Opinión
Acuarelas porteñas

Oda al mozo tradicional


Hace años me propuse componer una oda al mozo gallego. Tiempo transcurrido, inmediatismo y probablemente falta de verdadera inspiración la fueron postponiendo. He ahí que ahora haya preferido redactar estas líneas menos pretenciosas pero tan ciertas referidas a esos profesionales -diría- entendiendo su patronímico regional como el de españoles en general, según el más afectuoso modo argentino.

Acaba de provocar esta decisión un viaje que me ha permitido confrontar con mozos de distintos países: con escasísimas excepciones, no han hecho sino ahondar mi añoranza por aquellos casi desaparecidos gallegos de nuestra juventud porteña. Y aquí un paréntesis para recordar a los también gallegos del Colegio. Ahí, como en la mayoría de las dependencias de la Universidad de Buenos Aires, casi todos los ordenanzas eran inicialmente de ese origen y así se los seguía llamando después con el apelativo general, que signaba su oficio aunque hubieran nacido en Tucumán, en Jujuy o en Santa Cruz.

He usado a propósito la expresión “confrontar” porque hoy la relación con los mozos, de cualquier nacionalidad y en cualquier parte -mismo en nuestro país y entre nosotros-, es una suerte de enfrentamiento entre “¿Qué me querrá pedir?” y “¿Qué me irá a traer?”, independiente de cuál sea el idioma del intercambio y su dominio. Después suelen venir las presuntamente específicas pero confusas explicaciones sobre los platos, que con frecuencia terminan en un “It’s my favorite” como definitiva sentencia ponderativa de alguien cuya capacitación gustativa – es obvio- el cliente ignora.

Otro rasgo común internacional es la capacidad de los mozos actuales para marchar con la mirada fija en el infinito aunque transcurran por entre las mesas, de modo de nunca estar atentos a los diferentes gestos de llamada que pudiera permitirnos la discreción de parroquianos. Claro, uno se cuida hoy de proferir el estentóreo “¡Mozo!” con que correría riesgo de ofender su condición de trabajadores gastronómicos.

Después, para ir terminando con los signos y síntomas universales, llegan los papelitos donde vaya a saber cómo apuntan pedidos que, así y todo, suelen confundirse bastante. Cierra la función un “¿Todo bien?” que, traducido, es inexorable insinuación a levantarnos para dejar el lugar libre en presunto honor a la eficiencia de la casa.

Y que, cuando no respondemos con prontitud, implica casi contar con una suerte de comensal más -en particular si se trata de mozas norteamericanas o sus discípulas- que, de pie, monta silente guardia hasta nuestra partida. No obstante, convengamos, todo tiende gratamente a disiparse cuando, por lo menos en Buenos Aires, nos despiden llamándonos “chicos” aunque estemos “más cerca del arpa que de la guitarra”.

¡Cómo no añorar entonces a ese verdadero artesano de lo suyo que era el mozo que nos atendía con igual calidad en el más importante restaurant o en el más modesto café! ¡Cuánta nostalgia ante lo que entonces se tenía por corriente!

Cuidadoso hasta el colmo del pudor por la intimidad del cliente, nunca percibía uno sobre sí la mirada del mozo gallego. Y, sin embargo, él estaba atento al menor signo para acercarse a cumplir con un pedido.

Jamás una anotación, por larga y variada que resultase la mesa. Y aún así el preciso acierto era lo habitual. Como lo era su silencioso perfil junto al mostrador -un pie o el otro alternativamente cruzados en posición de descanso por tantas horas de sometimiento laboral a esas plantas anatómica y genéticamente castigadas-, serio, ocupado en una tarea que se ejercía con naturalidad no privada de cierto orgullo.

Dicho en otros términos: la dignidad, hoy escasa, del hombre que se sabe poner en su lugar.