“El estado soy yo” es la archiconocida frase que se le atribuye y que mejor define a Luis XIV, el disoluto rey de Francia que, aislado en su corte esclava, versallesca y al mismo tiempo privilegiada -a la que subyugó con favores de todo tipo y con su totalitarismo egocéntrico y egoísta- rigió siete décadas los destinos de la patria de Victor Hugo, Montesquieu y Voltaire.
Pero esa definición no se aplicaba aún a su concepción o manejo de la economía, sino a su condición de emblema del absolutismo de todas las épocas, de la que fue arquetipo por antonomasia, lo que debería haberle hecho merecedor de igual suerte que su tataranieto, Luis XVI: su augusta y fatua cabeza segada por la proverbial guillotina ciudadana.
La frasecita empieza a tener también un sentido económico, de plena actualidad, a partir de la aparición y crecimiento fulmíneo de Jean-Baptiste Colbert, que durante 22 años modeló el gobierno del Rey Sol por todo su mandato y siguientes reinados, con su concepto del mercantilismo, (que degeneró en Colbertismo) y su gasto público caprichoso, corrupto, dispendioso y despótico que culminó en uno de los peores sistemas tributarios de la historia, que incluía el castigo físico como sanción ante la falta de pago de las tiránicas gabelas.
Colbert fue el creador de los impuestos internos, (recordar la sal) como un modo de evitar la evasión, consecuencia inevitable de su propia angurria. También incorporó, junto con otros pensadores el concepto de que la riqueza de las naciones estaba en la cantidad de metales preciosos o de ley que cada nación poseía, y que ello se lograba importando lo menos posible y exportando lo máximo posible. También prohibiendo el ingreso de cualquier producto que compitiese con la industria local. Siempre bajo la falsa premisa de que así se defendía el empleo local. Obviamente, cobraba buenas comisiones por permitir o prohibir, algo que fue otra característica del reinado de Luis el Grande, como también se le llamaba, que algún día se popularizó en muchos países. (ver Perón, primera y segunda presidencias)
Este tipo de políticas se llamaría más tarde proteccionismo, y sería adoptado durante muchos momentos de la historia por diversos países y gobiernos, casi siempre con la misma corrupción fruto de la interrelación de los empresarios amigos con el estado, a través de los gobernantes de turno. Y prácticamente con idéntico resultado. No habrá que olvidar que las prácticas económicas feudales que se arrastraron hasta la Revolución Francesa terminaron con la resección de la cabeza de los reyes, y con Francia y su pueblo en la miseria. (Ver Hugo, Victor; Les Miserables)
En esa línea de pensamiento, Colbert, con la anuencia y la complacencia del monarca, manipuló durante dos décadas - e influyó durante varias más - las relaciones económicas, las políticas financieras, laborales, comerciales y de bienestar, si es posible llamarles de ese modo hoy. Debe además tenerse en cuenta que el concepto de un comercio internacional donde alguien pretende solamente exportar mucho y no importar nada de otros países es en sí mismo colonialista, esclavizante y necesariamente se basa en la fuerza en lo interno y lo externo, o en el accionar bélico como es el caso. Paralelamente, condiciona el resto del desarrollo social y humano a niveles de barbarie, más cruel para con los países pastoriles o subdesarrollados (La globalización del comercio fue, en ese aspecto un acto de justicia y de igualación de oportunidades entre todas las naciones y sus trabajadores, lo que por supuestos es intolerable para quienes viven de prometer limosnas y necesitan pobres y desocupados).
Al mismo tiempo, condena al mercado interno, a los consumidores y trabajadores del país que lo aplicas a altos precios, pocas opciones de productos y poco nivel de empleo, ya que el grado y surtido de impuestos, tarifas (Colbert las entronizó) o encarecimientos artificiales así producidos, terminan por desestimular la producción e innovación, paradojalmente, con lo que llega un momento en que no se importa nada por decisión, pero no se puede exportar nada por consecuencia. O se hace pagar al trabajador de cualquier formato o sea al pueblo, los costos del estado, llámese impuestos o miseria, y a trabajar por monedas.
