Permítaseme retornar a mi infancia, una utópica y remota posibilidad, y recordar una anécdota de primaria. Un día ofrecieron a los alumnos un show de magia. Apareció un mago, de rasgos orientales, corpulento, vestido con una especie de salida de baño brillosa llena de estrellas, cometas y lunas crecientes, que se presentó como el mismísimo Fu Man Chu, y desplegó una mesita en la que había dos vasos opacos invertidos. Mostró que debajo de uno de ellos había una pelotita. El supuesto chino dijo: “Voy a hacer pasar esta pelotita de debajo de este vaso al otro. ¿Quieren que la pelotita pase de modo que todos vean el truco, o que pase sin que lo vean?" La escuela estalló en un solo pedido: “¡Que se vea, que se vea!” El mago asintió con la cabeza, creo suspenso y luego, levantó el vaso que cubría la pelotita, la tomó con dos dedos a la vista de todos, la puso debajo del otro vaso y dijo: “Listo, ya la pasé”.
El murmullo de desilusión se escuchó desde la esquina. El chino nos miró, casi sobrándonos. Nos había dado una gran lección, que nos debería haber servido toda la vida: la magia es trampa. Toda prestidigitación contiene un engaño, aunque sea benigno. Y se podría agregar un corolario: toda magia sin trampa es aburrida y desilusionante.
La política contemporánea, casi sin distinción de países aunque sí con momentos y tiempos distintos, se parece cada vez más a la magia: es un engaño disfrazado de prodigio, capaz de convencer a todos de que se puede lograr la felicidad, la igualdad, la salud, la educación, el bienestar y la paz universal sin demasiado esfuerzo, trabajo ni tiempo y que si ello no se ha conseguido aún ha sido por culpa del capricho, la maldad, el egoísmo o la incompetencia de alguien, de algún Luthor malévolo o algún Lord Voldemort que lucra y goza con la pobreza y el estancamiento de los demás. Hasta a veces los magos se convencen a sí mismos, tal es su poder y habilidad de persuasión. Una vez que los pueblos creen eso, una vez que los pueblos han elegido a sus propios disfrazados con túnicas de hechiceros, de oráculos o de magos, ya no hay vuelta atrás.
Si el mago -o político - de turno explicara en cuanto es elegido que su magia se basaba en una trampa y que la realidad es otra, es considerado de inmediato traidor a sus electores. (“Si decía lo que iba a hacer no me elegían”). Si el mago elegido en cambio intenta hacer el truco y falla, como ocurre sistemáticamente -porque el timo no dura más que un ratito- o cuando se advierte el truco de espejos o la estafa de la mujer serruchada, entonces es silbado y abandonado por los mismos que le creyeron y lo votaron, que nunca podrán aceptar que son víctimas de su propia ignorancia o inocencia, sino que culparán al mago y lo llevarán a la picota. O acusarán a algún supuesto enemigo que tengan a mano.
Inmediatamente procederán a elegir un nuevo político (o Fu Man Chu) al que le exigirán no que les diga la verdad, sino que les mienta mejor que el mago caído en desgracia. Elegirán al que ofrezca un nuevo truco, una nueva trampa de espejos o de naipes, una nueva ilusión, una mejor manera de ocultar la realidad y sobre todo las leyes naturales de la física o de cualquier otra ciencia que no les guste o no les resulte conveniente, o requiera trabajo, esfuerzo, ahorro, o simplemente tiempo, habilidad o algo de suerte.
Toda elección culminará en algún momento en un murmullo o un alarido de desilusión y bronca que resonará cada vez más fuerte y más generalizadamente, hasta hacer creer que es un reclamo universal justificado y de pleno derecho, lo que tiene tanto de cierto como si se esperara en serio que la mujer serruchada efectivamente se separara en dos mitades sangrantes, sin espejos ni recovecos ni contorsionismos, para luego unirse en una resurrección teatral ante una simple palabra mágica.
Como en este proceso son cómplices tanto la audiencia como los magos-políticos, este esquema se repetirá en una sinusoide enloquecida hasta llegar a la nada, aumentando la frecuencia y velocidad con cada elección, con cada expectativa, con cada necesidad que primero se inventa y luego se miente que se solucionará, sin importar nada del después, que es nada mas que un detalle. Del mismo modo que el que asiste a un espectáculo de ilusionismo sabe que en alguna parte lo están engañando, pero no le importa. Con la diferencia que en este caso al salir del teatro se encuentra con la realidad.
Los magos tratan por todos los medios de cambiar sus trucos, de disfrazarlos mejor, de prometer proezas inimaginables, una suerte de Houdini que termina muriendo tratando de lograr lo imposible, si bien los magos-políticos no suelen morir, sino enriquecerse. Pero el resultado es siempre el mismo,y la desilusión cada vez mayor. Aunque nunca se culpará a la magia, sino al mago.
