Es archisabido que la prédica populista y progresista, (la columna se siente respaldada en el uso de estos términos después de la convalidación terminológica que hace The Economist en su nota de fondo de esta semana) niega siempre la realidad y la evidencia empírica, aunque le choque en las narices, sin sentirse en la obligación de justificar nada de lo que afirma o niega. Lo que se llama posverdad, relato, discurso, dialéctica marxista, enseñanza goebbeliana, o como se le quiera llamar.
La última herramienta que ha agregado a su maletín de prédica es el concepto de que la sola emisión monetaria no genera inflación, sino que la misma es fruto de una serie de acciones de las empresas, el consumidor, el intermediario, el mercado, o algún otro factor exógeno, con propósitos que pueden ser más o menos aviesos, según a quién quiera dañar o culpar cada semana. Esto no es exclusivo de Argentina. Sólo ocurre que en el orden local siempre hay una lupa payasesca que aumenta hasta el ridículo aún lo que ya es de por sí exagerado o equivocado.
Para no ocupar todo el espacio en reproducir un tratado sobre política monetaria y teoría del valor, bastará decir que, como en todos los otros temas económicos lo ideal sería que fuera la acción humana la que decidiera cuánta moneda debería circular, cuál sería la velocidad de circulación, quién la emitiría, cuál sería el respaldo aceptable y cual sería su poder adquisitivo, lo que no se hace con una fórmula fría infalible. Como eso se ha descartado hace mucho por razones políticas, no económicas, y más aún después del pase de magia de Nixon cuando incumplió sus acuerdos de convertibilidad, la cantidad que hacía falta emitir solía ser decidida en los países serios por medio de una mezcla entre empirismo educado y algunas guías que tenían formato de ecuaciones, aunque no lo eran exactamente, ya que incluían componentes de difícil cuantificación, como es el caso de la inflación supuesta en la regla de Taylor. Pero los economistas expertos en manejar los Bancos Centrales solían hacerlo con bastante eficacia, teniendo en cuenta el crecimiento del PBI y el crédito disponible, que definía la velocidad de circulación y corrigiendo mediante toques experimentados y responsables con la tasa de interés los desvíos temporarios que pueda producir la libertad.
De ese modo se lograba que funcionara la famosa expresión (que no es una fórmula euliana sino una forma de expresar un concepto) M.V=Y.P, donde M es el dinero en circulación, V la velocidad a la que circula, o las vueltas que da vía el crédito, y el producto de ambos es igual a todos los bienes tangibles o no, o sea un valor teórico Y, multiplicado por P, o sea el precio de cada bien, servicio o renta. Es una explicación casi obvia, que, si bien no funciona en la instantaneidad, tiende a ser verdad en el mediano plazo, o en la mayoría de las veces, o la mayor parte del tiempo. De nuevo, no es una ecuación matemática, sino un modo de expresar una lógica elemental de la vida de los individuos y de la regla de la escasez.
Como a los gobiernos les molesta esta lógica, o mejor dicho esta realidad, tratan de alterarla de distintos modos. Por un lado, con el simplísimo sistema de emitir más dinero del que hace falta, para pagar gastos que tampoco hacen falta o no se pueden pagar, sobre todo cuando han agotado ya el recurso de los impuestos y el endeudamiento. Luego intentan arreglar el desastre que han creado mediante más artilugios, como controles de precios, que terminan siempre en exageraciones como los cepos a las divisas, la prohibición de importar seguida por la prohibición más estúpida de exportar, o pagar tentadoras tasas de interés para lograr retirar dinero del mercado y así no crear presión sobre los precios, proceso que al exagerarse termina con ingentes masas de nueva emisión siempre explosivas, lo que lleva infaliblemente a una parálisis y una hiperinflación simultáneas, con todos los efectos que puedan imaginarse, incluido meter presos a los supuestos culpables de la pérdida de valor del dinero. La velocidad conque eso ocurra depende del grado de demagogia y populismo de cada gobierno, y de cuánto resista la confianza que inspire, porque la confianza también juega un papel central en este proceso, que se pierde cuanto más exagerado se es. Cosas que los gobiernos que no merecen confianza jamás incorporan en su análisis. (Nótese el optimismo bursátil frente a la sola posibilidad de que el peronismo sea levemente derrotado).
Todo esto es fácil de entender en un mercado como el argentino, con una sociedad cada vez más acostumbrada a la dádiva estatal y gobiernos predispuestos a complacerla, y con sistemas políticos que obligan a la demagogia y el populismo para ser electos o para permanecer en el poder. Pero el proceso no es único de Argentina, no siempre por las mismas razones.
