“El cine también es circo, carnaval, feria y juego de saltimbanquis”, sostenía Federico Fellini, a quien uno de sus biógrafos, Damian Pettigrew, describía como “el mentiroso nato”. Todos los creadores tienen algo de mentirosos...
Fellini también creía que todas sus películas (“Todo arte”, aclaraba) tenían algo de autobiográfico, pero también confesaba que poco recordaba de su infancia, a pesar de que una de sus películas más notables trata de su juventud en Rímini, ‘Amarcord’ (1973). En sus propias palabras, esta era “una memoria inventada” sobre la vida en un pueblo italiano durante los primeros años del fascismo. Y aunque sostenía que “hago películas de la misma forma en la que vivo un sueño”. Sin embargo, ‘Amarcord’ es el mejor retrato de la Italia fascista.
Dibujante dotado, su primer trabajo fue como caricaturista de la revista ‘Marco Aurelio’ y después de la guerra tuvo un pequeño local en Roma donde hacía caricaturas de los marineros norteamericanos (quizás en Ohio o Nebraska haya en algún altillo una caricatura firmada por Fellini de un abuelo que peleó la guerra y se llevó este souvenir sin saber que era retratado por quien sería un monstruo sagrado del cine).
En Roma conoció a Roberto Rossellini, quien lo introdujo en el mundo del cine y con quien colaboró en ‘Roma, ciudad abierta’, en 1945. Después se convirtió en guionista antes de ser director.
Desde entonces se lo relaciona con el neorrealismo italiano, aunque Fellini decía adorar a los maestros de la risa de Hollywood, como Chaplin, Buster Keaton y El Gordo y el Flaco. Es decir, primaba en Fellini ese sentido del humor y una percepción del grotesco que cada vez se hizo más evidente en sus obras, a punto de que su nombre se convirtió en un adjetivo: “fellinesco”.
Con el tiempo se fue alejando del neorrealismo y del movimiento de izquierda acorde a la evolución democrática de la Italia de postguerra. Su ejemplo más elocuente de esta escisión fue ‘La strada’ (1954), la película que él describía como “el catálogo completo de mi mundo mitológico”. De hecho, fue un punto de inflexión en la historia del cine mundial.
Sin embargo, su obra más famosa, ‘La dolce vita’, coincide con el boom económico de la postguerra, acompañado de un relajamiento de las costumbres con una búsqueda indisimulada del hedonismo. De acá en más la filmografía de Fellini (Otto e mezzo, Satyricon, E la nave va, etc.) se convierte en onírica, esotérica, grotesca, fantasiosa y... pesimista. Quizás más que pesimista debería decir escéptica, un escepticismo nacido de la observación de la conducta humana en sus momentos más dramáticos. De hecho, el nombre de uno de los oficios menos "virtuosos", esos periodistas buscadores de escándalos a cualquier precio entre ricos y famosos, nace en La dolce vita: los paparazzi.
La carrera de Fellini se puede definir en pocas palabras: “de la simplicidad a la complejidad, pasando por la autoparodia” (John C. Stubbs, 1993).
“¿Por qué debo contar una historia simple con ideas precisas e imágenes lucidas? ¿Acaso la vida es así?”, decía el director al describir su filmografía.
Sin duda, la vida es compleja y lo fue para Fellini. Perdió dos hijos (uno antes de nacer y otro a temprana edad) y no tuvo descendencia.
En una de sus entrevistas, que rara vez concedía, dijo: “yo hago una película como huyendo de algo… como si me deshiciese de una enfermedad”. Y esa enfermedad tan temida le llegó a los 73 años, poco después de haber recibido el Oscar por su trayectoria. Sufrió un accidente cerebrovascular.
En octubre de 1972 una isquemia cerebral le indujo una hemiparesia izquierda, asociada con pérdida del campo visual inferior (las fibras motoras que parten de la corteza están muy cerca del haz de fibras visuales de Gratriolet que van desde el quiasma ópticos a la corteza occipital). Inmediatamente fue internado en el hospital Rímini, donde se le realizó un exhaustivo examen que incluyó una tomografía cerebral. En el examen neurológico no se detectó deterioro cognitivo y en todo momento se mostró cordial, casi jocoso.
Describía a su brazo paralizado “como un atado de espárragos”. En dos meses la parte motora mejoró significativamente, pero lo que más le preocupaba (o mejor dicho, le llamaba la atención), por su condición de dibujante, era la pérdida de la percepción de una parte de las imágenes, la izquierda.
Sin embargo, esta negación de la izquierda no dificultaba sus tareas diarias: podía afeitarse y peinarse y para otras actividades simple se valía por sus medios, sin quejarse ni deprimirse. Lo que llamaba la atención de los médicos y al personal que lo atendía era su sentido del humor, al punto de distorsionar algunos resultados de los exámenes que le realizaban pata desconcentrar al profesional y después reírse de su gesto de sorpresa.
Lo curioso del caso de Fellini es que él se percataba de esta alteración del campo visual al punto de hacer un dibujo donde el paciente se pregunta: ‘Dov'è la sinistra?’, circunstancia que no todos los pacientes se percatan y dificulta su recuperación (lo que técnicamente se conoce como anosognosia).
Fellini, en cambio, tenía conciencia de que a su mundo le faltaba algo. En la enfermedad encontró lo mismo que había tratado de relatar en sus películas: al mundo le faltaba algo. ¿Coherencia? ¿Altruismo ? ¿Inteligencia? ¿Cordura?
Quizás todo eso y mucho más.
Como el mismo Fellini afirmó, sus películas eran “la expresión de la criatura humana en todos sus aspectos, sus contradicciones y todos sus elementos”.
El 31 de octubre de 1993, Fellini sufrió otro accidente vascular que terminó con sus días. Su ataúd fue paseado por las calles de Rímini, pasando frente al cinematógrafo donde de joven había pasado tantas horas.
Giulietta Masina, su esposa y protagonista de algunas de sus películas, con quien había cumplido 50 años de casados, lloró frente a la tumba de este gran cineasta que creó una nueva forma de expresar la ambivalencia de la condición humana.
Solo cinco meses más tarde, Giulietta murió de un cáncer de pulmón. Fue enterrada junto a Federico y el hijo que no pudo acompañarlos en vida.