Si alguien quiere evitar la magia, explicar que la pelotita no se desplaza por sí misma, que es un vulgar y precario truco, nunca ocupará el escenario. Y si por esas casualidades en un descuido llegara al proscenio, tendrá que ensayar alguna clase de magia o será expulsado a los chiflidos, a las pedradas, a los huelgazos o los helicopterazos. Saliendo un instante de la parábola, Macri dice hoy, como si fuera importante, que uno de sus grandes méritos fue haber completado su mandato. Lo que debiera preocupar a todos, especialmente a los analistas, si no estuvieran ocupados en promover grandes acuerdos nacionales y otros viejos trucos para que nada cambie que ya se han programado unas 100 veces (sic) en este mismo canal.
Las propuestas políticas de Hitler, de Mussolini, de Perón, de Marx y del socialismo con todos sus apodos, son nada más que magia, que toman expectativas totalmente entendibles como la eliminación de la pobreza, el bienestar, la salud, la vivienda propia, y convencen a sus seguidores de que son capaces de la solución instantánea, que la pelotita pasará de un vaso al otro por algún conjuro, aunque todos saben que esa creencia y esa promesa son un truco, una trampa, una ensoñación. La famosa Planificación Central de la burocracia oligárquica que Hayek definiera y lapidara no sólo en sus libros sino en cada atril, en cada espacio donde le tocó hablar, con enorme valentía.
Lo que hoy se conoce como populismo, aunque en una inocente e involuntaria complicidad los sabios del pensamiento político descalifiquen la palabra en cuestión sin haberla podido reemplazar por otra igualmente precisa. (Parafraseando a un insigne y conocido tuitero, habría que ensayar una definición: populismo es a pueblo lo que carterista es a cartera. Perdón si no suena académico)
Cuando el populismo hace carne en una sociedad, cuando todo el sistema está orientado a ese criterio, cuando el público espera que el mago corte en pedazos a la señorita en el cajón y luego la haga resucitar y la pegue con la gotita, todo el sistema democrático empieza a carecer de sentido. Se seguirán eligiendo prestidigitadores para que hagan lo mismo que los anteriores, pero soñando que esta vez les saldrá bien, y quien no se ponga la refulgente bata con estrellas, cometas y lunas en cuarto creciente será denostado y obligado a mentir, so pena de ser estigmatizado al estilo “pero Fu Man Chu…” y considerado traidor a la patria, o vendedor de la patria, suponiendo que no la hayan vendido ya los magos en ejercicio. No hay real democracia si no hay alternancia. Y no hay alternancia si por la razón que fuera no se puede cambiar el sistema o las leyes. Tal vez le suene.
Si todo este introito parece demasiado poco técnico, habrá que recordarles a los críticos (de la columna) que uno de los mayores estudiosos de la democracia y tal vez de la política universal moderna, Alexis de Tocqueville, pone especial énfasis, cuando describe el gran peligro ínsito en la democracia y que termina desvirtuándola es la demagogia, que es una versión previa y menos canalla que el populismo. Luego sostiene que el riesgo mayor es que los votantes le reclamen al gobernante que a cambio de su voto les regale medidas insensatas o facilistas, y a su vez que el gobernante por un lado se vea obligado a satisfacer esos pedidos y por el otro esté tentado él mismo espontáneamente a prometer esos milagros para conseguir el voto, que es lo que ocurre hoy.
Para Tocqueville, el populismo es la kryptonita de la democracia. Es un vicio inherente paralizante y mortal. Y es exactamente el arma que está usando el comunismo, el latinoamericanismo y todas las hegemonía de las orgas y de los nuevos modelos autoritarios tipo Putin, Cristina, las Ocasio-Cortez y compañía o la UE en amplio sector obsoleto, para esconderse detrás del rótulo de democracia y usarla como excusa para ostentar legitimidad, para luego proceder a sabotearla y desvirtuarla a pedradas, a huelgazos, a detenciones y a veneno cuando no les conviene porque ganan los otros.
Cuando se hacen estos análisis rápidamente surgen las voces que declaman que la democracia es el mejor tipo de gobierno que existe, o “second to none” como suele sostenerse, como si alguien lo estuviera negando. Al contrario, este tipo de comentario surge para defender, acaso inútilmente, la democracia que se ha transformado en un arma de la antidemocracia, en una expresión dialéctica del relato, de la posverdad, secuestrada por algo que se llama populismo, o demagogia, o como los puristas decidan que se llama esta ficción. Ahora que todos se han transformados en virólogos, se comprenderá si se sostiene que la democracia ha sido víctima de un virus que la posee desde adentro para exprimirla hasta la muerte, luego de usarla contra el propio organismo portador y de esconderse dentro de la misma célula.
