Júzguenlo por lo que hace, no por lo que dice”, era un tuit repetido cuando se cotejaban las contradictorias declaraciones de Alberto Fernández antes y después del pacto con su jefa política, vano intento de justificación de un contraste que movía simultáneamente a la risa y al llanto. La frase se repite cada vez que el mandatario da marcha atrás en alguna de sus afirmaciones, casi siempre porque su jefa le sale al cruce por sí o por interpósita acólita con alguna declaración, un proyecto de ley o un posteo en las redes. Se produce así una doble contradicción dialéctica: no sólo se dice algo diferente a las pocas horas de haber afirmado lo contrario, sino que también es falso que haya que prestar atención a lo que hace y no lo que dice, porque también termina haciendo lo que dijo que no haría. Ni siquiera el relato es coherente y cierto.
El caso Vicentin es un ejemplo tragicómico: comenzó siendo un exabrupto espontáneo de una senadora, pasó a ser un proyecto pericleano presidencial con el que la matrona del Senado había estado de acuerdo cuando le fue comentado al pasar, se transformó en una acusación a la poca comprensión de la ciudadanía que en vez de celebrar la medida protestó por ella, y terminó con la anulación del decreto cuando casualmente se descubrió que el fondo BlackRock tenía intereses importantes en la empresa. Miles de palabras contradictorias, con duras reacciones y consecuencias, para concluir en la incertidumbre.
Si bien todo el relato socialprogresista siempre ha tenido similares características desde su propia génesis marxista – el materialismo dialéctico – el efecto que esa práctica tiene en esta argentina de hoy es gravísimo. El palabrerío vacuo de las conferencias de prensa sobre la pandemia es una triste prueba de que las palabras han perdido todo valor, se han devaluado, igual que la moneda, se emiten impunemente, se miente o se omite con alevosía, como si se pensase que el que las escucha creerá en ellas, o peor, como no importara si quien las escucha cree o no en ellas. Se han devaluado las palabras. Y más grave, se ha devaluado la palabra.
Difícil que alguien respete un dicho presidencial tras escuchar esta semana las declaraciones de Fernández sobre los adultos mayores y la necesidad de cuidarlos, después de haberles robado su ajuste por inflación consagrado por la ley y la Corte, que incumplió alevosamente con un decreto ilegal y seguirá incumpliendo con nuevas medidas. Y si además recuerda su promesa de aumentar las jubilaciones con el ahorro de lo que se pagaba de intereses por las Leliq, no depositará ninguna confianza en sus palabras ni en su palabra.
No es exclusividad del presidente. La propuesta de Roberto Lavagna, que algunos tomaron tan en serio como para comentarla, es una obviedad que se dice hace décadas y que él, como todos, sabe que nunca se pondrá en práctica, menos con un gobierno al que tanto ayudó a obtener el poder con el invento de su postulación fabricada, otro vendaval de palabras sin valor que hace imposible creer en su palabra cuando pretende hacer propuestas salvadoras. ¿Qué decir del valor de la palabra de Graciela Camaño, que derramó tantas para mostrarse como defensora del derecho frente a los ataques de Cristina Fernández, pero que ahora se da vuelta en el aire y le pavimenta a la procesada el camino al apriete de jueces con su voto en el Consejo de la Magistratura? ¿Habrá que perder un minuto de vida en escuchar sus sesudos argumentos jurídicos de justificación? ¿Habrá que preguntarle a Lavagna por qué no se apresuró a presentar su proyecto de modernización laboral antes de la aprobación de la ignorante y paralizante ley de teletrabajo?
La reforma de la justicia es un muestrario de falaces frases de compromiso y del desprecio por el valor de la palabra. Sólo un ciego fanático puede creer que hay un gramo de buena fe en la épica para solucionar los vicios del sistema que el propio peronismo ha inoculado, aceptando que lo hizo en concurrencia real con otros partidos. Si se repasan los fundamentos de los caprichosos malabarismos en el número de miembros de la Corte que propusieron los líderes peronistas, entre ellos conspicuamente Cristina Kirchner, se concluye que sólo fueron excusas para eludir el mandato constitucional y el espíritu republicano, siempre considerados como obstáculos por el movimiento de Perón.
Esta semana los senadores peronistas decidieron, por bula de su mandamás, desobedecer la orden de una jueza que les prohibía avanzar sobre el tratamiento de otro de los manoseos a la justicia que pergeñan en sesiones dudosas. El argumento fue que la jueza se había confundido. Una explicación chapucera que nadie puede creer. Que en efecto nadie cree. Pero que a nadie le importa si no la creen.
