Hace cuatro décadas, en su edición del 20 de mayo de 1979, La Prensa reflejaba con el título “Llegada de Muhammad Alì” un hecho quizás mínimo en la historia de uno de los boxeadores más grandes de todos los tiempos, pero que bien sirve para recuperar de los polvorientos archivos algunas de las hazañas de ese hombre en el que se conjugaban una figura colosal del deporte, un activista político y un personaje mediático que haría envidiar a muchos que hoy suspiran por un segundo de fama en los medios de comunicación.
En la nota que informaba sobre el desembarco en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza de ese hombre nacido el 17 de enero de 1942 bajo el nombre de Cassius Marcellus Clay aparece una foto que reunía al ilustre visitante con algunas de las máximas figuras del pugilismo de nuestro país, tales los casos de los campeones mundiales Horacio Accavallo, Nicolino Locche (El Intocable) y Víctor Emilio Galìndez, junto con el célebre promotor Juan Carlos Tito Lectoure. Por esos días, Alì se preparaba para anunciar su adiós del boxeo luego de una carrera en la que había generado tanta gloria como polémica. Dentro y fuera de los cuadriláteros.
El entonces ex campeón mundial de los pesos pesados arribó a nuestro país invitado por Canal 13 y por la revista El Gráfico, que, para celebrar su 60º aniversario, organizó ese cónclave entre Alì y algunos de los púgiles argentinos más destacados para entregarle un premio que llevaba el nombre de esa prestigiosa publicación, conocida como La Biblia del deporte y que hoy subsiste sólo en un formato digital que no le hace honor a su extraordinaria vida en papel.
Alì aprovechó esa visita para subirse por única vez a ring del Luna Park, el mítico escenario del boxeo argentino. Pero no lo hizo para dar cátedra, sino para ganarse los aplausos de los espectadores que habían llegado para ver la pelea en la que el chubutense Juan Domingo Malvárez defendió con éxito su título argentino y sudamericano pluma contra el salteño Hipólito Núñez. Un rato antes del combate, el otrora rey de todos los pesos lanzó unos golpes en un simpático simulacro contra El Intocable Locche, ambos vestidos con elegantes trajes que los alejaban bastante de sus veladas de esplendor como figuras del deporte de los puños.
En aquella ocasión también habían estado Miguel Castellini, Hugo Corro y Miguel Angel Cuello, con quienes se completaba un sexteto de campeones mundiales argentinos, como para dejar en claro que lo más distinguido del boxeo local (sólo faltaban Pascual Pérez, fallecido dos años antes, y el fantástico Carlos Monzón, quien recientemente le había puesto fin a su magnífica campaña) se congregaba para ser parte del espectáculo que significaba tener a Alì en Buenos Aires.
Esa fue su segundo y último paso por estas latitudes. Había venido en noviembre de 1971, pocos meses después de haber regresado a la actividad luego de un insólito paréntesis de 43 meses impuesto por haberse negado a que lo reclutaran para la guerra de Vietnam. En aquella oportunidad llegó con el auspicio de Canal 9 y de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM) en una gira promocional que incluía una exhibición en la cancha de Atlanta contra el argentino Miguel Angel Páez, con quien terminó protagonizando un deslucido acto que era casi una parodia de lo que el gran campeón estaba acostumbrado a brindar y que finalizó con otros cinco rounds frente al sparring estadounidense James Sumerville.
La presentación en Villa Crespo se dio en medio de una apretada agenda que en 48 horas incluyó una aparición en el programa Los 12 del Signo, que conducía el astrólogo Horangel en la emisora de Alejandro Romay, y un asado con el líder de la Confederación General del Trabajo (CGT), José Ignacio Rucci, en los fondos de una fábrica en Lanús, adonde llegó de la mano del empresario Lorenzo Spadone. A la mesa también se sentaron Lorenzo Miguel, histórico dirigente de la UOM, y Carlos Spadone, en esos días director de la revista Las Bases, órgano oficial del Movimiento Nacional Justicialista, entre otros comensales.