Hay una tendencia mundial a copiar o usar ese modelo. Europa es un ejemplo. Medio siglo de repartir bienestar inmerecido como mecanismo de gobierno, la gran mentira que se llama “socialismo europeo” y se pone de ejemplo tantas veces, lleva a una Europa endeudada, ineficiente y cocinada a impuestos, a la emisión como último recurso. La pandemia agrega más gasto estatal al guiso fenomenal que se cuece, pero al mismo tiempo, provee de una excusa maravillosa para emitir. Europa, junto con los entes sobre los que influye aún más que Estados Unidos, como la OCDE, la OMS, la OMC y el propio FMI, fueron de los primeros en salir a predicar más gasto y emisión desaforados para paliar los efectos del aislamiento sanitario. Se han esgrimido todo tipo de explicaciones, pero ninguna ha vacunado contra la inflación inexorable a quienes emitan alegremente. Hasta se puede decir, actualizando la cita, que todo endeudamiento, más que impuesto futuro, es inflación que sufrirán las futuras generaciones, generaciones por otra parte cada vez más cercanas.
El Banco Central Europeo está fuertemente influido por ideólogos y políticos que preconizan la emisión como si fuera un recurso técnico válido, por lo que ni siquiera se ensayará una suba de tasas importantes para parchar los efectos de esa emisión. Ni aun una tasa de interés no negativa. Entonces la inflación está decretada. Y no será pequeña.
Estados Unidos tiene un presupuesto escrito y otro in pectore que garantizan la inflación futura a corto plazo, con la teoría de que quien se endeuda en su propia moneda puede hacerlo sin consecuencia y quien es el líder del mundo puede emitir sin que haya un efecto casi instantáneo de pérdida de valor. Una teoría per se discutible, pero que obliga de todos modos a ser el líder del mundo, precaución que la gran nación no estaría tomando. Tiene un problema de endeudamiento de hogares y empresas aún mayor que el europeo, en términos de su relación con el PBI, por lo que hace rato viene abogando por un dólar más barato y una inflación que alivie el peso de la deuda, y huyendo como si fuera kryptonita de una deflación que acabaría con el sistema en horas. Eso mucho antes de Biden, que es culpable de otras cosas. Trump ya abogaba por tasas regaladas y dólar más bajo. Lo está logrando el partido Demócrata ante la mirada mansa del ex partido Republicano.
También los individuos están provocando la inflación, en todo el mundo, al reclamar más gasto del estado y más salarios por menos horas de trabajo. La inflación salarial es la peor de todas, porque no hay manera de combatirla sino por la fuerza de la naturaleza, y la fuerza de la naturaleza es el desempleo. Ni pensar cuando todo esto se combina con la etapa que se viene de reemplazo de una mano de obra obsoleta por otra mano de obra superespecializada.
Por último, hay una inflación contenida en el sistema de intercambio internacional. Las reglamentaciones y tarifas de comercio americana y europeas y el proteccionismo rabioso que también demandan los inflacionarios, obligarán a subir los precios de componentes clave, ahora producidos por China en su mayoría, como muchas de las partes del equipamiento tecnológico que se vende en todos los mercados, ya que el precio de producirlos fuera de China es mucho mayor. Se trata de una inflación paramonetaria, una inflación de costos, convalidada por las emisiones alevosas, pero no generada por ellas. Más los costos de romper la cadena de producción y suministros.
Todos estos casos, y el lector encontrará muchos más, tienen razones con algún tipo de justificación económica, algún interés comercial o financiero detrás, por injusto que fuera. El individuo que teme al futuro y quiere más protección del Estado, el que no quiere trabajar o no quiere trabajar por una cifra determinada que se apoya en su sindicato para conseguir más sueldo, o el que quiere un subsidio o una ventaja. O una protección de la competencia cruel o más eficiente. Las empresas que odian competir, los sectores, naciones o empresas endeudadas que quieren una tasa cero, un subsidio, una devaluación o una inflación salvadora que les licue su deuda. Los gobiernos populistas que coimean al pueblo con dádivas para que los voten y los dejen robar tranquilos. Toda una enorme cantidad de lanceros que han gastado a cuenta y que ahora pretenden que la deuda se vuelva papel picado. O los CEOs que se han entongado con sus bancos para recomprar las propias acciones de sus empresas. Aún cuando sean razones espurias muchas veces, tienen una razón específica para quererlo: un egoísmo, una ambición, un beneficio económico, un interés, una viveza, una acción de negocios, una demagogia, un facilismo, cualquiera fuera su lugar de residencia, cualquiera fuera el país, el sector o el lugar del globo. Será suicida, pero están dentro del sistema.
Pero hay otra masa amorfa y con estilo de marabunta, para no pensar en conspiraciones, que aprovecha para montarse sobre esas expectativas, razones y consecuencias y crear su propia inflación. Son aquellos que abogan sin ningún fundamento serio por un reseteo universal que suponen decretado por Dios, en una especie de conversión iluminada terráquea, que clamans por la renta universal, (sin trabajar, obvio) o por planes anti calentamiento global, o anti vacas, o por presupuestos y costos inflados exorbitantemente para combatir las diferencias raciales, de sexo, género o de cualquier otra cosa, cruzadas que imaginan obligatorias y tiene como consecuencia la generación de déficit y con él la necesidad de emitir, que creará más inflación. Y por supuesto la absurda idea de provocar la reactivación “poniendo más dinero en el bolsillo de la gente”, una simplificación casi de imbécil.
