Las palabras han perdido su significado, debido tanto al relato, la versión moderna del materialismo dialéctico de Engels y Marx, como a la deformación creada por las redes, sobre todo cuando tienen que ver con aspectos técnicos que todos se sienten capacitados para abordar de buena o mala fe, con conocimientos o no, o el razonamiento es desplazado por el insulto y la grosería.
Por ejemplo, en una reciente bula presidencial por “X”, el equivalente al Observatore Romano del primer mandatario, se sostiene que se ha alcanzado ciertos logros antiinflacionarios sin expropiaciones, sin control de cambios y otras proezas.
Habrá que preguntarse si sacarle al campo el 60% de su utilidad no será una expropiación o confiscación, y si obligar a los exportadores a vender sus dólares al Central en un plazo perentorio - lo que es quitárselos - y a tener un tipo de cambio decretado diferente para las compras de insumos que para la venta de sus productos, mantener un cepo a la compraventa de divisas, en especial si esa obligación de vender de los exportadores lo es a un tipo de cambio de remate mantenido al nivel determinado por el gobierno para luego venderlos a los especuladores a ese precio de fantasía no es control cambiario. Una contundente prueba de que las palabras no tienen significado alguno, o que si lo tiene, se trata de ocultarlo.
Cuando se habla del “ancla cambiaria” para controlar la inflación, método utilizado durante 90 de los últimos 100 años, se está hablando de control de cambios del más puro. Esa es el origen de todos los lamentables ciclos argentinos, todos similares aunque cada vez con peores consecuencias. Se gasta sin control, se emite para pagar esos gastos, y luego se impide que la divisa refleje la verdadera pérdida de valor de la moneda local para no evidenciar la demagogia y torpeza del accionar de la burocracia estatal.
Esos ciclos culminan en deudas impagables, ajustes salvajes, impuestos de toda forma y color, defaults, y como colofón, en la falta de crecimiento en la que está sumergido de nuevo el país.
Cuando se habla de que el dólar está “atrasado” o que “hay que devaluar”, se está confirmando que se acepta y asume que el Estado sea quien determine el valor de la divisa, que es exactamente la causa principal de que la sociedad haya descendido hasta aquí. El cepo es nada más que el final de un camino de manoseo del tipo de cambio, o control de cambio o cambio administrado, como se le quiera llamar, un recurso totalitario que intenta hacer creer al mercado y a la población que, mientras debido a la emisión enloquecida la moneda local se ha desvalorizado de tal manera que todos los precios han subido, el de las divisas lo hace en menos proporción “gracias a que el estado lo controla” con un sistema tan estúpido como es el de venderlo a los demandantes al precio de ganga que el propio estado ha fijado, y considerar eso un “escarmiento” a los especuladores.
Ese mercado controlado constituye per se un negocio. O un negociado. O una prebenda. O un mecanismo de proteccionismo de las empresas mussolinianas que es el formato clásico del país, que se implantara para siempre durante el gobierno peronista-militar de 1943 a 1955, y que aún perdura. Y no es exclusivo del mercado cambiario.
Si se repasa el listado de felices beneficiaros de las ventas de dólar futuro de los tres últimos gobiernos y el actual, en sus distintos formatos, (seguro de cambio, swaps, bonos ajustables, etc.) -se puede retroceder todo lo que se guste que siempre se repite- se advertirá que se trata de una costosísima práctica, que sólo beneficia a vivos y amigos. Por supuesto que esos contratos son intocables por una cuestión de “seguridad jurídica”, que no suele aplicarse a la plebe.
Por supuesto que ninguna de esas prácticas crea inversión real. Lo que se agrava con la moda de los amigos del poder que terminan haciéndose de empresas de cuyo funcionamiento no tienen la menor idea pero con las que consiguen las ventajas, contratos y prerrogativas conocidas.
El tipo de cambio controlado es la fuente más importante de desempleo, delitos, atraso, desincentivo y corrupción argentina. Y culpable principal de la postración actual, incluyendo la pobreza.
En esas condiciones, cuando nadie en el mercado local ha vivido en una época de mercado libre de cambios ni lo ha experimentado ni sabe lo que quiere decir o lo que implica, el Gobierno sostiene que no va a devaluar y los expertos dicen que la devaluación es inevitable. No alcanzan a concebir el mercado libre de cambios. Como un insecto primitivo que no conoce la tercera dimensión.
