El default de ayer no debería ser una sorpresa, como ha reiterado la columna. Un país que durante 75 años destrozó sistemáticamente su economía, que ha alternado entre gobiernos peronistas con ADN populistas y proteccionistas y gobiernos de opositores que no tuvieron el coraje, el talento, el margen político, las mayorías, las ganas o la confianza para cambiar el modelo corporativo, corrupto y prebendario, estaba condenado a este final.
El resultado acumulado es la paradoja de una sociedad en que una gran mayoría no trabaja, pero tampoco hay trabajo suficiente para ofrecerle, donde un escaso 20 % de emprendedores, productores y trabajadores privados mantiene a la mayoría de los habitantes, incluyendo a los grandes empresarios, los políticos y los sindicalistas, culpables o autores directos de tal situación. Una sociedad donde la marginalidad se subsidia al voleo y el narco es un metapoder, una cuarta dimensión imposible de ignorar, virtualmente institucionalizada.
Como una serie de Netflix que se revisita, el final no cambia. Aunque se vuelva a ver nueve veces, como en este caso. Lo que cambia son los espectadores, que van envejeciendo y empobreciéndose hasta la frustración, el agotamiento y la extinción.
Pero el económico no es el peor default. Hay otros más graves: el ético, el moral, el educativo, el social y el del orden social, el sanitario, el de sensibilidad y solidaridad auténticas, no actuadas, el de respeto, el de patriotismo e identidad, el de seguridad, el del derecho, el de república, el de grandeza. Varios de ellos ya ocurrieron o van en camino de ocurrir. La pandemia los ha agravado, resaltado, acelerado o desencadenado.
Aplicada con el estilo prusiano – fascista que aflora en ciertos políticos cuando detentan el poder, la cuarentena ha hecho mucho más que destrozar por varios años cualquier expectativa de recuperación económica, aparte del avatar de la discusión con lo bonistas, un mero ejercicio contable de ambas partes. Ahora va camino a convertirse en un sistema de gobierno. Gobierno cuarentenal.
Lo que pareció originalmente una medida digna de estadistas ha terminado dejando de lado toda otra razón o valor, incluyendo a la pandemia misma. Como si, en una suerte de cuento borgeano, ya todos hubieran olvidado cual era el objetivo de semejante prisión colectiva domiciliaria.
No es cuestión de ignorar que la humanidad no tuvo más remedio que improvisar frente a lo impensado, ni de desconocer que la OMS obró dudosamente en lo técnico sanitario, sospechosamente en lo político y peligrosamente en su comunicación al infundir un terror pánico exagerado que enloqueció a todos los actores. Pero los gobiernos democráticos tienen la obligación de ponerse límites para respetar valores esenciales en sus comunidades. Sobre todo, ante la innovación degradante y simplista de aislar en una epidemia a los sanos, no a los contagiados. Y eso no parece estar ocurriendo.
Intentos tempranos de aislar forzada y cruelmente a los adultos mayores sanos, fueron suavizados o disimulados ante la indignación bastante generalizada, aunque no anulados en la práctica. Otras ideas como la app-chip, están en marcha, juntos con mecanismos molestos y humillantes. Conviven con todo tipo de contradicciones, como la demagogia de prohibir transportarse en auto, donde no hay peligro de contagio por aglomeración, empujando a la gente al transporte público, o colaborar a la aglomeración en los peajes que vuelven a cobrarse con el método arcaico impuesto dictatorialmente por Moyano, en vez de con el método civilizado de las cámaras.
Es contradictoria también la prohibición tipo Gestapo de caminar por las calles de los barrios cerrados, mientras en las villas se valida el concepto de amontonamiento como si fuera sacrosanto. Habrá que ver si es contradicción, demagogia o simple resentimiento. Como la estupidez de prohibir a la esposa viajar en auto con el marido, o cerrar las peluquerías, u otras ridiculeces que son apenas síntomas de que el aislamiento no fue tan meditado como se dice. Siempre dejando para quienes saben el análisis sobre la oportunidad del momento en que se implantó la cuarentena, para algunos prematura.
La parálisis de la economía forzó a la intervención estatal para multiplicar los subsidios de todo tipo, por cualquier vía y con cualquier excusa, desde las dádivas a marginales ignotos hasta los préstamos a grandes empresas para el pago de sueldos. Justificados o no, esos subsidios y erogaciones crearon de facto una instantánea dependencia universal del estado, que naturalmente aumentó su poder, su protagonismo y su omnipotencia al convertirse en el único pagador del sistema. El sueño de los planificadores centrales.
