El tiempo y su irreversibilidad nos recuerda el notable historiador norteamericano Hans Kohn, siendo un aspecto fundamental de la vida humana y de la historia la fuente primaria de toda frustración, no interesa al historiador.
A él le importa la supervivencia de los sucesos pasados, los cuales reviven gracias a él, fluyen en la corriente de la conciencia humana, se relacionan con la vida actual al satisfacer nuestra curiosidad o enriquecer nuestros conocimientos, los cuales al ampliar la comprensión guían nuestras acciones de forma útil.
Quien se dedica al estudio de la historia aunque se ocupa de un pequeño segmento de esta, no considera los fenómenos como hechos aislados sino que trata de entretejerlos en su trama. O sea, considera esa porción que estudia a la luz de todo cuanto la precedió y al mismo tiempo en el contexto de todas las demás sociedades humanas.
Durante el siglo XIX la conciencia histórica llegó a su apogeo, mientras que los hindúes se complacían en la idea de eternidad y los griegos en la identidad fundamental, el “Semper ídem” de los hechos históricos, el hombre moderno se convirtió en un ser errante, consciente del transcurso del tiempo.
Por las leyes de la evolución todo quedó supeditado al tiempo y por ello a la historia: la lengua, la literatura, la religión, las instituciones, la ciencia. Ello condujo a Hegel y a su discípulo Marx a una metafísica de la historia, a pensar que el propio proceso histórico era una revelación de la divinidad: lo divino ya no sería la ley y el límite de todo lo histórico, sino que sería idéntico a la historia.
Todo resultaba históricamente necesario, fue así como el filósofo alemán Martín Heidegger dio la bienvenida al nacionalsocialismo totalitario en 1933 y afirmó que el filósofo debe evitar la indignación moral porque es inapropiada, más tarde adoptó la misma actitud frente al comunismo.
Además de este peligro, el historicismo trajo lo que se podría llamar concepto histórico de la metafísica, por lo que todo resulta relativo, válido en sí mismo. Mientras la primera actitud conduce a considerar categorías históricas absolutas, la segunda conduce al nihilismo, al rechazo de cualquier norma o valor absoluto.
Ello ha traído el abuso del pasado, a menudo tergiversado, para justificar reivindicaciones nacionalistas actuales o futuras y el hechizo por la prehistoria, lo cual induce a ensalzar el instinto y los mitos a expensas de la razón y del sentido común.
PERSPECTIVA
Más allá de estos peligros a los que deberíamos siempre estar atentos, la historia agudiza la percepción crítica que el hombre tiene de las relaciones humanas y de la personalidad. Le hace más consciente de sus limitaciones, más humilde. Le enseña a ver el futuro abierto ante él. Aunque éste surge del pasado, es siempre nuevo, está preñado de nuevos acontecimientos. Es por ello que jamás se ha podido predecir los acontecimientos futuros que habrían de acarrear el presente. Tal vez se puedan adivinar, pero de ningún modo predecirse con certeza.
Pero, si bien el pasado no determina el futuro, establece ciertos límites dentro de los cuales pueden suceder los acontecimientos que vienen. Solamente mediante el reconocimiento de las condiciones creadas por el pasado, y por ende de la verdadera naturaleza del problema, pueden los hombres hallar respuesta que no sea destructiva ni utópica, sino responsable con respecto a la situación concreta. Ella exige de personas éticas que estén por encima y más allá de la comprensión histórica, pero sin ella no pueden aplicase respuestas satisfactorias.
La tarea del historiador es tratar de saber cómo fueron los hechos y no cómo deberían haber sido. La historia es una investigación erudita. Por lo tanto, igual que cualquier otra actividad científica, lleva en ella su propia recompensa: la del goce de descubrir datos desconocidos, hallar interpretaciones nuevas, poner en claro oscuras relaciones.