Cuando el entonces candidato a presidente sostenía que quemaría el Banco Central, muchos interpretaron la metáfora en el sentido de que se detendría la impresión de moneda falsa, y compraron esa promesa. Que por supuesto no se cumplió ni como práctica ni como metáfora, porque la emisión siguió.
Pero tampoco se cumplió la segunda parte de la metáfora, que era eliminar al Central como la única contraparte en la compraventa de divisas, al precio que se le dé la gana, disfrazada de tipo de cambio técnico o valor de referencia, o cualquier otro nombre bonito.
El Gobierno ha comprado el miedo a la libertad cambiaria. El mismo miedo que el sistema le inoculó a Macri cuando le vendió el gradualismo, al que el actual presidente adhería, antes de su conversión a la escuela austríaca, por supuesto. Ahora es libertario con tipo de cambio controlado, tanto el oficial como el paralelo. Rothbard debe estar retorciéndose en la tumba fría.
En esas condiciones, salir del cepo crea el miedo a la devaluación, sea que se produzca antes de la salida para evitar una corrida, o después de la salida como consecuencia de una corrida.
También dice el Presidente que con cepo se puede crecer. Otra conversión presidencial, que antes decía pensar distinto. Pero crecer con cepo no cambia el país ni sus costumbres y vicios, porque no existe el mercado libre y único.
Con mercado libre de cambios no hay tal cosa como una devaluación, porque rápidamente el tipo de cambio toma el valor adecuado al comportamiento de las variables económica sin que nadie devalúe. Y esto no es un punto menor. Ninguna empresa seria querrá invertir donde alguien determine si puede retirar su capital o sus dividendos, o qué hacer con sus ganancias, o a qué valor convertirlas en dólares, euros o lo que fuere.
Por eso las radicaciones locales son siempre sospechosas. O de contratos de concesión secretos y prorrogados sin licitación o amañados, o de amigos, o de tránsfugas, de prebendarios, de “expertos en mercados regulados”, como Eskenazi (perdón por romper el ocultamiento y nombrarlo) por eso con cepo no se crece virtuosamente.
Lo que resulta más grave, al estar haciéndose lo que se ha hecho desde siempre, creyendo que esta vez será distinto porque sus ejecutores son distintos y mucho más capaces, es un acto de soberbia. Siempre hubo rebrotes en la historia. Que terminaron en lo mismo.
Hay otro agravante. A esta altura de los hechos y de los datos, el crecimiento es la única salida posible. Pero se sabe que ese crecimiento no será instantáneo por la esencia misma de la generación de negocios. El tipo de crecimiento que se requiere para luchar contra la pobreza no es lento ni modesto. Y no se logra con cepo.
El Gobierno tiene razón en luchar denodadamente contra el gasto. Además del efecto inflacionario que conlleva, es el container de la corrupción. No habrá gasto que no reciba el clamor de imprescindible cuando se intente reducir. Se trata de una pelea dura y amarga.
Pero no tiene razón al demorar, descartar o eludir la salida inmediata del cepo y simultáneamente una unificación del tipo de cambio y la implantación de un mercado libre de divisas, sin recargos, retenciones, artilugios ni arbitrariedades. Sin luchas heroicas para mantener un valor puesto a dedo, con más o menos empirismo o análisis. Sin Banco Central. (No es menester quemarlo)
Bajar la pobreza es una tarea mucho más dura, lenta y difícil que bajar la inflación. Y eso difícilmente será posible con cepo. O con tipo de cambio múltiple y controlado.
Invadido, acaso infiltrado por el proteccionismo y muchos embajadores de la prebenda y el acomodo, el oficialismo tendrá que hacer un colosal esfuerzo intelectual, sicológico y político para despojarse de ese contrapeso y hacer lo que originalmente significó con aquel término ya olvidado de “dolarización”. Que también se esgrimió como un modo de combatir la inflación, pero que esencialmente es equivalente a tener un tipo de cambio libre y único en un mercado sin intervención estatal.
También es difícil pensar cuando las palabras no valen nada, o carecen de significado. O se intenta que no valgan nada. O el pensamiento está obnubilado o torcido por la prédica de malos aliados inconfesables.