Cultura
LOS ‘CUENTOS SELECTOS’ DE IRENE NEMIROVSKY

Relatos de la gran catástrofe

La antología ofrece un buen resumen de los temas y los personajes típicos de la escritora rusa exiliada en Francia. El amor, las familias desavenidas, la revolución y la guerra atraviesan sus páginas.

Irène Némirovsky volvió por estos días a las librerías de habla hispana con la publicación de Cuentos selectos (Edhasa, 280 páginas), una antología de 19 relatos que ofrece un buen resumen de los temas principales de su obra escrita en francés, reflejo a su vez de una vida zarandeada por las grandes hecatombes políticas del siglo XX.

En estos escritos, cuyas fechas de publicación van desde 1924, cuando la escritora nacida en Rusa tenía 21 años, hasta el póstumo de 1943, un año después de que fuera deportada de Francia a Auschwitz, donde murió de tifus, aparecen trasuntos de los personajes y los conflictos que desfilan con mayor detalle por sus novelas más celebradas.

Las mujeres malcasadas; los matrimonios desparejos e hipócritas; las madres frívolas; las hijas vengativas, víctimas de esas madres; la insensible ambición de los hombres de negocios; las consecuencias del inhumano espíritu revolucionario; el recuerdo y la amenaza constante de las grandes guerras europeas.

Némirovsky (1903-1942) fue una escritora popular en su tiempo cuya producción se dirigía al gran público, no a los críticos ni a la academia (aunque también conquistó esos ámbitos). Desde el comienzo gozó de la difusión masiva que le aportaban los grandes diarios y revistas de la Francia de entreguerras. Allí vieron la luz por primera vez estos relatos, lo mismo que algunas de sus novelas publicadas por capítulos.

Cabe decir que ninguno de los cuentos recuperados en esta edición con prólogo de Pola Oloixarac es una obra maestra, aunque varios tienen la capacidad de conmover al lector, y unos pocos se acercan a esa forma ideal, esférica y compacta, en el que nada sobra ni falta.

El amor, tema constante, deja un sabor agridulce en estas páginas que adoptan siempre la mirada femenina. Una mujer invoca un amorío que pudo ser y no fue (“Un almuerzo en septiembre”); otra, de edad madura, paladea en un hombre mucho más joven la posibilidad de una aventura ligera y despreocupada (“Un amor en peligro”).

Con el paso de los años, el vaivén de amores, infidelidades y celos reprimidos empezará a chocar en el libro con la mucho más cruda realidad europea. Este contraste se nota de manera explícita en “Como chicos grandes”, de 1939, en el que una mujer y su esposo infiel olvidan por un rato sus pesares y hacen causa común frente a la perspectiva de la guerra.

OCTUBRE ROJO

El primer relato de la antología (y el segundo de los que escribió una Némirovsky de 20 años), “La Niania”, ya anticipaba ese desplazamiento temático, con su nostálgica evocación de la antigua Rusia arrasada por el comunismo y el exilio, desastre que encontrará un tratamiento más refinado en obras posteriores.

“Nacimiento de una revolución”, de 1938, es uno de los cuentos más elocuentes (y autobiográficos) a ese respecto. La adolescente, narradora en primera persona, que asiste en San Petersburgo al triunfo bolchevique de 1917 refleja, casi de manera literal, varias de las experiencias que soportó Némirovsky antes de que emigrara con su familia, primero a Finlandia, luego a Suecia y por último a Francia, donde recalaron en junio de 1919.

En pocas pinceladas y mediante una escena aterradora y memorable, el relato presenta a la “revolución” como algo demoníaco, que a fuerza de violencia y fanatismo hace aflorar lo peor de la condición humana. Sus últimas líneas son una intuitiva lección de juicio moral aplicado a la historia: “Había visto el momento en que el hombre no se había despojado todavía de las costumbres y la piedad humana, en que todavía no está habitado por el demonio, sino en que este ya se acerca a él y altera su alma. ¿Qué demonio? Todos los que han visto de cerca la guerra o la rebelión lo conocen; cada uno le da un nombre diferente, pero siempre tiene el mismo rostro azorado y loco, y los que lo han visto una vez no lo olvidarán nunca”.

En otros casos el recuerdo traumático de la “guerra del 14”, sufrido con particular sensibilidad por las mujeres, y la amenaza o la realidad de un nuevo conflicto europeo, motivan varios de los relatos más logrados.

El protagonista de “El espectador” (1939) es uno de esos típicos hombres de mundo, adinerados y soberbios, que pueblan las narraciones de Némirovsky. Su vida próspera lo protegió de las grandes calamidades que castigaron a sus semejantes. Pero llega 1939 y todo cambia. El “espectador”, ciudadano de un país “neutral”, deberá tomar partido y actuar antes de que sea demasiado tarde, desprovisto ya de aquella protección. Deberá enfrentarse al inminente naufragio europeo. “Sí, era extraño mirar así ese viejo mundo que se hundía como un navío que hacía agua por todas partes, que naufragaba en esas profundidades terribles donde clama sin cesar la voz de Dios”, reflexionará antes del penoso final.

