A medida que pasan los años, los hombres vamos necesitando ciertos auxilios, encaminados a suplir otras tantas pérdidas ocasionadas por marchar hacia la ancianidad. Los anteojos vienen a remediar las claudicaciones de la vista, los audífonos suplen la agudeza del oído, el uso de un bastón compensa las vacilaciones al andar, rodilleras y coderas atenúan dolores articulares.
Todo eso sin contar algunos recursos impuestos por la coquetería, pero de los cuales cabe prescindir. Me refiero a pelucas, fajas y potingues destinados a planchar arrugas.
He cumplido 86 años.
Estoy más sordo que un artillero. De modo que he acudido al auxilio de un audífono. Que es de alta calidad y le ha salido una fortuna a mi obra social. Pero me permite oír cosas que hace tiempo había dejado de oír: el ruido del tránsito, el sonido de mis propios pasos, la campanilla del teléfono. Y que le evitan a mi mujer tener que valerse de una especie de pizarra para poner por escrito lo que me quiere decir.
LOS SORDOS
En mi familia materna abundan los sordos. Mi tío abuelo Rodolfo Pirovano, fundador del pueblo de Pirovano en la provincia de Buenos Aires, denominado así en homenaje del padre de Rolo, el gran cirujano Ignacio Pirovano, era sordo como una tapia. Pero leía bien los labios. De modo que, al bajar el sol en su estancia Cume Co, reclamaba: prendan las luces que no oigo.
Hubo en nuestro país sordos ilustres. Sarmiento era duro de oído. De óido, decía mi abuela. Manuel Gálvez no oía ni medio. Y se cuenta que, en una reunión, tuvo un altercado con otro escritor, quizá Martínez Zuviría, Hugo Wast, para finalizar el cual se metió en el bolsillo una trompetilla que usaba para oír mejor. Y su contendiente se puso de rodillas, insultando al bolsillo del pantalón de Gálvez. Tambiér era sordo Juan Bautista Thorne, que perdió el oído a raíz del estruendo de los cañonazos en el combate de La Vuelta de Obligado. Donde Thorne estaba a cargo de una batería. En virtud de lo cual se pasó a denominarlo