La pandemia muestra al gobierno en el esplendor de su relato y la orgía de devaluación de sus palabras y no sólo en las contradicciones de las curvas, los contagios, los tratamientos, las camas y los muertos que bailan un minué de danzas y contradanzas desde el primer día hasta ayer. Ahora se ha decidido que no se hablará más de cuarentena, por sus efectos negativos en la opinión pública. En vez de analizar y corregir la estrategia, se corrigen las palabras, el mensaje, el relato. Como si así se resucitasen los muertos o la economía. Por supuesto, con el agregado anecdótico del discurso estudiantil de Kicillof, acusando a la gente. Y con la contradicción – habitual – del presidente, que mientras afirma que se exagera con los efectos de la cuarentena (perdón, distanciamiento) que es inexistente y que nadie cumple, por otro lado, dice que se ampliará en varias provincias. Rodríguez Larreta mira. Mientras, el pico será, seguramente, la semana que viene. La devaluación de las palabras. La desconfianza en la palabra.
La actuación en el anuncio de la fabricación de una vacuna que el laboratorio suizo-británico AstraZeneca encargó a mAbxience fue otro festival de palabras devaluadas y verdades a medias. Primero al hacer aparecer la vacuna que aún no existe como un logro conjunto de los particulares y el estado, lo cual es falso. Luego, al sostener que de este modo se conseguía tener la vacuna antes que otros países, privilegio que AstraZeneca se había encargado de impedir de antemano al licenciar el medicamento. En seguida, al hacer creer que el laboratorio argentino no tendría ganancia alguna, lo que no es cierto ni sería lógico. No se trata de cuestionar la vocación de lucro de una empresa privada, a la que tiene legítimo derecho y para lo que ha hecho fuertes inversiones. Pero sí de transparentar la verdad, sobre todo en el caso de un empresario que además de su especialidad en el rubro medicinal, también es especialista en mercados regulados, como tan sinceramente definiera Repsol a su comprador Eskenazi, también amigo del kirchnerismo, al menos entonces.
Pese a que todo indica que cualquier contrato de compra de la vacuna será entre el Estado y el laboratorio extranjero, que sólo ha contratado privadamente a mAbxience para fabricar el antígeno, habrá que analizar la materialización de la compra. Suena a sospecha infundada, pero ese es el precio de que la palabra no merezca ninguna confianza.
La devaluación de las palabras no sólo se aplica a temas o intereses concretos. Hay quienes ven en el escrache y los ataques para impulsar el seudoidioma inclusivo una intención deliberada de destruir el idioma común, de crear una torre de Babel propia que pulverice la cohesión y el contrato social, el orden social mismo. Una institucionalización de la grieta. Un modo de crear una maxidevaluación del idioma para impedir que la sociedad se entienda y reinar sobre sus división y sobre la incomprensión mutua fomentada. Suena demasiado conspirativo y demasiado orgánico. Pero tiene algún asidero cuando el Banco Central dedica el tiempo de sus directores a hacer políticas y manuales sobre el uso del idioma inclusivo. Es decir que además de devaluar la moneda creando con su emisión de pesos una inflación inevitable, devalúan el idioma con una emisión de palabras superfluas y vacías.
Esta maxidevaluación de palabras, y la pérdida de confianza en la palabra, se notó claramente en la negociación con los bonistas, que tomó a veces características de sainete y que hizo endurecer las cláusulas y aún no está resuelta.
Quedan por delante instancias muy duras y difíciles. La negociación con el Fondo, el supuesto plan pospandemia, las reformas que todos saben inevitables y que todos saben impracticables, pero que se siguen reclamando y predicando sin precisar demasiado, en otra diarrea dialéctica de palabras vacías. Y falta pasar por el debate de la inevitable e inaceptable reforma electoral que Cristina necesita para garantizar su sucesión.
El peligro es otra vez, el sendero hacia una remake de Venezuela. Un gobierno de frases sin sentido, de pajaritos y conspiradores, de conjuras internacionales y soberanías amenazadas, de conflictos de poderes descarados y deliberados, de explicaciones para los aliados y descalificaciones al opositor al que se culpa de todos los males. De cepos y prohibiciones, de escaseces y racionamientos, de confiscaciones y de pobreza.
Para grandes sectores del país, las palabras han perdido su significado y su valor. Así como la moneda no inspira más confianza, la palabra del estado tampoco lo hace. No se puede reconstruir una economía sin confianza en su moneda y en el valor de su sistema. No se puede reconstruir una sociedad sin confianza en la palabra y en el valor de su idioma.
“En una democracia el valor de la palabra adquiere una relevancia singular. Toda simulación en los actos o en los dichos, representa una estafa al conjunto social que honestamente me repugna. En democracia, la mentira es la mayor perversión en la que puede caer la política”.Alberto Fernández, 10/12/2019