En 1985 visité por única vez la URSS. Recién asumía Gorbachov, que todavía no levantaría las banderas de la perestroika y el glasnost, aunque las esperanzas habían reverdecido con su llegada. El primer día entregué mi pasaporte, que quedaría confiscado hasta mi partida en una oficina de migraciones y me adjudicaron mi guía turística gratuita, que me debía acompañar todo el tiempo que estuviera en el país. Era una jovencita anodina y rubia, toda ojos azules – diría Machado – que parecía vestida por Chejov, con un atuendo marrón y negro, fría, impersonal, militante y convencida.
Para evitar los inconvenientes climáticos que habían padecido Napoleón y Hitler, elegí viajar en julio, un clima ideal en Moscú, lo que me permitió pasear por las calles y entrar a algunos de los negocios que podían visitar los extranjeros solamente (En otros sólo entraban los ciudadanos locales). Me llamó la atención las largas colas que había en las panaderías y en unas especies de despensa o almacén, (no había supermercados, obvio) donde la gente gastaba horas de espera. Le pregunté a mi guía por qué esas colas, y me explicó que se justificaban en los esfuerzos que debía hacer el pueblo debido a la epopeya de la guerra por la madre patria, como llamaban a la Segunda Guerra Mundial, que había terminado 40 años antes. Se lo comenté a la rubia, pero no me respondió. Las calles estaban pobladas de muchos ancianos con condecoraciones que lucían orgullosos en su pecho; evidentemente la guerra era una excusa movilizadora, una consigna que se intentaba mantener viva. Era la patria contra sus enemigos. No pude evitar pensar en Orwell.
Esa tarde tuve una larga escena con mi guía-custodia cuando le quise dar una propina, como se acostumbra con todos los guías turísticos del mundo. Un modo de agradecer su hospitalidad y el abrirnos su país. O parecido. No sólo no la aceptó, sino que me endilgó un discurso explicando que nosotros, o sea los occidentales, creíamos que todo se compraba con dinero. Sentí que me quería llamar cerdo capitalista, pero la comprendí. En esa época era yo más tolerante.
De regreso al hotel que se me había asignado (sic) pude ver otras bellas rusas que no pensaban exactamente lo mismo que ella del dinero de cualquier proveniencia. Ciertamente bellísimas. Sharapova habría pasado desapercibida al lado de ellas.
Al día siguiente, con la sangre en el ojo, decidí intercalarle preguntas molestas a mi chaperona: ¿Dónde vives? – En las afueras de Moscú. Ahí me adjudicaron mi casa. – Dijo.
¿No puedes vivir donde quieras? – No. Cuando elegí trabajar en Moscú debí escribirles, como todo el mundo, y hasta que ellos no me dieron permiso para trabajar aquí no pude venir.
¿Y te dieron permiso enseguida? – Mi intención era molestarla y poner en evidencia su precaria libertad. – No. Tuve que esperar más de un año hasta que me adjudicaron una casa. (Tenían que pagar un módico alquiler prefijado por eso).
Seguí hurgando en la herida. Eso creía. ¿Y si te quieres mudar a otra ciudad? - No puedo. Salvo que en esa ciudad necesiten a alguien como yo y tengo que esperar que me adjudiquen una vivienda, como todo el mundo. - Respondió como si me creyese lelo.
¿Es una casa grande? – No. Es un apartamento para una persona. – Se estaba mosqueando. Entonces le lancé otra estocada. ¿Y qué ocurre si te quieres casar? – Como todo el mundo. Les escribimos y les pedimos que nos cambien las dos casas por una más grande.
¿Eso toma mucho? – Le clavé la daga. – Unos dos años. – Ni siquiera se enojaba.
Decidí demostrarle socráticamente lo malo que era el sistema comunista: ¿Quiere decir que no te puedes casar con alguien que viva en otra ciudad? - Sí, pero tendríamos que viajar cada semana para vernos hasta que uno de los dos consiguiera que le permitieran trabajar en la otra ciudad. – Comprendí que me lo explicaba como si fuera un mero trámite, no le molestaba el desafío ideológico ni lo entendía.
¿Si tienes hijos pasa lo mismo? - Si, claro. Escribimos y esperamos hasta que nos adjudican un departamento más grande, como todo el mundo.
¿Y no puedes comprar una casa? – Vaciló como si no entendiera. – No, no. Las casas son del Estado. Las construye y las adjudica el Estado, o adjudica las casas ya construidas de antes. (Antes eran las casas anteriores a la revolución, confiscadas, supongo)
Entonces decidí darle el golpe de gracia. El colofón. El cachetazo argumental que destrozaría todas sus creencias: ¿Y que haces si te divorcias? – Como todo el mundo. – Respondió. – Les escribo y les explico que nos separamos y que necesitamos dos casas más pequeñas.
¿Y te las adjudican enseguida? – No. Tardan dos o tres años.
¿Y mientras tanto, qué hacen? – Seguimos viviendo juntos hasta que nos dan las dos casas, ¡como todo el mundo! - Me dijo con su mejor mirada azul.
