Política
Reiterancia: furia y derrotas autoinfligidas
Cuando, después de medio año de ejercicio, el gobierno de Javier Milei se disponía a pasar su primera ley por el Congreso y a enviar por esa vía una señal de estabilidad política a los mercados, una serie de hechos (en buena medida autoinfligidos) renovó el desconcierto, desatando cimbronazos en las expectativas.
Aprender de los fracasos
Encarrilar el trámite de lo que empezó promocionándose como “ley ómnibus” demandó que el Poder Ejecutivo, que había iniciado su performance dando la espalda al Congreso y maltratando a los gobernadores, encontrara una nueva sintonía y admitiera el diálogo y la negociación tanto con los gobernadores como con las oposiciones legislativas, digiriese el recorte del desmesurado texto inicial (los 680 artículos originales quedaron reducidos a la mitad) e hiciese otras concesiones que permitieron incluso, como señaló Guillermo Francos, “mejorar los proyectos”. Después de que se acreditó la aprobación del dictamen que permitirá empezar a debatir en el recinto del Senado la Ley Bases, Francos admitió que “hubiera sido mejor avanzar con leyes más pequeñas y diferenciadas”. Ya convertido en jefe de Gabinete, el funcionario agregó: “Se aprende de los fracasos”. Traducido: hizo falta comprender que el hiperpresidencialismo, el principal motor de la marcha del gobierno, había encontrado un límite y era indispensable articularlo con el aporte y participación de otros actores.
Ya la gran movilización de las universidades había evidenciado, semanas antes, que el gobierno debía refinar sus antenas. A posteriori también se comprobó que podía corregir errores con pragmatismo.
La inflexión que se abría con el encauzamiento de la Ley Bases no era solo ni principalmente “enseñanza de un fracaso”, como sugirió Francos, sino también, en gran medida, subproducto de su definición de prioridades de Milei (derrotar la inflación y el déficit fiscal) así como de haber mostrado capacidad para alcanzar esos objetivos.
En cuanto al fracaso que obligó a corregir la sintonía, consistió en la mala conexión con el sistema político, con los modos oficiales de presentación y el abordaje del proceso de aprobación de la Ley Bases. Como consecuencia se puso de manifiesto la dificultad del gobierno para gobernar, para conseguir la colaboración o la neutralidad del Congreso y, por lo tanto, para ofrecer garantías efectivas y de mayor solidez jurídica a los inversores que es preciso atraer para detener la recesión y crecer enérgicamente.
Créditos y deudas
El Presidente cuenta con un apreciable crédito de la opinión pública doméstica, con cifras que sostienen lo obtenido en el balotaje. Y también cuenta con el aplauso de los inversores potenciales. El rumbo general fijado por Milei es respaldado, aprobado y aplaudido en el exterior, pero la principal asignatura pendiente es mostrar capacidad de gobierno. Le faltan manejo eficiente de instrumentos de poder interno: tanto en materia de gestión como en la capacidad de pasar leyes por el Congreso. Los mercados lo advierten y reaccionan negativamente.
Si la reacción fue más notoria en la última semana (salto de los dólares financieros, alza del riesgo país, reticencia del campo a vender su producción) fue porque -error político- el gobierno no midió bien el significado político de elegir las jubilaciones como principal fuente de la reducción del déficit fiscal. Así como en abril el gobierno tuvo que asimilar el dato de que la defensa de la educación pública es un rasgo que atraviesa a todos los sectores sociales, ahora empieza a sentir que lo mismo ocurre con la protección de los ya menguados ingresos previsionales de siete millones de ancianos, capaz, inclusive, de soldar asociaciones a primera vista inesperadas.
El gobierno consideraba que el descrédito que el kirchnerismo consiguió por mérito propio, sumado a la constante execración que le administra el oficialismo, sus aliados y correveidiles alcanzaba para erigir una muralla sanitaria que evitase contactos cercanos en el Congreso entre el peronismo legislativo y las restantes oposiciones. A partir de ese cálculo, se encerró tercamente en la fórmula de recomposición de las prestaciones jubilatorias que Milei sancionó por un decreto de necesidad y urgencia (que no contempló toda la pérdida ocasionada por la devaluación en los haberes de diciembre-enero) y se negó a negociar con radicales y federales un perfeccionamiento de esa receta. El resultado se registraría inapelablemente en la sesión de Diputados del último martes: con las dos terceras partes de los votantes, el cuerpo aprobó una moción elaborada por radicales, federales y miembros de la Coalición Cívica, retocada y apoyada por el peronismo, que dio media sanción a una mejora incompleta pero razonable de las prestaciones. Esa sanción le provocó al gobierno una derrota legislativa que pudo haber evitado y que agravó la inquietud de los mercados y la incertidumbre sobre la capacidad de gobernar de los libertarios de Milei.
