Publicada en 1908, la novela Señor del mundo, de Robert Hugh Benson (reeditada años atrás por Librería Córdoba), deslumbra por la exactitud de algunas de sus anticipaciones y la lógica de un argumento místico que imagina el fin de los tiempos y la aparición del Anticristo, encarnado en un misterioso y cautivante político estadounidense. Pero lo más perturbador del relato es que el mundo que Benson describe en vísperas de su destrucción se parece mucho al que conocemos hoy, más de cien años después de publicada la obra.
Se trata de un ambiente cultural que acepta la eutanasia y habla un idioma universal. En él han desaparecido las diferencias nacionales y tres grandes bloques se reparten el globo: América, Europa y el vasto Imperio de Oriente, con el que hay rumores de guerra. Una forma de comunismo masónico, sin auténticas divisiones partidarias, impera en Europa y en América.
Por ley se pretende erradicar la pobreza y extender el libre comercio. Ya no se cree en Dios sino en la divinidad del Hombre. La psicología ha remplazado a la fe.
Este estado de cosas permite la subsistencia de una vaga espiritualidad que admite retiros y guías escritas para la vida interior (es decir, libros de autoayuda). Pero las religiones organizadas fueron eliminadas o están a punto de serlo. Sólo la Iglesia Católica se mantiene en pie, acorralada en Roma, donde como en otras épocas ejerce el dominio temporal de la ciudad, que ya no es la capital de Italia.
Los católicos creyentes del mundo se exilian en la Ciudad Eterna para escapar de la marginación y las persecuciones. Se multiplican los desastres naturales y cada vez hace más calor en todo el globo. Abrumados, algunos depositan sus esperanzas de liberación en el inminente conflicto con Oriente, mientras la mayoría sucumbe ante Su Alteza, el Presidente del Orbe.
Señor del mundo es hoy una novela casi desconocida. Y debería llamar la atención que una obra con tal cantidad de acertadas imaginaciones proféticas hubiera caído en el olvido. Porque el tiempo demostró que novelas afines, como 1984, Un mundo feliz o Nosotros, sólo habían retratado las pesadillas de su época, o a lo sumo las proyectaron unos años hacia adelante. Lo destacable en Benson, en cambio, es que su argumento parte de un proceso que él estaba viviendo, a saber, el gradual remplazo de la creencia en un Dios trascendente por la adoración del hombre, la ciencia y la naturaleza, para extraer de allí las consecuencias -inimaginables en su tiempo- que tendría ese cambio con el paso de los decenios. Lo hizo guiándose por las enseñanzas de la Iglesia y del libro del Apocalipsis, y le dio un tono épico, heroico, que conviene a una historia que es la anticipación de una gran batalla, la última de todas.
Uno de sus escasos yerros, como bien señaló el padre Leonardo Castellani, quien tradujo la obra y escribió un agudo postfacio en 1956, fue no haber previsto "la tribulación de adentro, la corrupción introducida en el seno de la Iglesia, mucho más temerosa" y que de algún modo aparece prefigurada en el Apocalipsis. Castellani insinúa que Benson quiso perdonar al lector el triste fenómeno de la "corrupción interna específica de la religión; de la confusión dentro del redil, y no solamente fuera". Es posible. Hoy basta con leer los diarios para comprobar que también ese rasgo apocalíptico tiene estremecedora actualidad.