Este concepto es válido aunque no haya elecciones, como demostró Colbert, y es inherente al pan y circo precario y eterno de gobernantes con cualquier formato y sistema, simplificadores, ignorantes, corruptos e ineptos. De paso, describe muy bien la Corte de Luis XIV y todos sus funcionarios, así como los empresarios acomodados (en los dos sentidos) de entonces. También el criterio es vigente con trueque, con moneda intrínseca o fiduciaria, con moneda con o sin respaldo o de reservas fraccionarias. Lo que en un cierto momento pareció funcionar, sólo estaba en la cabeza de la monarquía, sus súbditos, adláteres, socios y prostitutas/os prebendarios. Terminó hecho picadillo por la guillotina. (Recuérdese el “Si no tienen pan que coman brioche”, la frase atribuida a Mará Antonieta), que parecen hoy estar repitiendo a diario en sus tuits tantas militantes y miliamantes.
Por supuesto que el más famoso de los luises (fuera de los sillones de Luis XV) se acostumbró a un gasto ilimitado, parte porque lo necesitaba para sostener semejantes políticas mediante el miedo y la fuerza en lo interno y lo externo, parte porque la resignación de la gente le permitió despreocuparse de las consecuencias y los límites. Les Miserables, (ibid.) no es una novela, es una obra histórica y de economía que muestra los resultados de ese tipo de políticas y excesos.
El rey desapareció, pero el estado no. Se fusionaron los dos conceptos. Los políticos profesionales reemplazaron a los monarcas y a los Colbert, y mantuvieron como una máscara protectora la figura del estado, excusa que obra como una alfombra, bajo la que se esconde toda la basura que producen las mismas prácticas que terminaron en la guillotina. Por eso el socialismo ha impuesto la idea de que la Revolución Francesa se trató de una revolución burguesa, para no tener que aceptar el fracaso del estatismo.
Tal como ocurrió en el feudalismo, las sociedades, sobre todo los sectores menos laboriosos y con menos propensión a la meritocracia, a medida que los ideales democráticos y los principios éticos de la Independencia norteamericana se esparcieron, se ingeniaron para contraatacar y transformaron el yugo en derecho. El estado monárquico falsamente protector, una concesión regia para justificar el gasto insolente y la exacción impositiva indefendible y cruel, pasó de a poco a ser una entelequia, un tercero anónimo, impersonal y difuso de quien reclamar todo sin aportarle nada. O, como máximo, un mecanismo para arrojarle con el impuesto por la cabeza a otros y salvarse uno, o para conseguir un subsidio, una ayuda o un privilegio, justificado o no, legítimo o no, legal o no, decente o no, corrupto o no, pero que siempre paga otra entelequia “la sociedad” en rigor un sector minoritario y castigado al que se fuerza, como Colbert, a ser un financista obligado del estado y así a hacerse cargo de todos los gastos del beneficio, la dádiva o la ventaja que otros sectores no han hecho ningún esfuerzo para merecer o pagar, en nombre de la justicia, de la igualdad, de la equidad, de la solidaridad o de la lástima. Una monarquía sin rey, para resumir. Ahora con el agregado del miedo y el odio infundidos.
En ese entorno, aparecerían luego muchos Colbert, y muchos Luis XIV, en todos los sentidos. A veces imitadores en el gasto irresponsable y fácil, otras veces en la manipulación de variables, otras en la corrupción y las prebendas.
Con la excusa de ecuaciones mágicas, a veces, o en nombre de la justicia social, la igualdad o las reivindicaciones de todo tipo. En muchos casos hasta burlando la Constitución, la ley o la justicia con propósitos varios. Así nacerían los Keynes, los Roosevelt, los Hitler, los Mussolini, los Perón, los Duhalde, los Kirchner, los Fernández, los Marcos, los Chávez y Maduro, los Biden y Ocasio-Cortez aún los Alfonsín, los Trump y los Macri, los Obama y los Bush(h) cada uno con su estilo, a veces obligados, pero todos simultáneamente amos y esclavos del estado. Y con ese estado regulándolo todo y repartiendo bondad aparente a su sector preferido. De ahí han nacido dictaduras que ahora se llaman autocracias. Pero a no engañarse. No es sólo dictadura la China que mata gente o prohíbe hablar, ni los envenenadores rusos, ni Maduro, también lo es la que ha sumido a la economía americana y mundial en un marasmo de deuda, gasto y emisión prepandemia, que ha ridiculizado al ahorro. Voluntarismos y favores que ahora quiere convalidar echándole la culpa a la pandemia. Y además quiere aumentar.
