Frecuentado por el periodismo, respetado por la crítica y celebrado por los lectores, Eduardo Sacheri se animó en su última novela, Nosotros dos en la tormenta, a desafiar un tabú que hasta hace poco era inabordable en el ambiente cultural argentino. Con más razón si lo intentaba uno de los autores más populares del medio, dueño de éxitos rotundos en las librerías que en un par de casos arrastraron ese triunfo a las pantallas locales y hasta internacionales.
El tabú es el accionar de las bandas guerrilleras de izquierda en la década de 1970, su violencia y sus crímenes. Y Sacheri tenía plena conciencia de su poder intimidatorio, a juzgar por el contenido de las numerosas entrevistas que concedió tras la publicación del libro. En todas ellas reclamó, con prudencia y firmeza, la libertad de escribir sobre ese tema “incómodo” por fuera de las versiones establecidas que pretenden imponer una única mirada respecto de aquellos años terribles.
“Es un tema incómodo para mucha gente —declaró a Infobae—. Y no me parece que esa incomodidad deba traducirse en silencio. Me parece que las incomodidades es mejor transitarlas hablando, no haciendo silencio... Porque si, como antes se decía ‘curarse en salud’, si nos curamos en solemnidad, me parece que no está bueno no mirar y decir: ‘Mejor de esto no hablemos’. No, hablemos de todo”.
Algunos entrevistadores parecieron comprenderlo; otros plantearon las previsibles objeciones de los custodios de la historia oficial de los ‘70. Frente a los segundos Sacheri debió aclarar que no sostiene la prohibida “teoría de los dos demonios”, justificar que la novela transcurra en el “polémico” 1975 y no en el obligatorio 1976, y hasta explicar por qué en su libro incluye palabras como “secuestro” o hace circular algún Ford Falcon, ya que según expresó un periodista de la agencia Télam, tanto la palabra como el vehículo son “términos que en otras novelas o historias se usan para los militares”.
Ese tipo de diálogos absurdos indican que las prevenciones de Sacheri estaban plenamente justificadas. Y realzan el esfuerzo, no exento de valentía, con el que se abocó a una empresa literaria en la que tenía (casi) todo para perder.
En efecto, Nosotros dos en la tormenta (Alfaguara, 480 páginas) transcurre a lo largo de 1975, y sus cuatro partes corresponden a las cuatro estaciones del año, desde el otoño al principio del verano. El escenario es la zona oeste del gran Buenos Aires, en especial la localidad de Castelar. Sus protagonistas son, según sus “nombres de guerra”, Ernesto, integrante del ERP, y Antonio, miembro de Montoneros. Amigos de la infancia que ahora, cuando pueden, vuelven a encontrarse para comer una pizza, recordar buenos momentos y compartir algunas dudas. Un narrador en tercera persona y con estilo indirecto libre sigue sus destinos en relatos paralelos que cada tanto se entrecruzan.
ENCUADRADOS
Ernesto está clandestino y Antonio tiene un pie en cada lado de la legalidad. Sus vidas se encuentran absorbidas por la militancia revolucionaria, como parte de una “guerra popular prolongada” que deberá llevarlos a la inminente toma del poder y a la implantación del socialismo.
Cada uno en su “célula” respectiva planifica y participa de “ajusticiamientos” (es decir, asesinatos), “expropiaciones” (robos o secuestros extorsivos), actos de “propaganda armada” o colocaciones de “caños” (atentados con bombas). Ninguno de los dos es un oficial de alto rango, más bien se trata de “combatientes comunes y corrientes” con poca experiencia. Y pese a algunas dudas y vacilaciones, los dos respetan la férrea estructura jerárquica de las “organizaciones” a las que pertenecen, que es una copia de la del Ejército Argentino al que se proponen aniquilar.
Pero alternándolas en breves capítulos el narrador omnisciente cuenta otras historias de vida que amplían los puntos de vista. Un mismo hecho se ve desde la mirada de los agresores revolucionarios pero también se agrega la perspectiva de las víctimas, con su desconcierto y terror al verse sacudidos por una violencia fuera de toda proporción.
