POR ARMANDO ALONSO PIÑEIRO
Aquel campesino haitiano ya había sido sorprendido dos veces por el rey en una posición denigrante para la severa legislación nacional: durmiendo. La holgazanería dentro de los estrictos horarios de labor era una falta grave en la Haití de comienzos del siglo pasado.
Por eso, aquella tercera vez el soñoliento campesino no iba a tener oportunidad de arrepentirse. Porque desde una colina cercana, su soberano acababa de descubrirlo gracias a su viejo telescopio de bronce. En la colina había un fuerte, uno de los palacios reales, sólidamente artillado. El rey ordenó a un ayudante que dirigirá uno de los cañones hacia el ostensible blanco –es decir, el negro dormido a la puerta de su choza–. Apuntó, prendió la mecha y una potente bala de cañón barrió para siempre con el campesino, su choza y las ganas de cualquier otro labriego de robarle unos minutos de trabajo.
Así era su Majestad el rey Henri Cristophe. Su pueblo lo llamaba L’Homme. Era, en efecto, el hombre, mezcla de patriotismo, inteligencia innata, analfabetismo e incultura y gran machismo. Era el producto de la mezcla de razas híbridas, originado en remotos ancestros africanos. Eran el producto, él y su pueblo, de la barbarie de la colonización francesa, que había compilado una serie de horrores, como la diversión favorita de aquel colono que se complacía en enterrar hasta el cuello a sus esclavos díscolos, para luego jugar con unos lánguidos invitados al bolo. Los bolos eran proyectiles de cañón, y el blanco, claro, aquellas cabezas de enrulado pelo.
Pero como en los cuentos de hadas, empecemos por el principio. Antes que la Argentina, antes que Venezuela, antes que otras naciones del continente, Haití declaró su independencia de los opresores europeos. Fue el segundo país que lo hizo, apenas veintiocho años después que los Estados Unidos se emanciparan de la tutela británica.
El hecho ocurrió en 1804. Medio millón de habitantes nacía a la libertad en un doble sentido, pues no sólo habían sido dependientes de una potencia extranjera, sino que además habían sido esclavos desde el siglo XVII. El general Jean Jacques Dessalines fue designado gobernador vitalicio, pero no tardó en proclamarse emperador. Su acción de gobierno se caracterizó por la despiadada matanza que hizo que todos los blancos que se encontraran al paso de las fuerzas militares y por el principio constitucional de que ningún blanco podía ser propietario, en el supuesto de que quedara alguno. Esta asombrosa discriminación racial se mantuvo hasta 1918, año en que las necesidades mercantiles del país cambiaron, aunque fuera superficialmente, tan curiosa óptica. La isla de Haití estaba, al proclamar su independencia, dividida en dos partes: un sector español, y otro, ex francés ahora independiente. Dessalines intentó sin éxito invadir la franja vecina, fracaso que se sumó a otros factores para provocar su derrocamiento y asesinato, en 1807. Finalmente, la otra parte de la isla alcanzaría su entidad nacional bajo el nombre de República Dominicana.
Entretanto, la muerte de Dessalines permitió el surgimiento de Henri Cristophe, ex esclavo hijo de negros originarios del África occidental. Sargento a los 27 años en los días confusos de la dominación francesa, reaparecería varios años más tarde con el grado de general. Con estas charreteras había logrado también aprender a escribir su apellido, aunque no todavía su nombre.
Al subir al poder, Henri Cristophe estaba aureolado por una carrera eficiente. En 1802 Napoleón había mandado a Haití a uno de sus generales favoritos: Charles Victor Emmanuel Leclerc, casado con su hermana Pauline, a fin de doblegar la rebelión de los negros. En aquella oportunidad, Cristophe era gobernador militar de Cap Francois, y para demostrar su propósito de que nunca se rendirían, incendió y destruyó concienzudamente la ciudad, de manera que los invasores napoleónicos sólo encontraron a su llegada ruinas humeantes. Henri y sus hombres huyeron a la selva y las montañas para proseguir la lucha contra el opresor.
Hasta finalmente conseguir la victoria en 1804, los haitianos tuvieron que pasar por humillaciones sin cuento y torturas espantosas. El historiador John W. Vandercook ha recordado que “centenares de prisioneros negros y mulatos fueron conducidos a bordo de los buques surtos en el puerto, esposados muñeca con muñeca, en una larga línea y obligados a saltar al agua, arrastrándose unos a los otros, a grito vivo, hacia la muerte en una enredada cadena humana de desesperación. Cuando se terminó la existencia de esposas se encontró conveniente atestar las bodegas de los buques de negros, cerrar las escotillas y quemar velas de azufre hasta que fueran asfixiados. Y cuando el cirujano militar sugirió que los cuerpos que las mareas arrojaban a la playa eran fuente de peligroso contagio, resultó todavía más fácil obligar a las cuadrillas de prisioneros a cavar una fosa común para ellos mismos y entonces dispararles por la espalda para que cayeran de cabeza en los Hoyos”.