Ninguna labor histórica llega a su fin, no puede haber una obra histórica definitiva, es una ciencia y no un arte. Este sí produce creaciones cuya validez permanente no puede alterar los descubrimientos o experiencias nuevas. Sin embargo, la historia, y en eso difiere de la ciencia, contiene un elemento esencial del Arte: aunque no sirva a la sociedad, sirve al hombre, al que además de proporcionarle conocimientos le permite una comprensión más profunda de sí mismo, de sus semejantes y de las situaciones a las que los hombres hacen frente.
Puede darnos un sentido crítico de nosotros mismos y de nuestro tiempo al proporcionarnos una perspectiva mediante la comparación y la distinción, teniendo siempre en cuenta que las personas, los acontecimientos y las situaciones nunca son iguales, completamente nuevas o únicas.
Si bien la historia no se repite, sí la naturaleza del mundo físico, la naturaleza del mundo biológico y la naturaleza del mundo social, en resumen la naturaleza humana que es la misma en todo tiempo y lugar.
La comprensión judeo-cristiana de la historia como proceso dirigido a la salvación, lleno de sentido, fue secularizado en el siglo XVIII en la convicción de que la historia era un progreso infinito, desde la oscuridad a una luz cada vez más intensa, como el optimismo de la Ilustración, o la luz aun más brillante del próximo futuro, como luego afirmó Marx al exagerar las sombras del presente.
La fe en el progreso que el comunismo ha vulgarizado categóricamente ha dado paso a otra interpretación, no a la de fe en el progreso y salvación sino a la de decadencia y perdición puesto de moda en la actualidad.
Las ingenuas exageraciones de los hombres de la Ilustración han sido emuladas por estos lamentos y augurios de perdición, igualmente ingenuos, de los actuales profetas. Hoy se habla de una crisis sin precedentes, de una crisis de todo. El historiador sabe bien que los hombres han vivido épocas críticas durante la mayor parte del curso histórico.
Lo que nos hace hablar hoy de crisis no es la intensidad de nuestros sufrimientos comparados con los de siglos pasados, sino la conciencia más profunda que de ellos tenemos debido quizás al periodismo y a otros factores, pero sobre todo a nuestra sensibilidad moral más agudizada. Hoy nos repugna la crueldad que en otras épocas aceptábamos sin protestar.
Resumiendo, la perspectiva histórica es útil para rechazar, tanto la utopía del entusiasmo, como la de la desesperación. Nos ayuda a no creer que el presente sea exageradamente malo y a no esperar demasiado del futuro. A advertir que el hombre débil y falible en un plazo relativamente corto ha aprendido mucho mediante el esfuerzo continuo y siempre renovado. Ha establecido ejemplos duraderos y consolidado una tradición ética ampliamente aceptada.
Gracias a la posibilidad de aprender mientras se vive, la historia es un proceso colmado de esperanzas, los errores del pasado pueden evitarse y es posible hallar caminos nuevos.
Los historiadores tienen responsabilidades que cumplir, no frente a las naciones o estratos sociales, ni ante dogmas o credos sino ante la verdad y la humanidad. Pueden equivocarse, hallar antecedentes falsos, dejarse guiar por valores falsos, ello entraña graves peligros: no es posible hacer una marcada diferencia entre el historiador de la política y el de las ideas, una y otras están relacionadas y son interdependientes, igualmente los datos y los valores.
Los datos del pasado presentan el material objetivo, mientras que el carácter y la personalidad del historiador presentan los subjetivos, sin los cuales los datos del pasado y éste mismo estarían muertos.
Sin el estudio de casos de sociedades, culturas, grupos, instituciones y procesos, objetos de estudio de la ciencia histórica, las ciencias sociales como la sociología, por ejemplo, cuyo material empírico lo toma de la historia, no podrían realizar comparaciones para descubrir principios y leyes.
* Miembro de Número de la Academia Argentina de la Historia. Miembro del Instituto de Economía de la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Premio a la Libertad 2013 (Fundación Atlas).
Autora de “El Crepúsculo Argentino” (Ed. Lumiere, 2006)