No solamente Jeff Bezos imita a Elon Musk en su sueño bradburiano-marciano de SpaceX, sino que ahora el presidente norteamericano parece querer emular los logros del sudafricano en su otra empresa, como productor y paladín de autos con propulsión eléctrica. La diferencia es que mientras los proyectos y caprichos del factótum de Amazon se costean con fondos privados (“Son fondos de los clientes y los accionistas”– dijo Jeff) - al igual que los vehículos y caprichos de Tesla- los autos eléctricos que propone Joe Biden van camino directo a ser costeados con mayor gasto público y emisión (no de gases letales, sino de dólares letales).
La columna no intenta bajo ninguna circunstancia polemizar con los científicos e influencers que advierten sobre el cambio climático, la polución, la capa de ozono, el efecto invernadero, el calentamiento global o similares, primero porque ignora todos los elementos técnicos y carece de los conocimientos que hacen al tema, y segundo porque la teoría, la oportunidad, el tipo de amenaza que se supone se cierne sobre el planeta, la fecha de su colapso, los efectos y consecuencias auguradas han variado tantas veces a lo largo de los siglos, últimamente en una sinusoide de profecías, que habría que ser una Wikipedia viviente y no manoseada para poder hacerlo. También porque siempre, desde los comienzos de las religiones, ha sido muy molesto, inútil y riesgoso oponerse a quienes enarbolan las pancartas con la leyenda “Arrepentíos, el fin del mundo está cerca”, en algunos casos con fecha y hora. De modo que en vez de enredarse en discusiones con argumentos siempre contrafácticos la columna intentará analizar solamente algunos efectos económicos de la medida.
Como todas las ideas de intervencionismo estatal, siempre preludio de decisiones autocráticas, fue Europa con su cohorte de entes oficiales y paraoficiales quien primero plantó la idea de estas luchas ambientales, que en todos los casos se llevaron adelante con una combinación de leyes, acuerdos y medidas de fuerza y presión, con algunos comunes denominadores. Siempre atacaban la producción, la generación de trabajo y la inversión. Y en especial la competencia externa. Otra característica fue más universal: quienes primero desforestaron su propio hábitat y luego el ajeno, léase las naciones más ricas, imponían, sin ofrecer ninguna retribución, la presión de su miedo convenientemente tardío a los países con menos recursos que intentaron emularlos acusándolos de irresponsables y de provocar un daño terminal al mundo.
Recuerda vagamente a la paradoja atómica, escenario en que un puñado de países, causantes del desastre atómico, custodian a los demás para que no los imiten, a fin de evitar que causen un desastre. Muchos especialistas desestiman hoy este argumento por ser un hecho consumado y un capítulo cerrado, sosteniendo sin duda el mismo principio contra el que se enfrentó el Mahatma Ghandi.
Fue Europa la que impulsó el tratado de París y la que, en acuerdo con su industria automotriz, estableció los objetivos de reemplazo de los motores de combustión por los eléctricos. Europa es un universo socialista, con un mecanismo de contrapartidas de mercado, presiones y subsidios disimulados vía el Banco Central Europeo, los déficits y las compensaciones comerciales que suele tornar irrelevante o al menos invisible el efecto económico de este tipo de medidas, que se pierden tras la pantalla del euro, una moneda que hace rato debería haber dejado de ser confiable.
Estados Unidos, entonces Obama, la complace ofrendando una tasa de substitución por electricidad más baja pero importante, con la anuencia de su industria automotriz, que siempre supuso que la cifra sería más bien un gesto de apoyo que una realidad obligatoria. Como ocurrió. Tan pronto se produce la asunción de Trump, la industria automotriz, (no hace falta entrar en parangones) corre a pedirle que reduzca la velocidad a la que se substituirá el motor de combustión interna en los automóviles, cosa a la que el republicano accede, bajando también por decreto la meta un 20%. Las automotrices y las petroleras celebraron ese hecho. Las segundas por razones obvias, y las primeras porque la medida les crea no sólo una obsolescencia inmediata que implica una gran inversión, sino que les origina distorsiones salariales, de número de empleos, sindicales, logísticas y de gestión integral del negocio cuyos efectos y costos intentan repartir en el tiempo, el mayor posible. Ahora, también con un decreto, (mecanismo que usan crecientemente todos los gobiernos de todos los partidos que se proponen evitar y substituir los penosos efectos de la acción humana, la competencia, la oferta y demanda, etc) el gobierno demócrata ha decidido volver a aumentar el porciento de vehículos híbridos y eléctricos a una cifra casi matemáticamente promedio de las establecidas por Obama y Bush.