EL BOXEADOR, EL MITO
Sus dos excursiones por la tierra del colectivo, la birome y el dulce de leche son insignificantes en la legendaria vida de Muhammad Alí, pero representan excusas ideales para evocarla. Todo comenzó en Louisville, Kentucky, donde nació en un hogar de clase media baja que le permitió terminar sus estudios secundarios, algo extraño en ese entonces para la población negra de los Estados Unidos.
El joven Clay sufrió uno de sus primeros desengaños en 1954, con apenas 12 años, cuando le robaron su bicicleta y no logró que el policía al que acudió en busca de ayuda le diera una respuesta satisfactoria. Lo único que Joe Martin -tal su nombre- pudo hacer fue sugerirle que aprendiera a defenderse por sí mismo. Se juró que ningún hombre lo pondría en ridículo nuevamente y empezó a practicar boxeo, justamente por consejo de ese oficial.
Esa azarosa unión con el deporte fue forjando la estampa de un boxeador con un estilo único. Ya en ese momento peleaba en puntas de pie, moviéndose graciosamente con sutiles giros que transformaban en grotescos fiascos los intentos de sus rivales por pegarle. El 3 de septiembre de 1960, Clay ganó la medalla dorada de los semipesados en los Juegos Olímpicos de Roma al imponerse por puntos al polaco Zbigniew Pietrzykowski. Regresó a su país cubierto de oro, pero la felicidad duró lo mismo que la luz de un fósforo: no era una buena época para ser un hombre de color en los Estados Unidos. No le permitieron ingresar en una cafetería y, furioso, lanzó la presea a las aguas de un río.
Más allá de su ira, su talento no había pasado inadvertido y poco después de su éxito en Roma un grupo de patrocinadores decidió financiar su carrera a cambio de un salario mensual de diez mil dólares. A las órdenes del que luego sería el entrenador de toda su vida, Angel Dundee, la joven esperanza negra del boxeo norteamericano se fue haciendo un nombre.
En su debut como profesional, el 29 de octubre del ´60, le ganó por puntos a Tony Hunsacker. Dos años más tarde, en su primera vez en el Madison Square Garden, de Nueva York, dio cuenta de Sonny Banks, un noqueador oriundo de Detroit que lo tiró en el asalto inicial, pero que terminó siendo víctima de los puños de acero de Clay en el cuarto round.
Rápidamente fue dándole forma a una personalidad extravagante que lo hacía recorrer las calles en un lujoso Cadillac y escribir poesías. Su imagen parecía inadecuada para lo que se esperaba de un futuro campeón de los pesos pesados. El monarca de la categoría era Sonny Liston, un negro ex convicto de escasa cultura que apenas podía hablar con monosílabos y que parecía demasiado primitivo en comparación con el joven Clay. Liston era un pegador brutal y su aspecto era el de un pandillero listo para asesinar a quien osara hacerlo enojar.
Después de burlarse sin piedad de su adversario en los días previos al combate diciendo “yo soy el campeón, él es una chuleta”, el 25 de febrero de 1964 Clay le dio una paliza feroz que obligó a Liston a ceder el título abandonando en el séptimo round. Al día siguiente, dejaba de existir Cassius Marcellus Clay y nacía Muhammad Alì. El flamante campeón del mundo cambiaba su nombre, influenciado por Malcom X -activista por los derechos de los negros-, y se unía a los Musulmanes Negros, un grupo religioso radical que políticamente se oponía a las leyes de supremacía blanca.
Dejaba atrás lo que él sentía como su pasado como descendiente de esclavos y, en épocas de la revolución liderada por Martin Luther King, Alì exigía ser respetado como hombre de color y, especialmente, como hombre libre. Se transformó en un activista furioso del Islam y lanzaba encendidas proclamas contra la explotación de los negros.
