Los médicos, generalmente, no gozamos de buena opinión entre los artistas.
En la literatura, autores como Molière, Quevedo, Cervantes y Bernad Shaw se han burlado de los profesionales del arte de curar, sus errores y su arrogante ignorancia. Shakespeare fue más respetuoso, posiblemente porque su yerno era un afamado profesional y probablemente lo asesoró sobre las afecciones de sus personajes (como la demencia del rey Lear).
Marcel Proust y Gustave Flaubert fueron más benignos porque sus padres eran médicos
En la pintura, nos fue mejor: Goya retrató a los galenos y cirujanos como burros; aunque, después que el Dr. Arrieta lo salvara de morir por una insuficiencia cardíaca, su opinión cambió.
Rembrandt, Luke Fildes (quien retrató al médico que atendió a su hijo, aunque el niño murió), Picasso, Rockwell y Diego Rivera, entre otros, fueron más benignos con los galenos, especialmente si pagaban para retratarlos.
Los entendidos dicen que en por lo menos en 40 óperas aparecen médicos en la trama argumental. ¿Cómo han tratado a los galenos? A continuación, veremos qué papel nos tocó jugar en la lírica.
Para comenzar, tenemos al Dr. Bartolo, que no aparece en una, sino en dos óperas distintas: “Las bodas de Fígaro”, del inefable Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791), sobre libreto del escritor italiano Lorenzo da Ponte (1749-1838), un exsacerdote que bien conocía el arte de la seducción, y “El barbero de Sevilla” de Gioachino Rossini (1792-1868), ambas operas basadas sobre la comedia de Pierre-Augustin de Beaumarchais (1732-1799), un multifacético escritor que fue relojero, diplomático, revolucionario, traficante de armas y músico en distintos momentos de su compleja existencia.
El Dr. Bartolo es un personaje arrogante que se contrapone al más simpático Fígaro, un barbero que, en ese entonces, también practicaba pequeñas cirugías pero con limitados conocimientos médicos. Es Fígaro quien asiste al conde de Almaviva a conquistar a Rosina, la jovencita pretendida por el Dr. Bartolo, en una complicada trama de enredos donde el doctor, que se ufana de sus éxitos profesionales (“Un doctor de mi estatura”), queda en ridículo, sin su pretendida y sin su dote.
Gaetano Donizetti (1797-1848) se inscribe entre los artistas que no tenían una opinión enaltecedora de los médicos. En “Don Pasquale”, el Dr. Malatesta (ya su nombre es premonitorio) le recomienda al vetusto Pasquale da Corneto un tratamiento rejuvenecedor para aliviar sus “ardores amorosos” y termina engañando a su esperanzado paciente.
También Donizetti nos presenta a un inescrupuloso doctor Dulcamara, que vende su elixir de amor (“L’elisir d’amore”, tal el nombre de la ópera) como una panacea que “mueve al paralitico, sana al apopléjico, al asmático y al histérico…”. Lo patético de la situación es que Dulcamara –como muchos médicos con sus propuestas de tratamientos poco ortodoxos– se autoengaña y termina proclamándose héroe de la medicina.
En “Falstaff”, de Giuseppe Verdi (1813-1901), basado en la comedia de Shakespeare, se hace alusión a la uroscopia, es decir, el diagnóstico basado en el examen de la orina del paciente. El vanidoso personaje envía “sus aguas” para ser evaluadas por un profesional.
En “Così fan tutte”, Despina representa a un falso médico a fin de complicar la trama de esta comedia, cuyo título alude a cómo “así hacen todos”: engañar...
El Dr. Grenvil es quien asiste a Violetta y en “La Traviatta”, la cortesana “extraviada”, inspirada en “La dama de las Camelias” de Dumas hijo. En el último acto, es Grenvil quien comunica a Alfredo el desesperante estado de Violetta y le revela el sacrificio que ella ha hecho por amor. Al menos, Violetta tiene el consuelo de contar con un médico empático a su lado en los últimos minutos de su vida, consumida por la tuberculosis. Mimí, la trágica heroína de “La bohème” de Giacomo Puccini (1858-1924), no tiene esa suerte, ya que el médico convocado nunca llega, y ella muere ante la desesperación de su amado Rodolfo.
