‘Café Central’, de Mario Diament. Dirección: Daniel Marcove. Escenografía: Héctor Calmet. Iluminación: Miguel Morales. Vestuario: Daniela Taiana. Actores: Amanda Bond, Mariano Engel, Beni Gentilini, Rocco Gioa, Alejo Mango, Lucas Matey, Gabriel Nicola, Mauro J. Pérez, Toto Salinas, Nacho Stamati, Camila Truyol, Marcos Woinski. Los domingos a las 18 en El Tinglado (Mario Bravo 948).
‘Café Central’, escrita por Mario Diament y dirigida por Daniel Marcove, transcurre en una Viena que ya no es ciudad sino presagio: una Viena intelectual, neurótica, agrietada. Que respira por última vez. Esa ciudad, como bien sostuvieron Janik y Toulmin, los historiadores que leyeron a Wittgenstein fuera de la excepción intempestiva, y lo vieron como una figura disonante en el consenso intelectual de su tiempo, una figura límite de la modernidad austrohúngara, cuya vida y escritos trazan el borde entre la lógica y el abismo, no es apenas un contexto histórico sino una figura hermenéutica: una constelación cultural donde el arte, la política y el pensamiento se entreveran en un mismo movimiento de crisis y euforia. Y en ese clima entre 1913 y 1933 se sitúa esta obra.
En el centro de esa vida cultural intensa, el Café Central no se limita a mero escenario: funciona como espacio de elaboración simbólica y confrontación intelectual. Fundado en 1876, se convirtió en lugar de reunión de escritores, pensadores y exiliados; un ágora donde la palabra fijaba posiciones, trazaba afinidades y sellaba rupturas.
HABITUES
Allí, en la ficción de la obra, Trotsky aparece como un revolucionario en tránsito, instalado en Viena tras sucesivas expulsiones por su actividad política. Efectivamente, entre 1907 y 1914 residió en la capital austríaca, donde compartió ámbitos de sociabilidad intelectual con otros exiliados: cafés, redacciones y bibliotecas funcionaban como laboratorios de ideas. En ese contexto, dirigió una publicación llamada Pravda (‘Verdad’), orientada a los trabajadores rusos del exterior y sostenida por una perspectiva internacionalista, contraria a las divisiones entre mencheviques y bolcheviques. En sus páginas intervenía sobre la coyuntura rusa, polemizaba con Lenin y delineaba una idea de revolución concebida como proceso continental.
Adler aparece como alguien que todavía cree en una forma de reparación: su psicología desplaza el conflicto del interior del sujeto a la relación con los otros. Freud trabaja con lo reprimido; Adler, con lo que busca afirmarse.
Muy cerca en el tiempo, pero lejos en intención, Kraus escribe como si cada palabra pudiera delatar una mentira. Editor de Die Fackel, ataca sin pausa los discursos públicos: los automatismos de la prensa, la retórica vacía del Parlamento, los modos burocráticos de nombrar lo que no se quiere ver.
Altenberg, en cambio, no polemiza. Observa. Escribe escenas breves donde algo se desajusta: un gesto que no se completa, un saludo que llega tarde, una frase que se pierde. En sus textos no hay sistema ni denuncia, pero sí una forma de percibir cómo se deshilacha lo cotidiano. En la obra, esos modos de mirar y de hablar no se explican: están ahí, al borde de la escena. En ese clima, el ocio burgués coexistía con la agitación ideológica, y la conversación adquiría peso político. La fama del café no residía en sus vitrales ni en su repostería sino en el murmullo persistente de una historia que se condensaba en discusiones. Ese rumor lo convirtió en mito. Es en espacios como este donde se forjó el mito de la Viena de entreguerras: una ciudad marcada por la disolución del orden imperial, que transformó la inestabilidad política y el escepticismo intelectual en formas refinadas de conversación, ironía y estilo.
DESPLAZADO
Y luego está Wittgenstein. No discute, apenas habla. Escucha, mide, interrumpe. Cada una de sus frases parece haber sido dicha antes, en otro plano, y haber encontrado aquí su eco involuntario. No busca convencer ni responder: señala, delimita, corta. La puesta lo muestra desplazado, como si no perteneciera del todo al mundo que habita, aunque proviene de su núcleo más cerrado. Heredero de una de las fortunas más grandes del Imperio, arrastra esa condición como una carga. Ya se intuye la renuncia: dejar la vida universitaria, abandonar Viena, y pasar algunos años como maestro en una escuela rural. Allí impone una pedagogía áspera y obsesiva, donde exige por igual a niñas y varones, pero también castiga con la misma dureza. Su experiencia termina abruptamente tras golpear a un alumno -el llamado “incidente Haidbauer”- y dejarlo inconsciente.