Resulta imposible evaluar esta ley de alquileres que asuela hoy a la sociedad– y tantas otras pasadas y fracasadas – sin recordar esta anécdota totalmente verídica. Que en definitiva lleva a una sola conclusión. El desprecio del socialismo por la libertad, el derecho de propiedad, de las decisiones de los individuos y, en especial, de la soberbia de los burócratas de los sistemas de planificación central que creen que pueden tomar mejores decisiones que los interesados, y disponer tanto de sus bienes como de sus vidas, hasta el último detalle.
Por socialismo debe entenderse el amplio espectro que va desde Engels y Marx, pasando por Lenin, Stalin, Trotsky, a la socialdemocracia, la democracia cristiana en algunas de sus versiones, la doctrina social de la Iglesia, la teología de la liberación y los discípulos de Hélder Câmara, el documento de Aparecida, el Foro de Sāo Paulo, Francisco I y su encíclica Fratelli tutti, más todos los populismos y progresismos globales, regionales, locales, y las encíclicas de Bill Gates, Thomas Piketty, Jeffrey Sachs, Jean Tirole, Joseph Stiglitz, y otros, junto a las burocracias de las tres inefables, Georgieva, von der Leyen y Lagarde, la OMS, las organizaciones de derechos humanos con todas sus cortes, cohortes y consejos, y cuanta otra aparezca, y en el plano local, la confabulación multipartidaria que erróneamente se adjudica sólo al peronismo, obvio culpable, en cada cargo y carguito, pero que incluyen un amplio espectro de partidos, sin olvidar a los Lousteau, Alfonsín (el bueno), Prat Gay, de Pedro, Stanley, Frigerio, Donda, Grabois, Carrió, y otros representantes políticos que la lectora quiera, las organizaciones sociales, y muchos otros que sepultaron a Macri (al que no le costó mucho dejarse sepultar) con el gradualismo o variantes como la AUH, o el solidarismo, y todos los dictadores de América Latina con cualquier formato o seudo ideología, disfrazados de indios, de sucios, o no.
Esta denominación moderna genérica de socialismo también incluye a los funcionarios del gobierno diamantes (perdón, de amantes) especialmente cuanto menos capacitados sean, a la mayor parte de legisladores de todos los partidos y a los políticos que han hecho un Linkedin del Estado y que lucran, tienen su razón de ser y su argumento en el formato del reparto y la distribución de la riqueza ajena y el ataque al ahorro y al capital, que finalmente termina en la dictadura y el hambre. Por supuesto, también es socialismo descarado lo que hacen el presidente y la vicepresidente-en-ejercicio y el delfín putativo de ese matrimonio bipolítico de conveniencia, que desembocará en el mismo tipo de país que el de mi guía rubia y soviética.
Esta rara comparsa tiene una razón de ser: cuando finalmente el bolcheviquismo descubrió que era incapaz de producir nada, eligió el camino de permitir graciosamente que la producción quedara en manos de los privados, pero cortándoles una feta del salame cada día, una feta de libertad, una feta de derecho de propiedad, una feta de ingresos, una feta de patrimonio, una feta de entusiasmo, una feta de optimismo.
Lo mismo hizo y sigue haciendo con la ciudadanía, reducida cada día más a la condición de masa o de borregos, atormentada por el miedo, la culpa, la inseguridad, y ahora por el terror a las pandemias, a la luz del sol, a la lechuga, al bife de chorizo, al coito, al pecado, al frío, a que se derritan los hielos, que todo se congele, al calor, a que falte agua, a que sobre agua, a decir o no ciertas palabras, a vestir ciertas ropas, a identificarse con ciertos colores o pañuelos, o a no hacerlo, a pensar, simplemente. La única diferencia con el pasado es que el marxismo ya no está solo ni se limita a los políticos. Le han copiado no su ideología, sino su metodología. Tomar el poder de algún modo, cualquier modo y cualquier tipo de poder, perpetuarse en él y mantener atemorizada o encolumnada con algún miedo o resentimiento a la sociedad y tenerla enfrentada para usufructuarla. No muy distinto a Orwell, a las tremendas películas La isla y La aldea, a Rebelión en la Granja y a los antivirus que supo promover Gates una vez que tenía cautivo a medio mundo con su Windows y su Office.
Toda esa topografía de procedimiento se puede englobar como socialismo, público o privado. Y tiene un solo final y un solo desenlace: el totalitarismo. La diferencia es que hoy no hace falta ser político para ser burócrata, socialista y planificador central. Y eso nos hace caer en graves contrasentidos. Vemos a Gates comer gusanos y beber excremento humano, pero despotricamos contra los chinos que comen sopa de murciélago. Y mientras Gates llama carne a esas porquerías, nuestras industrias no le pueden llamar gruyere al queso o champagne al espumante porque es desleal.
No es que esta columna crea en las conspiraciones, en rigor no cree, pero la ambición, la maldad y el poder de los incapaces, los tiranos y los soberbios se alinea siempre sin alianzas, como las mangas de langostas. Por eso merecen estar juntos en ese raro cambalache que tiene un solo objetivo, un solo proceder y un solo desenlace.