Y no se trata meramente de un manoseo idiomático e ideológico, en los que el neomarxismo y todos los neoplanificadores centrales son especialistas. La esencia también se ha demolido, como un viejo edificio molesto. Por ejemplo, toda la ciencia social de la economía se basa en estudiar y resolver el modo de satisfacer necesidades crecientes con recursos siempre escasos. Si por la pandemia, por la prisa en resolver las necesidades crecientes de las sociedades, por la impaciencia de quienes venden su voto en pos de conseguir soluciones inmediatas, o para ganar elecciones se emite moneda, se aumentan impuestos y confiscaciones como las leyes de alquiler, las retenciones o el control de precios o de cambios, la ciencia económica desaparece. Ya no es economía. Carece de sentido el término. Los recursos dejan de ser escasos, aparentemente. Las necesidades se resuelven al instante. Pero sólo por un instante. Luego empeoran. Difícil considerar eso como política, o como método de gobierno.
Por supuesto, después viene lo que le pasa a Argentina. O lo que tomó varias décadas conseguir en Argentina: el fracaso pleno. Que es probable que en el resto del mundo que siga el camino de decretar que los recursos han dejado de ser escasos ocurra con mucha mayor rapidez, acaso meses o pocos años. Entonces la democracia valdrá y significará cada vez menos, porque no se podrá cambiar ni el pensamiento colectivo ni la trampa de la magia, por muchas elecciones que haya.
Claro que no hay manera de que la sociedad o su mayoría, acepte que la mitad de esta situación es su culpa. Tanto por exigir las soluciones del ilusionismo como por tolerarlas. Tanto por votar a los magos como por no tener la paciencia ni realizar el esfuerzo de hacer un cambio real cuando de casualidad se puede ejercer la alternancia, si se puede. Como cuando se autolimita y no cambia por miedo a “que le quemen el país”, para luego caer en el infantilismo de querer que se “caiga todo así aprendemos”. O cuando el supuesto amante de la libertad pretende que el Estado lo proteja en aquello que le conviene. O no le conviene. O cuando se compra el discurso de comunicadores y analistas que repiten hasta la sospecha que la solución es un acuerdo nacional, que todos saben hasta el ridículo que es inoperante, además de imposible y mentiroso.
Las elecciones son siempre un momento importante en la vida de las naciones. Salvo que ocurra lo que describía el propio Tocqueville. “El ciudadano sale un momento de su dependencia y su anonimato, emite su voto que no tiene ninguna influencia, siente por un breve momento que ha participado de su destino y luego retorna al encierro de la multitud”. Intrascendente. Como ocurre ahora en el ámbito local, porque el ciudadano está mayoritariamente preso de esa sensación infantil de magia que le hace creer que la pelotita pasa milagrosamente de un vaso a otro, que el naipe encerrado en la manzana o en el huevo llegó ahí por un acto misterioso y sobrenatural. O que la mujer es cortada con una sierra como una media res y luego rearmada. O que la felicidad, el bienestar, la igualdad y la salud se decretan.
En esas condiciones, las elecciones no son un momento que encierre esperanzas. Son el prolegómeno, o el intervalo para la presentación de un nuevo mago, al que se le seguirán pidiendo las mismas cosas a las que había acostumbrado el anterior. Esperando que, esta vez, el truco no falle, como decía Tu Sam. El hecho de que hoy esté empezando a pasar lo mismo en el propio EEUU, no quiere decir que las grandes potencias han aprendido de Argentina. Quiere decir que se ha alcanzado el mismo nivel de populismo y de infantilismo de la sociedad, por los medios que fueran. Las sociedades infantilizadas son las atemorizadas, las enojadas y las resentidas, con cualquier mecanismo. Desde el hechicero de la tribu para acá.
“La moneda está en el aire”, aparte de la ironía con relación al peso que puede surgir de esa frase, no es una imagen cierta. Porque esa moneda es cara de los dos lados. Siempre saldrá populismo. No importa el partido. De eso se encarga, además de la sociedad, todo el andamiaje político legal argentino, con reglas muy parecidas a las sicilianas. Obviamente, quienes estamos convencidos de que las necesidades son siempre crecientes y los recursos son siempre escasos, sostendremos una y otra vez que la única manera de distribuir esos recursos y solventar esas necesidades es con oportunidades, con educación, con crecimiento personal y del país, con ahorro, con confianza y con autoconfianza, con talento y con riesgo, que trae contenida la suerte, que suele aumentar cuanto más se persevera. Pero estas elecciones, y las que vengan, ya no se tratan de eso, mayoritariamente. Se trata de elegir nuevos magos, que aún no se ha definido si tendrán rasgos achinados o no. Se supone.
Es imposible alejar la sensación de que el candidato ideal para esta Argentina al garete, y en el aire, sería ese gran embaucador magistral que fue René Lavand, el gran prestidigitador que aportó el país al mundo. Aunque, puesto a hacer magia populista, se le reprocharía seguramente no haberlo hecho más rápido, en vez de hacerlo más lento.