En “Wozzeck”, de Alban Berg (1885-1935), el médico (que no tiene nombre) practica experimentos en Marie, una antigua prostituta, sin su consentimiento, y se congratula a sí mismo de los resultados obtenidos : “¡Oh, mi teoría, mi fama será inmortal!”
Esta tendencia a experimentar sin el consentimiento del paciente suscitó un escándalo en 1898, cuando el Dr. Albert Neisser –descubridor del germen causal de la gonorrea, entre otras cosas– experimentó con un suero para el tratamiento de la sífilis en prostitutas que desconocían que se estaba experimentando con ellas.
Este “sacrificio” en el altar de la ciencia fue un tema debatido hasta mediados del siglo XX (en realidad, todavía se discute). El mismo problema que Neisser lo tuvo Gerhard Armauer Hansen (1841-1912), quien descubrió el bacilo de la lepra y le dio su nombre a esta enfermedad estigmatizante. En ambos casos, los médicos impusieron su nombre a la bacteria que descubrieron, asegurándose su cuota de inmortalidad. “¡Oh, mi teoría, mi fama!” adquiere otro significado cuando se lo relaciona con este debate público.
De hecho, esta costumbre de experimentar sin permiso del paciente fue la justificación de los jerarcas nazis a fin de usar prisioneros en los campos de concentración como conejillos de Indias. En el llamado “Juicios a los médicos” hecho en Núremberg, después de la guerra, los jueces norteamericanos recriminaron esta falta de consentimiento, algo que los médicos alemanes no tomaban en consideración porque no era la práctica usual en su país.
No era que los norteamericanos hayan sido santos, pero sus pecados no fueron tan masivos como el de los nazis, por el contrario, al igual que ellos, los norteamericanos habían practicado eugenesia, castración de epilépticos y retrasados mentales además de haber realizado estudios clínicos sin consentimiento de los pacientes. En el caso de los norteamericanos, lo hicieron con gente pobre y de color, como en el llamado “Experimento Tuskegee”.
Este experimento comenzó en 1932 al dejar sin tratamiento a pacientes sifilíticos para conocer detalladamente la evolución natural de la enfermedad (vale aclarar que entonces las terapéuticas disponibles no eran muy efectivas y tenían muchos efectos colaterales). Cuando se consagró el uso de la penicilina como tratamiento indiscutible de la sífilis, en 1947 (mientras se juzgaban a los médicos nazis), la prueba debería haber concluido. Sin embargo, se les negó a los pacientes involucrados en este experimento esa opción terapéutica, y la observación de la evolución natural de la sífilis continuó hasta 1972. Más de 600 personas de color, pobres y analfabetos en su mayoría, participaron de esta experiencia.
En la reciente pandemia, todos firmamos un consentimiento para realizar la fase 4 o último análisis de un experimento, aceptando no reclamar en caso de efectos indeseables (que los hubo).
Para terminar, vale incluir en esta lista una ópera muy poco conocida, basada en el libro “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero” del neurólogo Oliver Sacks, (1933-2015), quien describió, bajo este extraño título, el caso clínico de uno de sus pacientes que padecía agnosia visual, es decir, la incapacidad del cerebro para reconocer estímulos visuales.
El compositor Michael Nyman y el libretista Christopher Rawlence hicieron una ópera de cámara basada en este texto donde describen las dudas diagnósticas de un neurólogo al analizar distintas afecciones cerebrales.
Señalan que en la neurología priman los déficits y por tal razón siempre usan la letra "a" como prefijo privativo de una capacidad: afasia, alexia, agnosia, ataxia, etc.
Esta ópera, como hemos dicho, pocos difundida, exalta la importancia de celebrar la humanidad del paciente y respetarla más allá de su excepcionalidad o como caso clínico desafiante
Como han visto, tampoco los médicos somos muy alabados en las óperas, con una tendencia a señalar nuestra ignorancia oculta bajo palabras difíciles y bonitos nombres griegos, con soberbia y autoexaltación como las características más irritantes.
Así nos ven y muy probablemente continuará así porque, en el fondo, los médicos somos un mal necesario...
En la próxima entrega, veremos un desfile de obras donde aparece la locura, las deformaciones y la muerte en distintas óperas, ese reflejo canoro de nuestra existencia.