La pérdida en menos de dos meses de 10 millones de empleos privados en EE.UU – la mitad de los creados desde la crisis de 2008 – hizo reflexionar a ese país y al mundo sobre las consecuencias gravísimas que puede tener en la economía la simplista idea de aplicar prisión domiciliaria a toda la población mundial para combatir la pandemia. Semejante efecto de un lockdown parcial en la mayor potencia del mundo, apenas al comienzo de la cuarentena, anticipa el desastre irreparable en el que se sumirá la humanidad con el remedio que la OMS cree que ha encontrado para el flagelo.
Cuando se habla de los efectos sobre la economía en estas circunstancias, la reacción del pensamiento superficial es escandalizarse ante una preocupación tan materialista y prosaica, frente a la dignidad y la majestad de las vidas que están en juego. Aquí habrá que volver a recordar el concepto de la acción humana que tan bien explicara von Mises en su libro homónimo: la economía no es nada más que el resultado de las acciones de los individuos, incluyendo la inacción. Paralizar el turismo y cerrar fronteras, por ejemplo, quebró en un minuto a todas las aerolíneas y cadenas de resorts del mundo, y a todos los sistemas conexos, hasta el último restaurante de un pueblito de Grecia.
La reacción de corto plazo de todos los países ha sido la de emitir moneda y tapar con emisión los efectos de sus propias medidas, mientras se libra la lucha épica y teóricamente exitosa contra una molécula de ARN que ni siquiera llega a ser vida. Se duda, sin embargo, del efecto reactivante de estos paliativos monetarios aun en el mediano plazo y en el primer mundo. Conviene entonces no intentar imaginar las consecuencias del confinamiento en sociedades más chicas, con recursos más limitados o con debilidades estructurales.
Lo que originalmente se suponía un shock de parálisis, un coma inducido, como dice Krugman, de un mes o dos, ahora se alarga indefinidamente. En consecuencia, el aislamiento también se alarga. ¿Hasta cuando? Apenas quedan semanas para que la economía global colapse. Esa afirmación no es una frase; basta mirar las cifras y escuchar a las pequeñas o grandes empresas, a un modesto emprendedor de Córdoba o al CEO de un unicornio en California, a un monotributista rosarino o a un proveedor de Toyota en Japón.
Ese colapso económico dejará a cientos de millones en la miseria, a todo nivel y en todo el globo. Y peor, matará a mucha gente, como ha ocurrido siempre. De hambre, de hacinamiento, de violencia, de delito, de falta de asistencia social y sanitaria, de suicidios, de depresión, de violencia doméstica, de desocupación, de infartos y de vicios. Ciertamente mucho más que varios coronavirus. Lo que plantea un terrible dilema, un tradeoff entre tipo de muertos, para decirlo brutalmente. Entre las posibles víctimas fatales de la pandemia sanitaria, que hasta ahora ha castigado a portadores de comorbilidades graves en su gran mayoría - que también morirían de una simple gripe - y las víctimas de una pandemia económica que castigará a todas las edades, sectores y países en un grado que asusta imaginar. Además de la acción de los gobiernos, que podrá ser mejor o peor según el caso, cabe preguntarse si la población mundial está dispuesta a semejante solidaridad, a un toma y daca entre muertos con comorbilidades que en su mayoría no sobrevivirán ni con respiradores, y muchos más muertos por la depresión global y la depresión sicológica. Impío, pero se empiezan a notar los enojos.
Los desahuciados planeros, portadores de AUH y otras dádivas y jubilados desesperados endosándose el virus en las colas inhumanas y sádicas del viernes, no son víctimas de la pandemia sanitaria. Son víctimas de la pandemia económica inducida, más allá de las ineficiencias y el despojo del sistema argentino. ¿Cuántos morirán a consecuencia de esas aglomeraciones burocráticas, del cierre de bancos, de la falta de efectivo, o de otras enfermedades que ni siquiera pueden atenderse en sus precarios sistemas de salud por culpa de la “emergencia”? El tradeoff, la disyuntiva de sopesar el menor de los males a cada paso está frente a las narices de todo político. La rebelión fiscal y la cesación de pagos también. El mes que viene pocas empresas podrán pagar los sueldos.
Igual estrés se sufre en el avance sobre el sistema democrático y de derechos, donde Argentina es pionero, como en tantos otros desatinos. La propiedad, la seguridad jurídica, los derechos adquiridos, la elemental potestad de circular son restringidas por decreto, con la mejor de las intenciones, es de esperar, pero con las fuerzas de seguridad y pronto el ejército patrullando las calles y rutas y pidiendo documentos y salvoconductos, por suerte no desde un Falcon verde. El accionar de las fuerzas de seguridad en España recuerda a la Guardia Civil, aunque no marchen de a dos en fondo, como dijera Lorca. China en su salsa de control social. ¿Con qué resultado?
Al copiar el método chino de aislamiento obligatorio, muchos países parecen olvidar que están copiando un modelo comunista totalitario y represor. El sistema de amenazas y escrache fascista de Trump a empresas automotrices para que fabriquen respiradores, sus desvaríos prometiendo curas mágicas un día y días de duelo al siguiente, son señales autocráticas imposibles de ignorar. Como lo es el apriete a los prestadores privados argentinos que terminó no dañando a los empresarios, pero sí a los afiliados al sistema de prepagas, cuyos derechos han sido vendidos (sic) el jueves al estado.
Sin duda es muy difícil para los gobiernos en un sistema democrático ya gravemente imperfecto y en manos del oligopolio de partidos vencer la tentación autocrática que el miedo ante un enemigo biológico invisible les sirve en bandeja. Como lo es la natural tendencia a la épica solidaria de la población. Población que se torna fascista en un instante cuando escracha a una médica en su propio consorcio por el hecho de estar atendiendo a pacientes víctimas del virus, una actitud simplemente despreciable y vil. Esas actitudes menores de políticos y pueblos que tantos libros han descripto con precisión. Desde La peste a Un mundo feliz, desde 1984 a los cuentos de Cortázar, desde Kafka a Hayek.
Todo hace suponer que los países que mejor manejen ese tira y afloja entre economía, (o acción humana) libertades, democracia y lucha contra el virus, serán los que sobrevivirán con más probabilidades de bienestar a esta otra pandemia de miedo y sobrerreacciones. Para eso hará falta que haya gobiernos que soporten estoica y heroicamente las tentaciones y también las buenas intenciones solidaristas de sus sociedades, que no siempre son acertadas.
Con un cierto tono de revancha y de resentimiento hay quienes sostienen que se está ante el surgimiento de un nuevo orden mundial. Suponen que tras la destrucción biológica de esta economía y de esta democracia, habrá un mundo sin dinero, sin riqueza, sin necesidad de sacrificios, sin esfuerzos, sin desigualdad, sin pobreza y sin sufrimiento. Un mundo administrado por seres infinitamente sabios y buenos que impartirán justicia y equidad. Donde todos ganen lo mismo. Tal vez tengan razón. Faltaría agregar sin libertad y sin derechos. Demasiado parecido a lo que soñaba Marx. Y que administró Stalin.
Aún queda una pregunta latente. Suponiendo que se venza al virus aún al costo de un monumental retroceso económico, social y político, ¿qué se hará en la próxima pandemia?