Ir a La Habana
Por Leonardo Padura
Tusquets. 329 páginas
Un repaso entre nostálgico y desencantado de su relación con la capital cubana es el que presenta Leonardo Padura en Ir a La Habana, al que califica de “canto de amor a la ciudad en la que nací y vivo, escribo y padezco”.
Se trata de un volumen mixto del galardonado escritor cubano que recopila escritos nuevos, fragmentos de novelas propias, viejas crónicas periodísticas y dos pliegos con fotos de gran calidad tomadas por Carlos T. Cairo.
Descendiente de vascos afincados en las afueras de la gran ciudad colonial, Padura (La Habana, 1955) nació, creció y sigue viviendo en el barrio de Mantilla, población suburbana emplazada hacia el sur que se encuentra a suficiente distancia como para que sus habitantes hablaran de “ir a La Habana” cada vez que marchaban, por placer o compras hogareñas, a la urbe a la que en realidad pertenecían.
La primera parte del libro relata algunas de esas típicas historias de familia entrelazadas con apuntes históricos y anécdotas personales, en tanto el autor, la ciudad y el país todo van cambiando y creciendo, no siempre para bien.
Junto al relato pintoresco se filtra la crítica y la denuncia. Aprovechando su excepcional situación de “escritor independiente”, tolerado por el régimen eterno, Padura se permite protestar sin medias tintas frente a la decadencia de la que alguna vez fue llamada la “Niza del Caribe”. Y no duda en atribuir el declive a la revolución castrista y sus desvaríos motivados por la búsqueda de un imposible “hombre nuevo socialista”.
Apagones, edificios arruinados o cada vez más abandonados, desidia estatal y una mezquindad lindante con la delincuencia pero nacida de la crisis terminal del comunismo son las características del derrumbe de una ciudad que seis décadas atrás estaba entre las más bellas de América, faro del turismo, la cultura y la vida nocturna para buena parte del continente.
“Si el milagro cubano es que los cubanos viven de milagro -escribe Padura al final de la primera parte-, el misterio habanero es que la ciudad, a pesar de todos esos pesares, sobrevive y, orgullosa de su historia y su prosapia, de sus bellezas patentes, sigue siendo el sitio al que muchos quieren ir, en el que muchos otros empecinados queremos estar, a pesar de todos los pesares, que son muchos. Y en mi caso -que también debe de ser el de otros- porque es el lugar donde soy y estoy”.
El lector de otras latitudes agradece esas palabras, ilustradas con bellas imágenes, y extraña la presencia de un mapa, que habría ayudado a ubicar mejor las constantes referencias geográficas acumuladas en sus páginas.