También están dentro de esa categoría quienes pretenden transformar las industrias para que no sean polucionantes o para que sean inclusivas mediante subsidios o préstamos del estado, que nunca serán pagados y que las tornará en zombies. O los que van a empobrecer a todos los países con limitaciones ruinosas a las industrias extractivas o agropecuarias con un aumento de la miseria donde menos falta haría. El plan de gastos de Biden que ahora sostiene la speaker de la cámara de diputados, Nancy Pelosi, es un ejemplo claro que encuadra en esta categoría. Sólo puede resultar ruinoso para Estados Unidos y para el mundo.
Seguramente el huracán IDA, como antes la pandemia, será usado para justificar una colosal destrucción de producción, de eficiencia y de seriedad fiscal, como si antes no hubiera habido huracanes, y peores. O como si nunca fuera a haber más huracanes, pese a todos los gastos en que se incurriese. Siempre hay un miedo, una muerte segura, una invasión marciana tipo Orson Welles, una pandemia, un enemigo externo, un odio, que sirva para justificar las dictaduras y el gasto suicida.
Hace unas semanas, al ser interpelada por la oposición que le reclamaba cerrar más el aislamiento y obviamente producir más desempleo a paliar con subsidios, la ministra de Economía uruguaya hizo esta reflexión: “El diputado parece interesado solamente en que se gaste más”. Acertada definición. Todo el resto es excusa. Lo que interesa es que se gaste y emita más.
En la semana se conocieron simultáneamente dos ataques contra lo poco que queda de cordura. Uno, de la diputada americana Ocasio-Cortez (foto), que intimó al presidente Biden y al Senado para que no prosperara la reelección como presidente de la FED de Jerome Powell, que no se destaca precisamente por ser un halcón defensor de la moneda, contra todo lo que piensa el lado serio del mercado. Pero para la feroz y empecinada extremista demócrata, es casi equivalente a Margaret Thatcher. ¿Cuál será el paradigma de presidente de la Reserva Federal para Ocasio, que pretende confesamente que la FED imprima dólares para resolver el problema del cambio climático y las diferencias raciales y de género? ¿Acaso ha olvidado cual es el único doble mandato del Congreso al virtual Banco Central americano? ¿Qué es lo que espera que autorice o permita su presidente ideal de la FED? Seguramente hacer realidad la ironía de Milton Friedman: arrojar billetes de 20 dólares desde un helicóptero. O de 100, por qué no. Powell había hecho modestas declaraciones en el sentido de que tal vez antes de fin de año, la Reserva dejará de comprar algo de los bonos basura para mantener el valor e impedir los defaults. Ocasio no soporta ni ese atisbo de seriedad.
El otro ataque, más sutil, como siempre, apareció el mismo día en la revista oficial del Banco Central Europeo, un artículo escrito por una integrante del comité directivo del BCU, Isabel Schnabel, (los europeos hacen todo con un comité, como buena cooperativa) pidiendo que esa entidad condicionase sus políticas monetarias al cambio climático, con lo que todo intento de regresar a la economía sana ha muerto en Europa.
Esta línea inflacionaria va más lejos que la descriptas antes. Sigue el camino marcado proféticamente por Marx y Gramsci, de destruir al enemigo, (nosotros) con su misma arma: la moneda. Pulverizársela en pedacitos, como Hitler hacía cuando falsificaba libras británicas y las tiraba desde aviones sobre Londres, o lo usaba para coimear voluntades de traidores. Lo que antes se hacía con ecuaciones matemáticas que jamás se cumplieron por más de cinco minutos, o por la estúpida MMT, la Modern Monetary Theory, algo que nadie es capaz de explicar, se hace ahora por otro camino. Todo sigue igual, sólo ha cambiado la excusa. Y seguirán cambiando.
Lo que se vende como el Reseteo Universal no es nada más que la inflación global que empobrecerá a toda la humanidad. Por que la inflación no sólo destruye al capital, al riesgo, a la creatividad y al trabajo. Destruye el precio. Destruye la herramienta mayor de la acción humana. La más cotidiana muestra de libertad que existe. El mayor ejercicio de la libertad y la propiedad. Aquí una reflexión-pregunta sobre las criptomonedas: en ese proscenio, ¿alguien pagará algo por ellas?
Pero esa quiebra general, contrariamente a lo que esperan, no cambiará la forma de generar riqueza. Aún desde las ruinas. Por eso detrás de la quiebra universal que se disfraza como reseteo, ya se inventará alguna pandemia, algún miedo, alguna catástrofe, algún fin del mundo, alguna causa sagrada que justifique las dictaduras para impedir que la riqueza se vuelva a generar con el único mecanismo posible: el de la acción humana. Porque el objetivo final es la pobreza total y generalizada. Esa es la verdadera igualdad que muchos persiguen creyendo que así se llegará a la felicidad. La igualdad en la que todos sean pobres. El coeficiente de Gini cero. Salvo quienes ejerzan la simonía de la clase política burócrata. En la que nadie tenga expectativas que lo hagan sentirse infeliz si no las logra cumplir. Un mundo en el que la ambición no exista, porque nada habrá para ambicionar. Lo que, mágicamente, coincide con la actual prédica de S.S. Francisco I, que sostiene que ese es el plan de Dios.