También produjo una recaída en la conducta de Milei: la plácida prosa que expuso el 25 de mayo en Córdoba fue rápidamente dejada de lado tras la derrota en Diputados. Retornaron los improperios y las promesas de vendetta: el Presidente juró que vetará la ley en caso de que el Senado le conceda la media sanción que resta. Las reacciones presidenciales perjudicaron también el trámite de la Ley Bases en el Senado.
¿Es aconsejable vetar?
El hecho de que los Diputados aprobaran la norma con casi los dos tercios del cuerpo (y la probabilidad de que el Senado lo haga con proporciones análogas) a Milei -según se exaltó ante una platea empresaria el miércoles- le “importa tres carajos”. La nueva situación introducía bruscas modificaciones en el paisaje político. Si los ”errores que permiten aprender” le abrieron la puerta de la Jefatura de Gabinete a Guillermo Francos, el ministro político que viene de la política, en lo que se leyó como una señal de apertura al diálogo y al realismo, el cortocircuito de la ley previsional y la acalorada reacción del Presidente entornaron lo que acaba de abrirse. Caminando por un desfiladero, Francos no ha tenido más alternativa que endosar el rechazo vehemente de su jefe a la decisión de la Cámara y dar por sentado que el Presidente recurrirá al veto. Una manera de asegurar que, en tal caso, el Ejecutivo respetaría la decisión del Congreso. Franco establece un límite. Y quizás -más adelante, disimulando que él habla desde la política- incluso intente sugerir al Presidente que, si el Congreso tiene fuerza para reincidir en la ley, vetar no sería una gran idea: ¿para qué acumular una derrota detrás de otra? ¿Sería esa una buena noticia para los inversores potenciales, para los mercados? Son, como señaló el miércoles Carlos Pagni, “problemas que ya no se resuelven con el recurso de agitar el comprensible rencor contra la casta. O insultar al enemigo que corresponde cada día”.
Como un primer ministro
Francos debe también conversar con las oposiciones legislativas, sobre todo con las más receptivas, para evitar que la tensión se acreciente. Su papel, como ministro político pero mucho más como jefe de gabinete, es funcionar como interfase entre el Ejecutivo y el resto de los actores políticos, sociales e institucionales, coordinando más allá de al gabinete al conjunto del sistema político, aproximándose en la práctica a la idea de un primer ministro que Raúl Alfonsín quería introducir a través de la reforma constitucional de 1994.
También tiene que optimizar, además, la gestión del gobierno. Lo que ha quedó a la vista de la crisis que se llevó a su antecesor (sólo una séptima parte de los icebergs se observa en la superficie) es la mala gestión y la excesiva concentración de funciones. Posse controlaba todos los ministerios, se ocupaba de vigilar la firma presidencial, manejaba la inteligencia del país y extendía su dominio a las empresas estatales. La baja velocidad en materia de gestión ha perjudicado la situación de un gobierno en el que al Presidente lo aburren tanto la discusión política como los procedimientos administrativo-burocráticos que supone el manejo del Estado, porque prefiere concentrarse en la economía y en la “batalla cultural”. Pero el Estado, mientras el anarquismo no lo disuelva, reclama atención y trabajo. El ojo del amo engorda el ganado.
Concentrar o descentralizar
El marketing de la motosierra impulsó la disolución de ministerios y, como sucedáneo, la extrema concentración de tareas (para peor, en manos poco experimentadas). El que mucho abarca, poco aprieta: los trámites y nombramientos se demoraban, están aún vacantes decenas de posiciones del organigrama estatal y ahora se comenta que, justamente invocando esa morosidad, algunos ministerios encuentran diagonales litigiosas para contratar o evitar que emigre personal (como al parecer aconteció en el Ministerio de Capital Humano, formidable caso de concentración de funciones que derivó en escándalos y desgasate para su titular, Sandra Pettovello, y para el gobierno en su conjunto).
Francos advirtió que desde la Jefatura de Gabinete impulsará una mayor descentralización para que la gestión de gobierno no pierda agilidad.
La prioridad, entretanto, es recomponer una articulación del sistema de poder y reparar una atmósfera que se ha contaminado con sospechas de ingobernabilidad. Para lo cual conviene dejar de lado los caprichos y adoptar la enseñanza que Saint Exupery puso en boca del rey en El Principito: “Solo hay que pedir a cada uno lo que cada uno puede dar”.