El ordenamiento político del espacio europeo en la Modernidad comenzó con los acuerdos signados en Westfalia en 1648, que consagraron a un puñado de Estados nacionales soberanos y a una multiplicidad de pequeñas unidades alemanas como únicos sujetos titulares del monopolio de la coacción legítima y, consecuentemente, del derecho a la guerra.
Este esquema fue progresivamente proyectado hacia el resto del mundo con la incorporación de los países americanos independizados y de unas pocas naciones asiáticas en el siglo XIX. Dentro de este conjunto de unidades estatales emergieron un reducido número de poderes capaces de integrar una suerte de Directorio europeo cuyo relativo equilibrio interno favoreció condiciones de cierta paz al par que aseguraba la primacía británica sobre los mares. En la bisagra entre las centurias décimonona y vigésima el elenco se completó con el acceso de Estados Unidos desde el oeste y Japón desde el este, ambos triunfadores de sus guerras contra España y Rusia respectivamente.
Este marco clásico de la política global experimentó solo dos grandes desafíos en tres siglos. Napoleón primero y Hitler luego fueron los retadores (aufbrecher) los que buscan forzar la entrada) que intentaron unificar el poder continental de Europa para doblegar a Londres, fracasando en toda la línea. La potencia bolchevique establecida en 1917 por su propia naturaleza tendía a consumar un objetivo análogo –y aún más ambicioso- pero la derrota de Trotski frente a Varsovia y el aborto de los soviets en Baviera y Hungría limitó rápidamente sus expectativas y forzó al “socialismo en un solo país”, generando, en passant, nuevas estrategias de expansión distintas de la guerra interestatal.
Finalmente, el resultado de la IIGM implicó la salida de Europa del club de los poderosos y el establecimiento de una diarquía estadounidense-rusa que de alguna manera reservó únicamente para esos dos países las calidades efectivas de los Estados soberanos: el esquema de Westfalia resultó drásticamente simplificado. La bipolaridad perduró por más de cuatro décadas anulando políticamente el espacio europeo al par que favoreciendo la proliferación de conflictos multiformes en la periferia
Ulteriormente, la implosión del imperio soviético en 1989/91 pareció abrir el camino hacia el One World, expectativa que signó particularmente las dos presidencias de Clinton. Nunca estuvimos tan cerca del gobierno mundial. Pero ya con Bush Jr., en cambio, se insinuó aquello que profetizara Julien Freund cuando afirmó que si se avanzaba hacia el imperio global crecería parejamente la realidad de una guerrilla global: Al-Qaeda fué, durante más de una década, la expresión de ese ominoso destino.
A partir de la crisis financiera de 2008, el desmadre de la llamada Primavera árabe (que generó la intervención de Rusia en la guerra civil siria) y el descontrol de los flujos migratorios con la previsible reacción de las derechas identitarias, las perspectivas irénicas del globalismo original se fueron descomponiendo aceleradamente. La fragilidad de aquellas democracias que parecían más consolidadas en el plano interno acompaña aquel cuadro general. Ya no nos resulta extravagante oír hablar de las posibilidades de guerra civil en EE.UU. o en Francia, por ejemplo, y Elon Musk acaba de preverla para Gran Bretaña. El mundo entero parece políticamente en refacción, y hace falta echar una mirada cuidadosa a los materiales disponibles para la obra.
A nuestro juicio no está en entredicho el proceso mismo de la globalización en cuanto empequeñecimiento del mundo y presencialidad en tiempo real de todos los factores. Lo que se debate –y no sólo académicamente, por cierto- es la estructura de articulación que se impondrá a ese mundo con condiciones de razonable perdurabilidad.
Es el momento oportuno, quizás, para retornar a las perspectivas sostenidas en vísperas de la IIGM por Carl Schmitt, uno de los mayores maestros del conocimiento político en el pasado siglo. En ese momento, disertando en la Universidad de Kiel, el renano estimaba que el colapso del orden westfaliano abría el camino hacia la conformación de grandes espacios (Grossraume) como nuevos elementos ordenadores de la política mundial; se trataría de bloques regionales o continentales a geometría variable y límites flexibles, estructurados en torno a un país hegemónico. Schmitt no fue oído en Berlín, donde la dirigencia nacionalsocialista prefirió la ideología racial del Lebensraum que los arrastraría a la derrota en las estepas rusas
El peso del sistema bipolar ulterior impidió que se volviera a pensar el orden del mundo en términos schmittianos. Hasta fines del siglo, cuando –desentonando de las perspectivas de la utopía global- el ilustre Samuel Huntington publicó su Choque de las Civilizaciones, que reconoce a éstas una naturaleza y un papel análogos, ya que no idénticos, a los “grandes espacios” del autor alemán. Más recientemente se ha comenzado a utilizar el concepto de países civilizacionales para aludir a Rusia, Turquía, entre otros. Ellos resultarían en la actualidad los detentadores reales del ius belli y, consiguientemente, los actores posibles de la paz.
Entendemos que estas reflexiones adquieren significativa actualidad frente a las próximas elecciones norteamericanas. La moneda está en el aire y cualquiera de los dos candidatos presidenciales puede quedarse con la victoria. Pero es Donald Trump quien parece especialmente advertido de las nuevas realidades. Su aviso a los europeos sobre la necesidad de que se hagan cargo seriamente de los costos de la Defensa, su escaso interés en el panintervencionismo mundial así como su disposición a encontrar una pacificación realista en el conflicto ucraniano permiten inferir su disponibilidad de base a una estructuración global más plural y equilibrada.
Ahora bien: si la futura Administración estadounidense se internara en ese camino, ello implicaría, sin duda, un correlativo repliegue hacia la Fortaleza America como supuso, en su versión original, la Doctrina Monroe. Y tal hipótesis demandaría de la Argentina una consiguiente redefinición de su articulación y su rol. Habrá que tomar conciencia de qué gran espacio integramos. Estudiar a Pinedo y a Perón (“continentalismo”) pueden ayudarnos en la tarea.