En escena, su relación con Kraus no se explicita, pero flota como un parentesco distante: uno desarma el lenguaje desde el exceso; el otro, desde el borde del silencio. Ambos parecen escribir contra el mundo, aunque ninguno termina de salirse de él.
La presencia de un joven Hitler en el espacio donde se debatía el porvenir de Europa funciona como una condensación brutal del siglo XX.
ESPACIALIDAD
Si en la superficie de la obra se despliega el juego erudito de los nombres -Trotsky, Wittgenstein, Freud, Kraus-, es en la puesta en escena donde esas presencias cobran espesor dramático. La dirección de Daniel Marcove opta por una espacialidad abierta que rompe con la frontalidad habitual: los personajes ingresan desde la platea, se deslizan entre las butacas, dialogan en el borde del escenario y lo desbordan, desplazando así la distinción entre escena y sala. Esta operación no busca integrar al público sino interpelarlo. Al eliminar la distancia tradicional, el Café Central se afirma como espacio de circulación ideológica, de confrontación visible entre cuerpos, discursos y memorias en pugna.
En ese desplazamiento escénico, los vínculos entre los personajes organizan el conflicto central. Las discusiones no se inscriben únicamente en el plano ideológico o doctrinario; encarnan posiciones subjetivas, formas de estar en el mundo.
Entre las figuras que orbitan ese espacio, Stalin introduce una tonalidad distinta. A diferencia de Trotsky, que ya fue abordado como exiliado y publicista en la Viena anterior a la guerra, Stalin no estuvo documentadamente en el Café Central. Su inclusión es una licencia que permite materializar un antagonismo latente. La puesta lo muestra con una gestualidad opaca, rígida, casi militar: es menos un interlocutor que un poder que se instala.
El contraste con Trotsky no se resuelve en el debate sobre la revolución, sino que se expone en la diferencia corporal, en la economía de gestos y en la intensidad opuesta de sus modos de hablar. El futuro violento de esa relación histórica se insinúa en la manera en que la escena reprime el estallido, como si la historia estuviera al borde de ocurrir.
En otra mesa, Alma Mahler -compositora y viuda de Gustav Mahler- y Oskar Kokoschka -pintor expresionista austríaco y uno de los retratistas más feroces de su tiempo- reactivan un vínculo marcado por el deseo, la dependencia y la rivalidad. La escena se apoya menos en el texto que en las interrupciones, los gestos que suspenden la palabra. Mahler representa un tipo de sensibilidad que no separa erotismo y pulsión artística; Kokoschka, una emocionalidad desbordada que se proyecta tanto en su pintura como en su vínculo con ella. El cruce entre ambos sugiere una violencia latente en la intimidad estética: lo que se juega ahí no es una historia de amor sino una batalla de estilos.
En una escena posterior, Adolf Loos, el arquitecto vienés conocido por su rechazo al ornamento, discute con Mahler en términos que exceden el campo artístico. Loos defiende una forma de racionalidad moderna, funcional y despojada; Mahler lo confronta desde una idea de belleza ligada a la subjetividad, a la intensidad que incomoda. La puesta ubica este intercambio en un nivel oblicuo, donde el desacuerdo formal encubre una incompatibilidad más profunda: la de una época que ya no logra reconciliar forma y experiencia.
CONTRASTES
El Café Central aparece así como el dispositivo que articula y desarticula esas relaciones. No es un telón de fondo ni un mero entorno escénico: es el punto de condensación de una época que se interroga a sí misma. Ahora bien, esa interrogación no se expresa a través de un contrapunto dialógico pleno. Las voces conviven pero no construyen una polifonía en sentido fuerte: lo que predomina es la yuxtaposición, la exposición de diferencias sin desplazamiento entre posiciones. Cada personaje parece afirmar su perspectiva sin que el contacto con el otro implique una transformación o una respuesta elaborada.
En ese sentido, la obra no pone en escena un proceso de pensamiento en movimiento sino una serie de contrastes que quedan suspendidos en su fragmentariedad. Cada personaje parece llegar al diálogo con un discurso ya conformado, que se afirma más que ponerse en cuestión. Más que una evolución argumentativa, lo que la puesta ofrece es una sucesión de momentos de tensión: pequeños nudos de sentido, más próximos al efecto que a la elaboración conjunta. Esa limitación, que podría leerse como una carencia también puede entenderse como una estrategia: en lugar de construir un relato de síntesis, la obra se detiene en la exposición fragmentaria de las fisuras.
