Libros

Refugiados, drama y esperanza

Tránsito

Por Anna Seghers

Nórdica. 290 páginas

Tránsito fue una de las novelas más leídas de la escritora alemana Anna Seghers (1900-1983), un clásico sobre el destino miserable de los refugiados en la Segunda Guerra Mundial que halló nueva significación con los desplazamientos de poblaciones en los más recientes conflictos armados del siglo XXI, en Ucrania y Palestina.

El protagonista -y narrador- de la obra publicada inicialmente en 1944 es un joven alemán que logro escapar dos veces de los nazis: primero en su país en 1937 y luego durante la invasión de Francia de 1940. Se integró entonces al éxodo que marchó hacia el sur huyendo de las divisiones Panzer que sin grandes complicaciones liquidaron en semanas al Ejército galo. Su esperanza de salvación iba a quedar arrinconada en la ciudad portuaria de Marsella.

Pero antes de abandonar París un conocido le pidió un favor: llevar una carta a un misterioso hombre de apellido Weidel. Al cumplir el encargo, el narrador descubre que Weidel, un poeta, se suicidó en el hotel donde se alojaba. De él solo queda un maletín con unas cartas y el manuscrito de una novela, que el narrador se lleva en su huida. Una vez refugiado en Marsella su identidad y la del muerto habrán de confundirse hasta cruzar límites peligrosos.

Su rutina allí será la del resto de los refugiados: peregrinar incansablemente a los consulados extranjeros, gestionar visados y permisos de tránsito, buscar pasajes en navíos con rumbos azarosos y travesías a merced de la guerra planetaria. Frecuentará bares y plazas y se permitirá algún amorío intrascendente hasta que se cruce con Marie, una mujer que podría cambiar el rumbo de su vida (y de la trama).

La novela cuenta una historia atravesada por los caprichos absurdos de la burocracia diplomática y las urgencias vitales de ese “enjambre de sombras” que lo perdieron todo y anhelan empezar de cero en otro continente.

Pero su tono no es solemne ni patético. La mirada del narrador, que bien podría ser la creación de un Céline o un Henry Miller, es cínica, utilitaria y desangelada. Su voz irónica y cruda recuerda la un “pícaro”; toda la novela tiene bastante de picaresca en medio de la tragedia, matizada por ocasionales toques melancólicos o poéticos.

Un ejemplo lo aporta esta definición de Marsella: “Le acompañé al tren nocturno. Bajé la vista desde la estación, situada en un alto, a la ciudad nocturna, tan solo débilmente iluminada por miedo a los aviones. Desde hacía mil años, había sido el último refugio para quienes eran como nosotros, el último albergue de este continente”.

Desde luego que la obra también admite lecturas menos lineales. En la espera agotadora de los refugiados hay un símbolo del transcurrir efímero y precario de los hombres sobre la Tierra; el anhelado “tránsito” hacia otras latitudes alude al paso a la vida eterna. “Siempre me pregunto: ¿cómo serán las cosas allá? ¿Será como aquí? ¿Será distinto?”, inquiere Marie al narrador. “Reinará realmente la paz, como cree mi amigo? ¿Volverá a haber allá un reencuentro? Y si lo hay...¿estarán tan cambiados los que se reencuentren que no será como volver a verse, sino lo que siempre se desea en vano en este mundo: un nuevo comienzo? ¿Un nuevo volver a encontrarse por vez primera con el amado? ¿Qué crees tú?”

Anna Seghers, seudónimo literario de Netty Reiling, vivió una experiencia muy similar a la de los personajes del libro. Miembro de una familia judía, intelectual y comunista, también ella escapó primero de los nazis en Alemania, se refugió en Suiza y luego en Francia y después huyó a Marsella con sus dos hijos cuando la invasión de 1940. Menos afortunado, su esposo fue recluido en un campamento de concentración y sería liberado tiempo más tarde.

Seghers logró partir en 1941 hacia México en el mismo barco en el que emigraron André Breton y Claude Lévi-Strauss. En el país azteca vivió y trabajó hasta 1947 (allí publicó algunas de sus obras más famosas y elogiadas). Regresó a lo que entonces era la República Democrática Alemana, es decir la Alemania comunista, a cuyo régimen sirvió en diferentes cargos de la esfera cultural. Por veinticinco años presidió la Unión de Escritores del país.

Fue una dócil funcionaria estatal aunque se recuerda que alguna vez levantó la voz para defender a un editor acusado de “conspiración contrarrevolucionaria”.