El entonces llamado nuevo Hospital de Clínicas José de San Martín empezó a funcionar paulatinamente a partir de fines de los años 60. Para 1971 ya se habían mudado todas las Cátedras desde la añorada manzana adyacente y el edificio asombraba. Entre otras cosas -novedad casi absoluta- sus ascensores hablaban a los sorprendidos enfermos venidos desde todas partes del país: “Este ascensor sube… Este ascensor baja… No impida el cierre de la puerta…”, eran frases que dejaban atónitos a los usuarios desacostumbrados de la época. Pero además, por ejemplo, la Terapia Intensiva era la más importante del país, mientras el servicio de Hemoterapia admiraba.
Allí empezó a crecer un proyecto que se suponía iba a seguir la noble historia del más antiguo hospital del país. Pero, paralelamente, la izquierda había iniciado su entrismo. Entre otras cosas, en la organización de los Residentes. Cuando en 1973/74 Montoneros y el ERP reavivaron lo peor de la Reforma Universitaria de 1918, hasta los ascensores del edificio universitario se ocuparon de dar su testimonio: nunca más desde entonces han funcionado correctamente.
El descenso más profundo llegó a partir de 1983. Pretendiendo modernizarse y copiando exteriormente organizaciones norteamericanas, la institución se “departamentalizó”. Las antiguas Cátedras fueron pulverizadas tildadas de “elitistas” y, bajo el pretexto de economizar gastos, los servicios se centralizaron. Resultado: despersonalización académica progresiva, control cada vez más laxo en general. Y comienzo de la preponderancia de la burocracia no docente. Fue ella la que, entre otras cosas y ante la indiferencia de las autoridades hospitalarias, provocó la suspensión del programa de transplantes de pulmón que se había iniciado con buenos resultados a comienzos de los noventa, por primera vez en un hospital público.
Pero el colmo de la invasión no médica llegó bajo el rectorado universitario de Shuberoff -profesor improvisado y rector eterno sostenido por la Franja Morada, sus obras y sus pompas- a comienzos del presente siglo. Por entonces el decano Prof. Salomón Schachter había iniciado un verdadero renacimiento de la Facultad de Medicina y del hospital universitario, gestionado éste por el primero y desde entonces único director nombrado por concurso.
Schachter empezó por encargar un impecable relevamiento del exacto número de alumnos que la Facultad podía formar en los tres años finales del ciclo clínico para evitar así la degradatoria congestión originada en el ingreso irrestricto e irresponsable. A pesar de que se llegó a la oferta de una capacidad generosa que hubiese significado orden y calidad, el personal no docente inició un sitio de bombos y cánticos de barrabravas, apoyado por el rector y sus monjes negros ante el silencio estrepitoso del cuerpo de profesores. Con la misma caballeresca calidad de su administración, el decano renunció y con él lo hizo toda la plana directiva del Hospital de Clínicas. A partir de ahí la decadencia agudizó su plano inclinado.
Inmediatamente después de las renuncias, Apuba -gremio que reúne a los no docentes- organizó una asamblea en el aula magna del hospital. Allí su dirigente máximo -entonces morocho como uno, pero luego trastrocado en “rubio como el oro”- pronunció la frase que todo lo explica: “Ahora sí el hospital va a ser manejado por el pueblo”. Una sentencia.
Desde ahí y a pesar de que siempre restan médicos capaces y sacrificados, ya está claro quién manda en las estructuras universitarias y en las del Hospital en particular. Bastarían los testimonios de enfermos, las constataciones de visitantes, la reducción de la producción científica. Si además no sobraran las denuncias de malversación que han llegado hasta los diarios. El gremio manda porque es lo único estable. Y hasta maneja, a través de una organizada barrabrava, el lucrativo estacionamiento frente al Clínicas. Entretanto, los hospitales de comunidades y algunos privados, mejor administrados desde el punto de vista sanitario y económico, lo han sobrepasado y lo van dejando atrás.
Es lógica y sana la defensa de la educación pública ante su crítica oficial poco equilibrada. Pero hay que ver quién la hace. No sea que se esté apoyando a los que han aparecido ruidosamente pero no tienen nada que ver con ella sino para hacer, a su costa, negocios laborales y de los otros. Obsérvese si no este doloroso ejemplo.
* Aclaración necesaria: He estado vinculado con la Universidad de Buenos Aires desde los 12 años. Proveniente de la escuela primaria pública, ingresé al Colegio Nacional de Buenos Aires a esa edad. Estudié Medicina y realicé luego mi Residencia en el Hospital de Clínicas y en el Instituto Roffo. Después trabajé en el Clínicas hasta jubilarme allí como Profesor Titular y Jefe de División. La UBA ha sido mi ‘alma mater, por la que guardo enorme afecto y considerable orgullo. Estas líneas, sin embargo, son inexcusable testimonio de su declinación y riesgo presentes..