El elenco, numeroso y bien calibrado, se mueve con coordinación coral. Cada figura es un tipo, como en las viejas tragedias morales, y a la vez un sujeto histórico. La dirección elige no individualizar en exceso: hay algo deliberadamente esquemático en los roles, lo cual puede ser leído como una apuesta por el trazo ideológico. Aquí no hay protagonistas sino espectros que disputan sentido en un café que funciona como campo de batalla semántico.
Se destacan varios pasajes por su potencia escénica, pero es imposible no subrayar el trabajo de Marcos Woinski, cuya composición atraviesa la obra como un hilo invisible. Su personaje organiza la respiración de la puesta: hilvana escenas, introduce presencias, comenta y a veces se fuga en relatos que no sabemos si son reales o inventados. Woinski logra un tempo actoral que no es mera cadencia verbal, sino pulso emocional. A veces ralentiza el tiempo, lo dilata; otras veces lo precipita. Esa variación rítmica marca las estaciones internas de una Viena que se apaga.
La obra transcurre en una Viena intelectual con una escenografía que evita el realismo museístico.
La escenografía evita el realismo museístico. No intenta reproducir el café de época sino sugerirlo: el espacio escénico está más cerca de la evocación que de la reconstrucción. Esa decisión le otorga a la puesta un aura suspendida, casi onírica, en la que el Central ya es más idea que lugar. El vestuario, en cambio, sí juega con el detalle histórico y colabora eficazmente en la creación de un mundo reconocible. Pero lo más potente de ‘Café Central’ no es su dramaturgia episódica ni su eficaz factura técnica. Lo más inquietante es su actualidad. Al retratar la incubación de los discursos de odio en el corazón de la intelectualidad europea, la obra interroga sin necesidad de subrayarlo las resonancias del presente. Porque el huevo de la serpiente, que Ingmar Bergman usó como metáfora en su célebre filme, no pertenece solo al pasado. Y entonces, hacia el cierre, una figura marginal irrumpe con un gesto que condensa el malestar de toda una época: un cartel colgado al cuello anuncia sin rodeos la caída de un valor central de la modernidad. Esa aparición tiene el peso de una epifanía oscura. No hay respuesta, no hay consuelo. La escena, lejos de buscar el golpe de efecto, deja al espectador suspendido en una pregunta sin resolución: si la verdad ha muerto, ¿qué queda? La obra no responde. Solo deja el silencio. En este sentido, ‘Café Central’ no es una obra histórica sino profundamente política. Lo es al modo en que lo son las tragedias griegas o el teatro de Brecht. No hay moraleja ni redención. Hay advertencia.
La Viena de Freud, de Wittgenstein, de Schönberg, de Kraus, de Loos, no fue solo una ciudad: fue un laboratorio de modernidad, un campo de tensiones en la cual se derrumbó una idea de sujeto, de lenguaje, de arte. En el Central se encontraban revolucionarios y reaccionarios, cosmopolitas y nacionalistas, científicos y místicos. Se jugaban partidas de ajedrez que, como advertía Polgar, eran tanto de lógica como de ideología. Que Trotsky jugara allí y que años después Hitler en su juventud vienesa entrara a ofrecer acuarelas pintadas por él para sobrevivir no es un detalle menor: su presencia errática y marginal en ese mismo espacio donde se debatía el porvenir de Europa funciona como una condensación brutal del siglo XX.
La pieza de Diament, sin pretenderlo del todo, recoge esa perspectiva romántica que cree que una época se expresa en sus fragmentos. Desde la epistemología del expresivismo holístico, como se ha llamado a esta concepción, entender un fenómeno singular permite acceder al todo. Y esta obra encarna esa premisa: el Central, con sus mesas, discusiones y silencios, permite leer una época entera.
Es cierto que el desfile de personajes puede abrumar. Que hay intercambios más logrados que otros. Que algunas voces se pierden en la coralidad. Pero también es cierto que esa misma dispersión reproduce, en su forma, la crisis de sentido que retrata. La obra no dice: muestra. Y al mostrar, también interroga.
‘Café Central’ ha sido merecidamente nominada a los Premios ACE 2023/2024 como Mejor obra de teatro alternativo, Dirección (Daniel Marcove) y Actor de reparto (Marcos Woinski). Entre este y aquel tiempo hay gestos que resultan inquietantemente familiares. No se trata de una lección histórica sino de un punto incómodo: los discursos que erosionan la vida común hoy ya no son marginales.
Calificación: Muy buena.