POR ABEL POSSE (*)
Recuerde, lector: Pierina De Alessi, los donativos y colectas en las oficinas, el postre Malvinas, las señoras de Barrio Norte tejiendo los pulóveres marciales, aquellos gritos en las redacciones y en los cafés cuando se hundia al Sheffield o a algún otro exponente de la "perfidia inglesa". Malvinas fue el único grito que superó al de algún gol de Maradona en el Mundial. Se aclamó a Galtieri en la Plaza de Mayo y fuera de ella. El acto de fuerza juscticiera y nacional se sobrepuso a la conducción de una dictadura cuya "guerra antisubversiva" también fue aprobada tácita o expresamente por una mayoría significativa. En todo caso, en aquellos días esto no frenó el entusiasmo y la cohesión nacional. Hoy, dada nuestra doblez, resulta difícil recordar que nuestra explosión fue de país sano y fuerte. Una reacción honestamente patriótica que dejaba en el plano secundario la ilegitimidad esencial del poder. Habría que ser muy hipócrita para fingir olvido de aquél entusiasmo nacional, unánime y unitivo y desentendernos de la derrota atribuyendo el resultado al general Galtieri como el autor de una travesura.
En Stalingrado, tal vez la batalla más dura de la Historia, dos ejércitos lucharon durante semanas, sin pensar que uno estaba mandado por Stalin y el otro por Hitler. La patria reclama el heroismo siempre.
Pronto la fiesta de la guerra viró en contra de nuestra inexperiencia. La táctica diplomática de "las tres banderas" era una sutileza inaplicable para nuestra euforia de advenedizos de la azar bélico.
Nuestros pilotos navales y de la aeronáutica conmovieron al mundo con sus proezas. Pero el aparato de conducción militar siguió estúpidamente dividido. El comandante en las islas que había jurado vencer o morir terminó rindiéndose. Los ingleses habían conseguido de los norteamericanos el arma clave para acabar en horas con nuestra aeronáutica. El hundimiento del Belgrano por un submarino nuclear puso en evidencia nuestra endeblez e indecisión en el arma naval. Este hecho concluyó con las esperanzas de soluciones diplomáticas. (Los ingleses demostraban que siguen a Churchill: en la guerra, determinación...)
Después, la enfermedad argentina: dicen avergonzarse de semejante hecho, lloran oblicuamente y fuera de fecha a sus muertos, descubren que los gobernantes eran de facto y dictadores. Se olvidan minuciosamente de aquel fervor... Es la Argentina pequeña, incapaz de concederles la palabra gloria a sus muertos por la Patria. Tan eufóricos en aquellas victorias como ambiguos despúes, en la derrota. Lo más grave del episodio Malvinas no es haber perdido lo que con el tiempo sólo será una batalla, sino la enfermedad de no saber defender lo que hicimos con la frente alta y con júbilo de convencidos de una verdad histórica y casi andar susurrando disculpas a los usurpadores, los enemigos...
(*) Novelista y diplomático.