Erich Fromm señalaba que a fin de que una sociedad funcione bien, sus miembros tienen que adquirir un carácter tal que les haga querer comportarse como deben hacerlo en su calidad de miembros de la sociedad, o de un sector social dentro de ella.
El carácter social es entonces la organización históricamente determinada, más o menos permanente, de los impulsos y satisfacciones del individuo. Es el equipo con que la persona enfrenta al mundo y a sus semejantes.
De acuerdo a ello, para que Argentina prospere es necesario llevar a la conciencia de todo ciudadano que la democracia sólo puede funcionar si la disciplina individual es lo suficientemente fuerte como para que la gente llegue a un acuerdo en cuestiones concretas, con el fin de lograr una acción común, en este caso, un cambio fundamental. Ello, aunque se difiera y no se esté de acuerdo en los detalles.
Es imperioso trabajar para que los valores de tipo de vida democrático sean apreciados y no tiendan a eliminarse ante alguna demagógica promesa de un mundo mejor.
CONSENSO SOCIAL
El consenso social que se pretende es algo más que un acuerdo teórico sobre ciertas cuestiones, es el que equivale a la vida en común. No se puede pensar, por ejemplo, en que los efectos perniciosos de la desocupación, la desnutrición o la falta de educación puedan quedar confinados a ciertos sectores de la sociedad.
La interdependencia que se da entre todos ellos, propio de la sociedad moderna, tendría que llevar a que la intranquilidad general que se produce con la miseria, no sólo material sino también espiritual, interesara a los argentinos por igual. La marcha hacia valores comunes incluye la preocupación general por otros puntos ulcerados del cuerpo social, entre ellos el deterioro institucional.
Con respecto al Congreso, lugar donde se enfrentan los partidos organizados para definir propósitos y estrategias, se tiene que rehabilitar el hábito de la discusión sana, la que produce la reconciliación de las valoraciones antagónicas y la cooperación. Ello lleva a la asimilación mutua de valores de unos y de otros.
Por otra parte, no debe pensarse que una mayor política de reparto produce un acuerdo automático sobre un conjunto básico de valores. Habrá siempre numerosas otras fuentes de desacuerdos y antagonismos entre grupos e individuos que lleven al caos si no se los trata de forma adecuada.
Algunos sociólogos podrían aportar claridad sobre las causas de ciertas perturbaciones para poder trabajar sobre ellas. Existen diversas fuerzas, psicológicas e institucionales, que pueden actuar en una sociedad cuando realmente se persigue su integración.
El futuro depende de si podemos encontrar una solución que nos permita llegar a un acuerdo, no sólo sobre los valores fundamentales sino además, sobre los métodos que permitan una mejor vida social, de no hallarlo volveremos a la planificación dictatorial. ¿Se está intentando hallar un propósito unificador para lograr un cambio bienhechor en la sociedad, que opere vigorosamente y estimule sin necesidad de tener un enemigo?
El diálogo es siempre imprescindible. Sólo mediante este instrumento pueden transmitirse ideas claras de situaciones y problemas, de hallar conductas adecuadas o apropiadas para tales circunstancias. Sin una transmisión fácil y exacta de ideas se imponen estrechos límites al contenido de la explicación de los problemas y a que no prosperen las relaciones amistosas. Constituye una importante herramienta, no se debería descartar tanto para el pensamiento como para la comunicación.
“Vale recordar
que ni la violencia,
ni la obstinación,
ni la destemplanza
son signo de
superioridad”.
BELICOSIDAD
En Argentina persiste, desde que los Kirchner llegaron al poder, una política belicosa. Esta explica la facilidad con la que en las votaciones parlamentarias se unen votos de los partidos más ideológicamente distanciados para enfrentar las tesis de los partidos de centro.
El odio político es sumamente devastador porque invoca para satisfacerse, muy a menudo, “el sagrado prestigio de la Patria”. Así basta acusar al odiado legislador, u oponente, de ser un traidor al país para que caigan sobre él los anatemas de quienes son incapaces de dar a esa expresión su valor real.
Históricamente se observa cuan virulento puede ser el odio político: se crearon órganos públicos represores “especiales” los cuales, frecuentemente, se excedieron en la agresión física y psicológica. Grupos utilizados por el poder político. Ello es tanto más paradójico por cuanto la actividad política -por definición y tradición- debería ser modelo de tacto, de generosa comprensión y de respeto al ser humano.
Tal vez la explicación radica en la tendencia violenta que alberga el hombre, la cual, a menudo, le lleva a desear el poder no para servir sino para servirse. En tales condiciones cada adversario acumula motivos de cólera, utiliza las armas menos recomendables en una lucha que se torna cada vez más enconada e hipócrita. Es común, en estas situaciones, que se busque afiliados partidarios de una misma postura desde donde se actúa, organizadamente, contra los opositores.
Hasta qué punto el odio conduce a bajezas de todo género lo podemos observar muy claro en la política actual. En el caso que tuvo estos días al presidente en la cuerda floja, la mayoría de los políticos en vez de esperar la investigación, sin ánimo imparcial alguno, le tiraron más piedras que a la Magdalena.
Muchos de ellos no adhieren a ciertos principios filosóficos fundamentales, por lo cual opinan un día una cosa, y al siguiente otra diametralmente opuesta, generando contradicciones y carencia de rumbo. Son los peores, siempre crean una incógnita, aceptan o se oponen según su conveniencia sin que les importe conocer ni las causas ni la solución de las dificultades o problemas, sino sus intereses personales.
Hasta ahora el actual presidente tiene un rumbo definido y respeta los requisitos de toda estructura democrática: las medidas que toma cuentan con el apoyo, o por lo menos la tolerancia de la opinión pública. Lo que se cuestiona es su actitud irascible hacia la crítica sobre aspectos de su gestión.
No se quedan atrás la mayoría de los políticos, sindicalistas y piqueteros: al griterío, el insulto y la chabacanería se los considera como el nuevo trato, el cual se viene, desde hace algunos años, derramando por las redes. Un mínimo desacuerdo no es tolerado por fanáticos irascibles dedicados a insultar y agredir. Deberían eliminar del subsuelo individual las inmundicias que alimentan esa forma agresiva y torturante de comportamiento.
El remedio para esta enfermedad social, tan contagiosa, es ponerse de acuerdo con uno mismo. El que vive en paz consigo mismo no inquieta a los demás. Se logra con ayuda psicológica porque sin ella nos falta perspectiva y nos sobra parcialidad en nuestro auto juicio estimativo: mucho más difícil que verse la espalda es darse cuenta de los defectos del “yo” con el cual nos confundimos.
Se debería recordar, al menos, que ni la violencia, ni la obstinación, ni la destemplanza son signo de superioridad. Acusan inseguridad, falta de autodominio y de fe en la eficacia propia. El ruido es fugaz pero la razón es silenciosa y eterna. En el análisis de cualquier situación nadie recordará palabras altaneras o gritos, pero sí los actos positivos con que se procedió para resolver un problema. Y esos actos serán mucho más eficaces si la energía no se consume en los fuegos fatuos de la emoción no contenida, perturbadora del entendimiento.
* Miembro de Número de la Academia Argentina de la Historia. Miembro del Instituto de Economía de la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Premio a la Libertad 2013 (Fundación Atlas). Autora de “El Crepúsculo Argentino” (Ed. Lumiere, 2006).