Es el momento extremo en que el pobre ciudadano, o para mejor decir el pobre innovador, el pobre productor, el pobre inversor, el pobre trabajador, el pobre cuentapropista, el pobre profesional, el pobre consumidor, el pobre jubilado, deberían darse cuenta de que el estado es cada uno de ellos, de que todo gasto es pagado por ellos, de que todo sacrificio es hecho por ellos para mantener una monarquía que en teoría se autoguillotinó hace dos siglos largos.
Cuando el gobierno americano pone un colosal impuesto empresario que además en el mejor estilo de potencia imperial quiere imponer al mundo, (otra aberración que hubieran amado Colbert y Luisito) y luego quiere subsidiar con eso a una masa de inmigrantes ilegales que no hicieron ningún merecimiento ni ningún esfuerzo de ningún tipo para obtener la Green Card que se niega a emprendedores, empresarios y trabajadores por derecha de todo el mundo, es difícil fingir no darse cuenta de que las burocracias inventan gastos para vivir de ellos. Y quieren que los pague usted, lectora, lector.
No muy diferente que cuando el estado argentino pone impuesto confiscatorio a la riqueza para darle planes a los mapuches que lo niegan. Necesitan gastar. Es su savia.
“El estado soy yo” es una frase que debe ser reformulada, “el estado son ellos, los burócratas” a la hora de gozar los beneficios. Y “el estado eres tú” a la hora de pagar esos gastos o los costos del proteccionismo, las prebendas y las consecuencias de la demagogia barata, incluyendo la falta de vacunas, no olvidar.
Cuando la capacidad de ese estado, o sea de los contribuyentes, que ya estaba agotada antes de la pandemia, simplemente se puso en evidencia tras el virus con más dramatismo, el socialcomunismo mundial empezó a hablar del gran reseteo, que supone ser un pido, un borrón y cuenta nueva, un intento de la dialéctica marxista de querer borrar el pasado y empezar de nuevo, para hacer olvidar los errores que por supuesto, nunca atribuirán a su complicidad con el estado golémico que han inventado junto con sus burócratas para suceder a los Luises con otro nombre. Esto de suceder al despotismo no es una licencia periodística, cuando el nuevo gobierno americano quiere licuar el control republicano de la Corte aumentando el número de jueces y poniendo más demócratas. Una kirchneriada al mejor estilo Luis XIV.
Es posible que, empujado por la irresponsabilidad de los gobernantes, la impericia, las teorías forzadas que intentan predecir la acción humana, el facilismo de los votantes, el concepto mismo de que alguien impersonal y anónimo pagará para que se cumplan los sueños y los derechos que cada uno cree que le deben ser garantizados con independencia del esfuerzo y el mérito que hiciera para conseguirlos, el sistema termine por estallar. Pero eso no significa que se haya llegado a ningún acuerdo ni consenso técnico, social o de ningún otro tipo sobre la efectividad de volver a los principios del Rey Sol, o de Colbert. Significa que se está aprovechando la coyuntura para hacer lo mismo de siempre con otro nombre, como sabe cualquier argentino.
Porque a la hora de pagar, el estado no “soy yo”, como defendía Luis el Grande, ni “somos todos”, como dicen algunos. A la hora de pagar, en cualquier país del mundo, el estado sólo es costeado por los que trabajan, estudian, producen, innovan, invierten y empeñan su sacrificio y su patrimonio en esa tarea. Es que tarde o temprano, por el efecto de la infinita bondad demagógica paralizante y del expolio sistemático, esos sectores no constituyen la mayoría. Entonces no gobiernan, ni deciden, ni opinan, ni cuentan. Y, aunque todo se oculte bajo la alfombra de la democracia - otra entelequia - esa situación se parece decepcionante y peligrosamente al absolutismo de la monarquía francesa del siglo XVII.