El 25 de mayo de 1965 volvió a dar cuenta de Liston en una pelea que duró apenas unos minutos y que enojó al propio Alì cuando el ex campeón se dejó caer luego del primer golpe. “Levántate. Nadie nos va a creer esto”, dijo enfurecido el nuevo rey de los pesados.
Con el argumento de ser un ministro religioso de los Musulmanes Negros, el 23 de agosto de 1966 pidió que lo exceptuaran del servicio militar en plena guerra de Vietnam. “Ustedes quieren hacerme ir a pelear en una guerra contra gente de la que no sé nada. Ustedes quieren hacerme ir a liberar a otro pueblo cuando mi propio pueblo no tiene libertad en casa… Ningún vietcong me ha dicho nigger (término peyorativo para referirse a los negros)”, vociferaba Alì.
En realidad, los altos mandos estadounidenses deseaban enviarlo a Vietnam más como un modo de entretener a las tropas que para depositarlo en el frente de batalla. Pero la virulencia de las proclamas antibelicistas del campeón calaron muy hondo en la sociedad de su país y el 20 de junio de 1967 el juez Joe Ingraham lo encontró culpable de evadir el reclutamiento y lo condenó a cinco años de prisión, le fijó una multa de diez mil dólares y, por si fuera poco, le retiraron la licencia de boxeador y lo despojaron de su título.
Cuarenta y tres meses pasó Alì fuera de los rings. En ese tiempo sus ingresos se redujeron a aparecer en avisos publicitarios, dar conferencias a cambio de 2.500 dólares, cobrar por adelantado los derechos de su autobiografía y hasta debutar como actor en Broadway. Recién en 1970 una corte federal le devolvió la autorización para retomar su carrera boxística. El 26 de octubre regresó con una victoria por nocaut contra Jerry Quarry.
El 7de diciembre, en el Madison Square Garden de Nueva York, Alì se topó con un boxeador valiente y de puños de hierro que, además, disfrutaba de actuar ante las cámaras como él. Se trataba de Oscar Natalio Bonavena, Ringo, ese muchachote de Parque de los Patricios que se atrevió a reírse del estadounidense diciéndole en un inglés de las Pampas que era una gallina porque no había ido a la guerra y que era feo, algo que irritaba mucho a un vanidoso extremo como Alì.
El combate fue feroz. Ringo dominó la primera parte y derrochando guapeza tuvo al estadounidense al borde del nocaut. Alì sobrevivió escapando con sus piernas rápidas y soportando el duro castigo que le propinaban. Por supuesto él también le pegó mucho al argentino. Furioso por las burlas que recibió, pronosticó que masacraría a Ringo y que lo vencería en el noveno asalto. Pero recién en el último round, el 15º, consiguió doblegarlo y ganarle por nocaut luego de haberle hecho besar la lona a Ringo tres veces en esos minutos finales.
Alì sentía que le faltaba la corona de la que lo habían despojado e intentó recuperarla el 8 de marzo de 1971. No pudo con Joe Frazier, un boxeador de ataque desbocado que no poseía la calidad de su rival y al que muchos presentaban como un norteamericano que no se habría rehusado a defender a su país. Frazier ganó por puntos en un cruento combate y retuvo su cetro.
Si bien tuvo una victoria personal cuando el 18 de junio de 1971 la Corte Suprema de los Estados Unidos lo absolvió del cargo de desertor, para Alì la reivindicación definitiva llegaría cuando volviera a ser el rey de los pesados.
En 1973 perdió una pelea salvaje con Ken Norton, quien lo venció por puntos y le fracturó la mandíbula. El 28 de enero de 1974 se topó otra vez con Frazier, pero esta vez se impuso por puntos en otra batalla bestial.