Todos tenían y tienen claro que esta ley partía de una mentira. No de una convicción. La mentira de hacerle creer al inquilino que esta decisión le serviría para algo, cuando está claro que lo perjudica y desprotege. Solapadamente, también incorporaba el desprecio por la propiedad privada, a la que sin ninguna razón, derecho ni justificativo se considera subordinada a fines superiores que no existen. Si es resentimiento, ideología o conveniencia no importa.
También es evidente y conocido que esta legislación provocará el parate de la construcción de unidades destinados al alquiler, lo que afectará por un lado a los alquileres en cantidad y número y por otro a todo el negocio de la construcción y su personal, justamente cuando más se necesita este tipo de trabajos, que reactivan rápidamente a los sectores menos tecnificados de la sociedad.
Asimismo, está claro, para todos, casi redundantemente, que en un acto de soberbia e ignorancia se continúa negando que la formación del valor del alquiler no es unilateral, ni existen “formadores de precios”, deliberado error voluntarista que se comete con todos los productos, por todos los partidos, reiterada y empecinadamente. Y sin embargo también es sabido que a esta barrabasada van a seguir medidas que obligarán a alquilar, como ya está la de aceptar de prepo alguno de los mecanismos de garantía que la ley nueva especifica, otra exacción. Duplican la apuesta perdedora como los jugadores empedernidos.
Hay quienes temen que se apliquen nuevos impuestos a los inmuebles vacíos, (mediante un sistema de espionaje que los políticos modernos aman tanto, como si fueran todos Remil) No han leído la ley de impuestos. Ya está previsto antes de esta ley el alquiler presunto, un invento kafkiano que obliga a los propietarios a demostrar que su inmueble no fue alquilado y efectivamente estuvo vacío so pena de cobrarle el impuesto sobre el alquiler presunto en el momento de vender. Es probable que se profundice. Y no habrá que descartar que, como corresponde al comportamiento de los ignorantes, el diputado Lipovetzky presente un proyecto de ley con algún formato de expropiación en circunstancias determinadas, que, merced a nuestra justicia corrupta, pasará a aplicarse en todos los casos. En otras palabras, la construcción, que agonizaba, acaba de morir. Eso es socialismo en su peor versión. Aunque no sea fruto de la ideología sino de la idiotez. Y la idiotez es sorprendentemente resiliente.
En una última burla, los legisladores de la mal llamada oposición, por mejor denominación “los actores que actúan de opositores en este turno”, se defienden diciendo que, si bien la aprobación en diputados fue masiva y multipartidista, y se originó en su bancada, en el senado los actores que hacen de opositores se negaron a brindarla y no votaron. Además, ofenden a la sociedad al creerla permeable a cualquier mentira: no votaron por una disputa de poder interno, y así lo dejaron claro: “no nos retiramos de la sala porque estemos en contra del proyecto, sino porque no estamos de acuerdo en que se vote no presencial por no tratarse de una medida antipandemia”. Inconducente, además por la mayoría propia peronista. Los muchachos llaman a eso jueguito para la tribuna. O para la gilada.
Como es fácil ver, poco a poco la maraña de leyes y medidas está llevando a la misma esclavitud, a la misma anomia y parálisis, tanto de inquilinos como de locadores, que sufría sin saberlo mi rubia guía soviética de la mirada añil. Lo que hace pensar que, la última ofensa de los legisladores “de la oposición” podría ser la de crear un observatorio del mercado de alquileres, integrado por 400 amantes de altos sueldos y viáticos, a cargo de Milagro Sala, Hebe Bonafini y Sergio Shocklender, que han tenido destacada actuación en el proceso de asegurar viviendas del estado para todos, y todas. A eso aspiran. A que todas las casas las construya el Estado. Ninguna los particulares. ¡Qué mejor mecanismo de poder, de dinero, de sometimiento y de escarmiento, como se ha visto! Hasta se podría hacer una alianza entre el Estado y empresarios amigos que se encargasen de la construcción y el reparto (de retornos). Mi guía de jubón marrón casi estaría feliz, porque no extrañaría nada. ¿Y por qué no extenderlo a todos los bienes, por qué no lograr que todos los sueldos los pague el Estado?
Mientras tanto, al tiempo que nos cortan una feta de todo cada día, los ciudadanos pagaremos más y más impuestos, perderemos más patrimonio, derechos y libertades y seguiremos votando por partidos en lo que no creemos, por políticos a los que despreciamos, con leyes electorales en las que no confiamos, engañándonos de que así consolidamos la democracia, defendemos nuestra identidad y autopercepción, y de que estamos protegidos por un sistema representativo republicano y federal. Y sabiendo que seremos duramente atacados por antidemocráticos si sostenemos que estamos ante una farsa tramposa y corrupta.
Resignémonos y gocemos de la mano protectora del Estado. Como todo el mundo, diría la rusa.