Hace pocos días, la escritora británica J.K. Rowling, la autora de la saga de Harry Potter, quedó envuelta en otra controversia que ilustra bien el horizonte delirante al que se encamina la humanidad por aceptar los dictados de la “corrección política”. El Ministerio de Justicia británico había posteado en la red social X, antes llamada Twitter: “Repite después de nosotros: las mujeres trans son mujeres”. A lo que ella respondió con un lacónico y valiente “no”.
La medida de su valentía no radica sólo en haber dicho “no”, sino en haberlo dicho en momentos en que se debate en Gran Bretaña nada menos que la posibilidad de tipificar como delitos de odio los ataques a la identidad de género. “Con mucho gusto iría a la cárcel si se considerara delito dirigirse a alguien con el “género equivocado”, fue su comentario, que le granjeó el repudio de muchos lectores.
“Si la alternativa es el discurso obligado y la negación forzada de la realidad y de la importancia del sexo, que venga el caso judicial”, añadió Rowling. Conviene retener esto de la “negación forzada de la realidad”.
Lo cierto es que lo de Rowling no es, ciertamente, un caso aislado. Hace pocos días también un hombre biológico ganó el concurso de belleza Miss Portugal. Hay que ver la alegre salutación que las otras concursantes le prodigaron, como si fuera algo normal.
COMO ACTUA
Las últimas semanas han sido pródigas en ejemplos sobre cómo la “corrección política” actúa como un condicionamiento mental.
Ahí está el conflicto bélico en Medio Oriente y su sesgada cobertura mediática, que mucho debe al temor a ser considerado “antisemita”. Un argentino podría preguntarse: Pero ¿cómo? La reacción estatal ante el terrorismo, ¿no era acá “terrorismo de Estado”? ¿Es entonces “legítima defensa”? Y también: ¿en qué quedamos? Los excesos estatales, ¿son entonces un atenuante o son un agravante? Bueno, depende. ¿De qué? De lo que diga la “corrección política”. Tenemos que estar dispuestos a creer en una cosa y también en su contraria, en forma simultánea.
En Argentina, hoy mismo, hay un adoctrinamiento para que todos repitan que en los años setenta hubo aquí “terrorismo de Estado”. En estos días, precisamente, se busca aprobar un proyecto de ley que condene a los negacionistas de este discurso único. Estela de Carlotto acaba de exhortar a Google a que también censure a los disidentes en las redes.
Pero el condicionamiento mental se desborda a otros asuntos. Se vio también en la condena impuesta a los jueces Javier Anzoátegui y Luis María Rizzi por ordenar, en uno de sus fallos, que se investigue el accionar de médicos y funcionarios de defensa pública que indujeron a practicarse un aborto a una joven de 18 años que había sido víctima de abuso.
Los jueces lo ordenaron en un “excursus” de su fallo, incuestionable, en el que llamaban “manual de salvajadas inhumanas” al protocolo de atención de víctimas de abuso y tachaban de “sicarios” y “asesinos a sueldo” a los médicos que practicaron el aborto. ¿Y qué otra cosa es la obsesión con el aborto? Pero la corrección política cayó sobre ellos no sólo con una condena, sino también con un adoctrinamiento: la obligación de asistir a uno de los cursos previstos por “la ley Micaela”.
Esta intolerancia llevó hace unos años a la fiebre iconoclasta que recorrió toda América con el derribo de estatuas de Cristóbal Colón, y luego se metió con la literatura, con la intención de expurgar y reescribir partes “políticamente incorrectas” de textos de autores clásicos o muy famosos: Shakespeare, Mark Twain, Dante Alighieri, Agatha Christie, Ian Fleming, Orwell, Samuel Beckett, y la propia Rowling, entre otros.
Y así escuelas y universidades sacan libros de sus programas de estudios, editoriales modifican novelas para no dañar sensibilidades. Y ahora se está imponiendo la idea de introducir un “lector de sensibilidades”, que revise las obras antes de que sean publicadas.
Hay toda una forma de ver las cosas que entra en un cono de sombra hasta desaparecer. Como sucede con el festejo del 12 de octubre, que fue renombrado para cambiar su sentido. Para atraer la atención sobre “la diversidad cultural”, y no sobre lo que nos une, que es lo que nos trajo España: una misma lengua, una misma fe. Nada menos.
Pero tal vez el ejemplo más extremo de este “torniquete” fue la pandemia, que fue apenas un ensayo, un ejercicio global, de los extremos a los que lleva esta imposición de un discurso único, que no admite fisuras ni cuestionamientos, que no admite sopesar argumentos ni admite cribarlos para ver si tienen sentido. Fue una demostración de control social y de poder. El poder de excluir a los disidentes de los bancos, cines, iglesias, y hasta de transitar libremente.
¿QUE ES?
Ahora, si es evidente que todo esto es obra de la “corrección política”, más arduo resulta determinar concretamente de qué se trata esta coerción un tanto evanescente, quiénes están detrás y por qué resulta tan difícil oponerse.