“Destinos”, uno de los textos más tardíos, está situado en mayo de 1940, en vísperas la invasión alemana de Francia. Mientras soportan una temprana alerta de bombardeo, los personajes se preguntan qué es lo que despierta el mal en un alma o en un pueblo. Hablan de las culpas individuales y las culpas colectivas. Las personas y los pueblos, ¿están condenados al destino? ¿O son libres para cambiar?

En el contexto en el que fue escrito, y teniendo en mente la suerte que aguardaba a la autora, un párrafo como el siguiente resulta estremecedor: “Se puede decir que, en las calamidades públicas, nadie es inocente. Cada cual paga por una falta cometida antes, olvidada. Es como si una raza o una clase, o un país hicieran nacer monstruos que, luego, los aplastan…”.

“La noche en el vagón”, fechado en 1939, ya anticipa Suite francesa, la obra maestra que Némirovsky dejó inconclusa y que cimentó la extraordinaria fama internacional póstuma que siguió a su publicación en 2004.

El episodio transcurre en un tren que retorna del sur de Francia a París en los primeros días de septiembre de 1939. Reina el desconcierto inicial causado por la invasión alemana de Polonia y la posterior declaración de guerra de Inglaterra y Francia al Tercer Reich. Hay mayoría de mujeres en el convoy: buena parte de los hombres ya fueron movilizados. Se forman grupos que comparten preocupaciones, cruzan confidencias personales, traban una efímera amistad. Una vez más circula el recuerdo de la guerra del 14, que es el -erróneo- punto de referencia de los viajeros. Algunos, como la narradora del relato, sospechan que sus vidas cambiarán para siempre.

“Había que despojarse -sugería- de los proyectos inútiles primero: ese departamento nuevo que se debía amoblar, esos quince días de vacaciones a fines de septiembre que debían tomarse, ese sillón en la habitación de los niños que debía cubrirse. El primer enemigo que convenía combatir era uno mismo, su propio pasado. Sí, era el comienzo de la guerra. Parece lejano ahora”.

Por último, un relato fechado en 1937, “Fraternidad”, aborda una de los grandes asuntos de toda la obra de Némirovsky: el de la identidad judía.

El protagonista, que lleva el nombre significativo de Christian Rabinovitch, es un próspero judío plenamente asimilado a la sociedad francesa. De manera accidental se topa con una suerte de “doble” que también se apellida Rabinovitch, pero es un judío pobre recién llegado de Rusia. La breve conversación que mantienen en una estación de tren denuncia la ironía del título: nada tienen en común estos presuntos “hermanos” que pertenecen a un mismo pueblo, nada los une. Esa es la antipática conclusión que saca el Rabinovitch acaudalado, quien se considera “un rico burgués, no otra cosa”.

Se ha discutido mucho si la propia Némirovsky podía identificarse con el protagonista del cuento. Sabido es que pertenecía a una familia de judíos rusos no religiosos. Su padre era un directivo bancario más bien ausente que sólo parecía interesado en ganar dinero; la madre, una mujer vanidosa, egoísta y mundana. Tal fue el medio en el que se crió Irène, que de algún modo repitió al casarse en París con Michel Epstein, otro directivo bancario de origen judío, hijo a su vez de un banquero de importancia en la Rusia presoviética.

Ese entorno de vidas vacías y prósperas nutrió su literatura de principio a fin. Sus padres aparecen apenas disimulados en los protagonistas de varias de sus novelas, como la exitosísima David Golder, El baile o El vino de la soledad. Y nunca salen bien parados. La mirada de Némirovsky era tan severa que, tras el éxito de Suite francesa, parte de la crítica internacional, con eje en Estados Unidos, revisó toda su obra previa y llegó al extremo de acusarla de “antisemita” o de judía “vergonzante” que se “odiaba a sí misma”.

CONVERSION

La autora conoció en vida acusaciones similares y siempre las rechazó por absurdas. “¡Yo mismo soy judía y lo digo a todos los que quieran oírlo!”, ironizó en una célebre entrevista de 1930. Sus tramas y personajes no derivaban del prejuicio sino de su experiencia vital. Del mundo que había conocido por dentro, al derecho y al revés.

Con las reservas del caso, y tomando en cuenta el tiempo transcurrido, también podría pensarse que detrás de esa pretendida inquina, se manifestaba la transformación espiritual mucho más profunda que en 1938 llevaría a Némirovsky a dar los primeros pasos para convertirse al catolicismo. En efecto, Irène, su esposo y sus dos hijas fueron recibidos en la Iglesia en febrero de 1939, siete meses antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial.

Por eso, a la hora de discutir sobre identidades, convendría recordar que la escritora que en medio del vendaval de muerte y odio se dedicó a bosquejar el mejor de sus libros, era ya una escritora católica.