Y hay algo más: la visión de los parientes de los guerrilleros. En concreto la del padre del militante del ERP, un comerciante al borde de los 70 años, pacífico y “pequeño-burgués” (para usar la terminología de la época), el único personaje que en los capítulos que le tocan se expresa en primera persona.
El hombre sabe en qué “anda” su hijo único y sufre como un endemoniado por eso pero trata de ocultar su preocupación para no perder el contacto esporádico que sigue manteniendo con un joven que cada día parece tentar a la muerte. Este es el aporte más original (y el más conmovedor) del libro, que debe el título a la cercanía de ese vínculo familiar.
En la novela los padres tienen un papel central, al punto de que su segundo tema bien podría ser el de la paternidad, o el de la relación entre padres e hijos en aquella época enloquecida.
Apegado al momento histórico, el autor pinta a esos hombres, no sin cierta nostalgia, como lo que realmente eran: los jefes de familia, los proveedores, los protectores y los que debían cargar con las responsabilidades más crudas y demandantes. Aparecen encarnados en al menos tres de los personajes principales a quienes la violencia guerrillera como mínimo les trastorna la vida.
Con pleno sentido común, Sacheri eligió acercarse al drama de los ‘70 por la vía de la gente más sencilla y sus “serenas simetrías de lo cotidiano”. Familias de barrio, pequeños comerciantes o empresarios, profesores, amas de casa, estudiantes secundarios o universitarios. Ese es el elenco humano que integra la novela: no los grandes personajes ni las figuras históricas.
La intención es obvia aunque no se la exprese en ninguna página: llevar al nivel más básico posible la comprensión del efecto que hace medio siglo tuvieron, en personas concretas y de carne y hueso, el fanatismo ideológico y el desalmado culto de la violencia y las armas.
INVESTIGACION
En esto Nosotros dos en la tormenta sigue el ejemplo de Patria (2016), la magnífica novela de Fernando Aramburu que hizo la misma operación literaria con el terrorismo de ETA.
Los puntos en común entre ambas obras son evidentes sin que ello implique un demérito para el argentino ya que los fenómenos que retratan son comparables y la época es, en líneas generales, la misma. Faltaba que alguien en nuestra literatura ensayara un trabajo de un calibre semejante. Sacheri lo intentó y el resultado fue una novela intensa, ágil, emotiva y fiel a la historia vivida y documentada.
En la primera página el autor aclara que el libro “es fruto, entre otras cosas, de un laborioso trabajo de investigación bibliográfica que llevé a cabo durante varios años”. La lectura confirma el aserto. Con pequeñas pinceladas bien aplicadas, los años ‘70 reviven en sus páginas. También es acertada la inmersión en el perturbador universo de las bandas guerrilleras, con su lenguaje pomposo y eufemístico (“Las palabras son importantes. Tienen su peso. Hacen su magia”, reconoce el montonero Antonio), sus estructuras, su rigidez mental, sus jerarquías, sus rituales y formalismos.
En cambio puede objetarse que los combatientes de la guerrilla, salvo una excepción, aparecen unidimensionales en su idealismo granítico: no hay en estos jóvenes venalidad, torpeza o delirio. Son fríos, cerebrales, metódicos, serios y profesionales. El mayor defecto que llega a exhibir uno de ellos, según los cánones de una “organización político militar”, es atreverse a dudar y a hacerse preguntas inconvenientes (que luego, claro, no formula en público).
La novela, además, funciona como una suerte de mapa, en pequeña escala, de aquel tiempo de terror. Los personajes y la trama, reducidos al mínimo, quedan a veces como mero símbolos o representaciones desgajadas del proceso histórico general, al que se divisa a lo lejos, como una montaña distante. (Apenas un puñado de figuras políticas reales aparecen mencionadas por su nombre).
Pero no puede decirse que la novela, entendida como artificio literario, falte a la verdad histórica. Más bien todo lo contrario. A su manera ficcional Nosotros dos en la tormenta restituye una parte indudable de esa verdad que hasta ahora había permanecido sumergida por la ideología y las conveniencias de lo “políticamente correcto”. De ahí las entrevistas insidiosas al autor; de ahí las preguntas que no buscan esclarecer sino intimidar y reforzar el único “relato” permitido sobre los años ‘70, el “relato” que no debe cuestionarse ni mucho menos completarse.