Estos vaivenes e inseguridades, sumados a las fluctuaciones y riesgos naturales de los mercados, no han sido nunca una buena publicidad para la inversión, hoy más necesaria que nunca en su formato de tecnología, y constituyen una inseguridad jurídica, aunque tengan aspecto de cruzadas salvíficas y civilizadas. Sin embargo, el punto más grave es otro. Al tratarse de decisiones (aunque no vinculantes formalmente) unilaterales del Estado, tanto las automotrices como toda la cadena logística y los sindicatos, ya están acosando al gobierno con pedidos de subsidios, inversiones, créditos blandos y soportes de infraestructura.
Con lo cual la industria automotriz pasa a transformarse en cuasi estatal, con el aumento de gasto público respectivo y sus vicios colaterales. Es como si de pronto Estados Unidos se encontrara dueño de cinco Aerolíneas Argentinas, todas fuentes de trabajo, todas insustituibles, todas estratégicas, todas ineficientes y fundidas. No pasa ya, pero pasará. Con el agregado de nuevos problemas. El desempleo que implican los nuevos autos, que requieren mucho menos mano de obra, muchos menos repuestos, lo que afectará a toda una industria paralela, y lo que es más grave, un universo subsidiado donde la ganancia no es el elemento indicador de la eficiencia y la inversión futura, mecanismo superior decisional del capitalismo.
Lo que lleva a otra discusión futura cercana y también absurda. Los autos serán más baratos. ¿Se trasladará esa rebaja a los consumidores o se perderá en el mejunje que será ahora el negocio automotor? ¿Cómo se manejará y financiará la duplicación de repuestos, servicios mecánicos, entrenamiento, equipamiento de los sectores conexos y la larga lista de actividades paralelas? ¿Se espera acaso que se produzca un aumento de la inversión en un sector virtualmente intervenido por el estado? Ya el presupuesto norteamericano contempla un relevante desembolso estatal para la construcción de las estaciones de servicio o de carga de electricidad, que se propone pasar de 50.000 en la actualidad a 500.000 a mediados de la década. ¿Todo a cargo del estado? ¿Con qué rentabilidad? O mejor: ¿con qué estímulo? Problemas monstruosos que ocurren cuando “la mano invisible” se cambia por la mano del estado, a veces la rápida mano del estado, y los políticos facilistas pretenden reemplazar las determinaciones diarias del consumidor y el inversor por una burocracia que va siempre detrás de la realidad, y casi siempre la ahorca.
Seguramente la respuesta a este planteo es que así se salvará a la humanidad, y entonces cualquier costo es poco al lado de semejante logro. Argumento ya escuchado miles de veces desde el comienzo de la historia, y también fracasado, desde el hechicero de la tribu hasta ahora, desde Delphos a los grandes dictadores, y tantos otros ejemplos. Por otra parte, y como dando una pista de que detrás de estas medidas hay ideología, razones políticas y económicas, (proteccionistas y prebendarias) Biden acaba de decir que no hay que permitir que China siga por delante de EEUU en la producción y venta de autos eléctricos. O sea que considera inadecuado al capitalismo para competir y está recurriendo al estado para hacerlo. No hay ahí ni un ápice de intención de protección ambiental.
También hay que recordar que, en su debate con Donald Trump, el actual presidente le pidió que comprendiera la cantidad de empleos que implicaba empujar el cambio de tecnología y la inversión para producir este tipo de vehículos, una revolución, dijo. Le faltó analizar si esa producción se hará eficiente y rentablemente o si será como todo lo que el Estado encara.
En concordancia con su creencia de que el consumo se aumenta emitiendo dólares, y que el gasto público y aún la deuda no tiene importancia si un país se endeuda en la moneda que emite, Biden y su gobierno se han puesto sobre el hombro la tarea y el costo de transformar un negocio que iba a morir de obsolescencia, en una actividad del Estado, con el mecanismo que fuere. Menudo error que parece se repetirá en otras industrias. Como el caso de la producción de chips, donde también el gobierno está dispuesto a fondear la producción urgente (e imposible) para disputar con Asia en esa función. Curioso que, a la hora de competir con una potencia como China, acusada de estatista, se elijan los mismos recursos estatistas para hacerlo, en vez de usar el probado y exitoso capitalismo, creyendo acaso que así se gana tiempo.
Hasta ahí, una leve muestra del tipo de tarea y el tipo de impericias a las que se enfrentan los gobernantes cuando quieren aplicar shortcuts o modificar los precios, los efectos de las acciones y medidas, los mecanismos de financiamiento, las tendencias y las acciones endógenas, cuando no el clima o los terremotos.
