desde allí se observa una gran ventana con rejas de origen con vista al altar, que tenían cortinados para que las internas "espiaran" las misas.
EL CORO
Desde el monasterio por una escalera se accede a la parte alta de la Iglesia y el edificio. Entrando al templo se ve el gran órgano, original del siglo XVIII que fue puesto en condiciones el pasado año a instancias de la secretaría de cultura del gobierno porteño.
"Las monjas que tenían dotes para el canto y de más años formaban parte del coro. Solían vestir de negro y se paraban detrás del órgano para que no las vieran. Igual la excelente acústica del lugar posibilitaba que se las escuchara muy bien en todo el templo", comenta Jones.
Hacia adelante unos pasillos muy angostos conducen a otro grupo de ventanas enrejadas por las que arrodillándose se podía observar el templo. Otra escalera muy angosta y con una puerta muy pequeña de hierro pesado conduce al campanario que aún conserva piezas originales.
En la planta alta del lado del convento se aprecian las puertas que daban a las celdas de las internas. "Eran cuartos individuales solo con una cama, una mesa y un lugar para asearse".
Por los largos y amplios pasillos perfectamente conservados hace más de dos siglos, uno puede asomarse por grandes ventanas con portales de madera originales, a una vista apacible.
JARDIN Y ALJIBE
Abajo se observa el amplio jardín, donde hay un restaurante, y varios oficinistas que llevan sus viandas para almorzar bajo la sombra de algún árbol. En el jardín queda en pie un aljibe de los tiempos de la edificación, que según expresó alguna vez el arqueólogo Daniel Schavelzon, es único en la Ciudad.
Precisamente Schavelzon realizó un trabajo sobre el pozo ciego del monasterio y pudo extraer varias piezas para armar un pequeño museo, poco antes de la realización allí de una edición de Casa FOA.
Una de las celdas de las internas fue acondicionada para presentar la colección. En las vitrinas se observan porcelanas del siglo XIX y baldozas del XX, antiguos frascos de medicamentos y botellas de cervezas. También exvotos de plata -colgantes que se llevaban a las iglesias para agradecer-, braseros, cerraduras, candelabros, ollas y cucharas.
Una vitrina vacía encierra una historia misteriosa. "Allí estaba ubicada la figura de un "macho cabrío", una figura oscura, relacionada con lo demoníaco, que fue hallada quemada y enterrada en el jardín. A la semana de ser expuesta y luego de que Schavelzon contara esta historia en su página de internet, dieron un portazo a la puerta y la robaron", cuenta la investigadora.
En Santa Catalina se realizan visitas guiadas todos los lunes, miércoles y viernes a las 15 horas.