Cegada por el miedo y anestesiada por la necesidad, la ciudadanía digirió la situación. El Estado es el dios al que se ruega para que permita trabajar a una pyme, postergue un impuesto u otorgue un subsidio o un paliativo temporario. Hasta ahí, se trata de una descripción que podría aplicarse a casi todos los países, una vez que la nueva corrección política decidió creer que una depresión mundial como la que se ha sembrado no va a generar muchas más muertes que la pandemia. Algo que está en urgente revisión global.
Se puede seguir con ejemplos y anécdotas varias. Pero lo grave es lo que ocurre al amparo de este paraguas ya per se autocrático y hegemónico, con la población apabullada y encerrada. Comenzando por un Congreso que es más que nunca una escribanía online con mayoría propia o alquilada del gobierno que aprueba decretos de necesidad y urgencia por docena (sic). Entre ellas el que anula el presupuesto y otorga total discrecionalidad para su manejo al presidente. Algo gravísimo fulminado por la Constitución y por el más elemental derecho humano. Al ser el presupuesto la ley de leyes, que rige el orden de prioridades y de importancia del gasto y de las políticas públicas, se pone de rodillas a la oposición, a las provincias, a la sociedad toda. Se pisotea la libertad por vía de la economía. En el nombre del virus.
El impuesto extra a los patrimonios en el exterior, inconstitucional, además de aberrante en sus efectos, de dudosa aplicación y fuente de litigios y desinversión, es un buen ejemplo de cómo se ataca la propiedad y la libertad misma con la excusa de la pandemia y al amparo de la cuarentena. Casualmente, la ciudanía no tiene la ventaja de que funcione una justicia online que garantice la defensa de sus derechos elementales. La justicia está en cuarentena en el doble sentido del término.
Similar avance sobre la propiedad y la libertad es la kafkiana idea – que avanza impertérrita a través del ridículo- de reclamar que las empresas que reciben ayuda para pagar los sueldos, por culpa de la decisión heroica del estado de impedirles trabajar, le cedan acciones a cambio. Una especie de cicconización generalizada que envidiaría el mismísimo Boudou.
Y sigue. Los ataques contra los sojeros, que en definitiva ejercen su libre albedrío al vender o retener soja, a los que se les priva de financiación ilegalmente para forzarlos a vender a un tipo de cambio de robo, son otra prueba de que la libertad está en riesgo. Reforzada por la amenaza de un nuevo IAPI, la expresión más nefasta, tiránica y corrupta del peronismo originario. Como siempre, empiezan como la idea de un loco, o un error en la dosis de Cristina que la hace eclosionar, hasta que se instala como proyecto político a un paso de hacerse ley. O decreto, da lo mismo.
Esas ideas son la cabeza de playa de otros experimentos que van saliendo del bolsillo de payaso cristinista, nuevos resentimientos y viejos sueños que avanzan en una domesticación de las empresas y que culminan en la reforma de la Constitución, que parece no haber sido suficientemente devaluada con las reformas inspiradas por Alfonsín. Dentro de ese paquete hay que incluir la liberación de presos – excusa para liberar corruptos – y la epopeya para la redención de la dueña del Senado. Todo en nombre del virus, otra vez.
La discusión-berrinche de Kicillof contra Rodríguez Larreta, en la que el futuroexPro terminó cediendo para congraciarse con Fernández, (que le fallará en la hora final) es otro atentado contra la libertad. Para no aislar las villas de AMBA, que son las que tienen el pico de brotes, o sea un aislamiento vertical como se recomienda, por falta de coraje el rey porteño y por miedo a su jefa y por demagogia el sátrapa bonaerense, se vuelve a encerrar a los sanos de uno y otro lado de la General Paz, una aduana seca de personas, mientras el narco reina libremente sin controles sanitarios ni de ninguna otra clase en las villas.
También en el nombre del virus se han decuplicado las pautas publicitarias del gobierno, explicando las bondades de quedarse en casa, en nombre de Argentina Presidencia y repetidas dos o tres veces por corte comercial, seguramente una razón para que se de tanta difusión a la supuesta apabullante popularidad presidencial en tantas encuestas anónimas. Avance hegemónico populista nada menor.
La eternización de la cerrazón tras la anulación de casi cinco millones de permisos de circulación – ya de por sí negación de toda libertad - muestra a un presidente cómodo con el cepo humano. Tanto que parece querer que no se termine nunca. Tal vez porque la economía que lo espera es peor que el Covid-19. Tal vez porque hay un proyecto superior al que la pandemia es funcional.