Pero hay más. Las baterías fundamentales para estos vehículos requieren materiales que implicarán no sólo un aumento de polución en su explotación. Cobre, Níquel, Cobalto, se producen en países precarios que, además de aumentar la dependencia estadounidense por la que dicen pelear, aumentarán la corrupción, las demoras, el financiamiento comunista y dictatorial, como la República del Congo, que comete peores atrocidades que las que se supone se combatirán en China si se deja de comprarle teléfonos 5G. O servirán para financiar por un tiempo a los nuevos gobiernos comunistas de Perú y Chile, y al sistema rapaz de Argentina, supuestamente para lograr un mundo en el que, además de luchar contra el cambio climático, se lucha económicamente contra las tiranías. Argentina es un ejemplo de la minería polucionante y alevosa, inherente a la corrupción estatal.
No basta conque una acción esté inspirada en la buena fe, en la buena voluntad y en el deseo de justicia universal para que económicamente sirva. Suele suceder lo contrario y producir el efecto inverso al deseado. El mercado de los usados, nada menor en un país con 250 millones de vehículos, puede colapsar, por caso. Habrá que ver cuánta gente estará dispuesta a comprar un auto usado cuando a la semana siguiente tendrá que gastar 20% de lo que paga en reemplazar su batería. O un naftero, que irá a parar al vaciadero. Habrá que ver si no se está creando una nueva polución colosal de metales venenosos. Algunas empresas dicen que reciclarán todas las baterías en el futuro para hacer nuevas. Son las mismas que hoy llenan con sus productos obsoletos los archiconocidos cementerios de autos americanos.
Los mercados suelen resolver estos problemas y estos efectos con gradualidad. Eso también permite que se cumplan los períodos de rentabilidad de la inversión y no desanimar a los ahorristas. La idea de acelerar por decreto los procesos para recuperar los terrenos que supuestamente se perdieron porque los demás pueblos también tienen derecho a vivir, al anular estos procesos graduales, tanto en lo económico como en lo financiero como en lo técnico, los países se condenan, además de a una infalibilidad que nunca tienen y que tan bien describiera Hayek como soberbia, a transformarse en inversores y a matar de inanición al capital.
En tales condiciones, los burócratas comerciarán entre ellos y serán los ceos de cada país y seguramente terminarán decidiendo cuándo cada uno tiene que cambiar el auto, o la heladera. Más allá del ataque contra la libertad inherente a este concepto que se está inaugurando al amparo de la lucha contra el cambio climático y de paso contra la competencia China, (o de cualquiera que moleste) también se empieza a transitar un camino de ineficiencia, que es un formato de esclavitud del consumidor. A la vez que el camino del estado capitalista es un formato de esclavitud de las sociedades.
Queda todavía en carpeta por si todo fracasa, la prohibición de circular en auto, o de adquirir uno, la de impedir que circulen los autos a nafta. (Hoy mismo se empieza a hablar en los diarios internacionales del daño irreversible que causó la decisión de Trump de bajar al 32% la cantidad de autos que debían ofrecerse en el mercado hasta 2030) En cambio, el 35% de hoy resuelve aparentemente todos los problemas de polución y cambio climático. Más la muerte de todas las vacas, ovejas y cabras del planeta, por supuesto, ya que no hay rumiantes eléctricos ni híbridos.
Y hay otra pregunta adicional, que como siempre, deja de lado al “resto del mundo”: ¿qué pasará en los mercados emergentes? ¿El mundo civilizado le impondrá la cuota de fabricación o la de destrucción o prohibición de vehículos polucionantes? ¿Reciclarán desde la semana que viene las baterías de litio y cobalto países que no pueden reciclar ni la basura, o las pilas de linterna? Y algo más, que parece no tomarse en cuenta. Lo mismo hay que producir electricidad por los métodos tradicionales para hacer andar estos motores. Que usted, lectora, tendrá que enchufar varias horas en el garaje de su palacio, supuestamente.
En otra pirueta de la historia, se cuenta que Edison tenía listos para patentar los planos de un auto eléctrico. Los rompe en un gesto teatral cuando Ford le muestra los planos de sus autos.
Más allá de la anécdota, es de esperar que los scalextric no se conviertan en autitos chocadores, conducidos con su pericia habitual por las grandes burocracias, que ahora se declaran de súbito preocupadas y ocupadas en la heroica y sagrada tarea de salvar a los dinosaurios. Sory, men, a la humanidad