Pero todavía no era campeón porque el título estaba en poder de George Foreman, otro fuerte pegador que además era bien visto por un público que todavía se empecinaba en distinguir entre negros buenos y negros malos. El 30 de octubre de ese año en Kinshasa, Zaire, Ali reconquistó la corona que le habían arrebatado. Fue una pelea enmarcada en un espectáculo mediático de los que tanto disfrutaba en sus días de esplendor y en el intento del dictador Mobutu de promocionar su país y su régimen, que se extendió durante tres décadas y le permitió enriquecerse escandalosamente.
Foreman era el peor rival posible para un Alì que a los 32 años no parecía en forma para soportar los duros golpes de un adversario más fuerte y joven que él. Angel Dundee, su eterno entrenador, lo preparó para resistir el castigo de un hombre acostumbrado a dar y recibir hasta barrer a su contrincante. El aspirante al título aguantó una y otra vez las arremetidas furiosas del campeón durante siete rounds. Escapó cuanto pudo gracias a la velocidad y ligereza que aún le quedaban a sus inigualables piernas y en el octavo asalto derrumbó a Foreman para recuperar su corona en una pelea tan épica como inolvidable.
Un año después se encontró por última vez con Frazier, en Manila, donde ganó únicamente porque consiguió levantarse de su banco en el rincón, algo que su antiguo rival no pudo después de 14 rounds impiadosos.
El ocaso empezaba a amenazar la carrera del gran campeón. El 15 de febrero de 1978 Leon Spinks le quitó el título al superarlo por puntos. Lo reconquistó en la revancha exactamente nueve meses más tarde y el 27 de junio del `79, poco después de su última visita a Buenos Aires, anunció su despedida del boxeo como campeón reinante.
La verdad es que carecía de gran parte de la gracia que mostraba sobre el ring. Su cuerpo ya no lucía tan majestuoso y había perdido la velocidad del pasado glorioso. Así y todo decidió regresar y el 2 de octubre de 1980 su antiguo sparring Larry Holmes lo derrotó por nocaut técnico en el undécimo round. Era un final poco decoroso para un fantástico púgil, pero Alì insistía en engañarse. Protagonizó otro fugaz retorno el 11 de diciembre de 1981, cuando cayó a manos de Trevor Berbick en el capítulo final de una carrera que estadísticamente se resume en 56 victorias (37 por nocaut) y cinco derrotas.
No sólo había dejado de ser el gran campeón, sino que se vio obligado a enfrenar a un oponente del que no podría librarse: en 1984 le diagnosticaron mal de Parkinson. El 20 de julio de 1996, un Alì que se antojaba un hombre consumido por su enfermedad y poco se parecía al magnífico boxeador de otros tiempos encendió la llama en los Juegos de Atlanta. En una suerte de reconciliación definitiva con el Comité Olímpico Internacional, el 3 de agosto de ese año el presidente de ese organismo, Juan Antonio Samaranch, le entregó una medalla similar a la que había ganado en Roma 1960 y que descansaba en las aguas de aquel río al que la lanzó furioso por ser discriminado.
Instaurado como ícono del deporte mundial, Muhammad Alì murió el 3 de junio de 2016, a los 74 años, en un hospital de Phoenix, Arizona, al que había ingresado por problemas respiratorios.
“Soy el más rápido, el más rudo y el más lindo”, solía decir de sí mismo. Pero quizás quien mejor lo describió como artista del boxeo fue un fanático de ese deporte como el escritor Norman Mailer, autor de éxitos como Los desnudos y los muertos y La canción del verdugo y que inmortalizó la pelea Alì-Foreman en El combate, cuando resumió: “Clay sabía cómo trabajar sobre la vanidad de los otros, cómo hacerlos sentir ridículos y, por lo tanto, forzarlos a cometer errores cruciales. Clay sabía que un peleador que había sido atado psicológicamente antes de subir al ring, ya había perdido la mitad, tres cuartos, no toda la pelea…”. Mailer no decía que ese resto de la contienda dependía nada más y nada menos que de Alí, un boxeador espectacular e implacable.