En principio, hay una coincidencia en que se trata de una serie de restricciones ambientales sobre lo que se debe decir y lo que se debe pensar, o sobre lo que no se debe decir y no se debe pensar.
Claro que no consiste solo en un reproche que pueda merecer alguien, como Rowling. Hay más que eso: está la amenaza del uso de la fuerza de las instituciones, que puede concretarse en la pérdida del trabajo, el descrédito público o incluso una condena a prisión. A esto se ha dado el nombre de “cultura de la cancelación”, que sería algo así como una segunda etapa del mismo proceso.
Lo primero sobre lo cual hay que llamar la atención es que las restricciones no surgen del Estado, aunque se sirven de él y de su poder punitivo. Y no siempre este poder punitivo se ejerce, sobre todo en países europeos, pero en ocasiones sí. Más común es en el ámbito universitario de Estados Unidos.
Desde una visión cristiana, el catedrático y doctor en Filosofía español Higinio Marín Pedreño, que es rector de la Universidad CEU Cardenal Herrera de Valencia, ha observado que la corrección política “tiene algo de religioso, porque tiene algo del antiguo confesionalismo de Estado, que asume como propias posiciones ideológicas particulares y las convierte en credo legal, credo mediático y credo educativo. Es una suerte de religión civil. Pero además tiene los rigores que eran propios de la cortesía aristocrática, que marcaban un límite entre quienes estaban dentro del sistema y quienes caían fuera. Y, por otra parte, es también totalitaria”.
Que tiene una dimensión religiosa no hay dudas. Se aprecia hasta en las formas. Bastaría recordar el fenómeno de los deportistas que, antes de un partido, se ponían de rodillas para expresar su solidaridad con las víctimas de la violencia racial.
Esta corrección política, que se quiere presentar como un manual de comportamiento o de etiqueta, tiene algunas paradojas. En nombre de la libertad, se reserva el derecho de privar de la libertad a otros; en nombre de la tolerancia puede ser intolerante con los otros. Y la definición de quién atenta contra la libertad y quién atenta contra la tolerancia, les corresponde a ellos mismos, con absoluta discrecionalidad.
Marín Pedreño considera que “el horizonte de objetivos que se propone la corrección política es la construcción de un sentido común nuevo”.
“En todas las sociedades –prosigue el catedrático- los sujetos que las componen tienen una visión común sobre las cosas que se dicen y se pueden hacer con sentido, y también de las que no tienen sentido. Estas últimas implican una pérdida del sentido de la realidad. Una pérdida de sentido sobre lo que se puede y se debe. Que es precisamente lo que decimos de los que no tienen sentido común”.
LENGUAJE
“Esto es lo que la corrección política quiere alterar. El campo de lo que tiene sentido y de lo que no tiene sentido”, señala.
El filósofo apunta la importancia capital que tiene para todo esto el dominio del lenguaje. “Quien altera el lenguaje, altera el pensamiento. Quien altera lo que se puede decir, altera lo que se puede pensar. Y quien altera lo que se puede decir y pensar, altera lo que se puede sentir. Y quien altera lo que se puede decir, pensar y sentir, altera lo que se puede desear”.
Es interesante observar, como indica Marín Pedreño, que el mismo efecto se logra si se recorren los eslabones de esa cadena a la inversa. Quien altera lo que se puede desear, altera lo que se puede sentir, luego lo que se puede pensar y también decir.
Y esto es muy cierto. Porque el deseo es una herramienta muy poderosa. Por eso se ha dicho mucho sobre la semejanza de este pensamiento único con la pesadilla orwelliana de 1984. Pero unos pocos han señalado que en realidad es una mezcla de lo que describe esa novela de Orwell y lo que presentaba Un mundo feliz, de Aldous Huxley, una distopía que adelantaba ya en 1932 el desarrollo de una tecnología reproductiva, cultivos humanos y control de las emociones para rediseñar la sociedad. No es solo una tiranía. Es también una aceptación pasiva y buscada de lo que esa tiranía propone.
El hecho de que todo esto tenga una naturaleza cultural y antropológica, da la razón a aquellos que hablan de una “guerra cultural”. Pero, bien mirado, es mucho más que eso. Es una lucha por el sentido común. Lo que explica la dificultad mayor que supone entablar esa batalla. A los disidentes les espera la marginación que se da a los que no están en sus cabales.
En efecto, “este no es un partido que se juega a ganar”, ratifica Marín en diálogo con La Prensa. “Es un partido en el que se juega a delimitar el campo. Se juega a delimitar lo que se puede hacer o no. Con la aspiración manifiesta de dejar a los otros fuera del juego”.
A juicio del filósofo, se trata de “una consumación de la dinámica interna de las ideologías que en el fondo son revolucionarias y no pueden evitar tener una cierta aspiración totalitaria. Lo que pasa es que este totalitarismo es casi metafísico”.
El pensamiento dominante tiene una ambición civilizatoria. Aspira a reescribir el pasado, y a reconfigurar el presente y el futuro.
“Este pensamiento dominante, impulsado por las elites plutocráticas, intenta configurar nuestros Estados como “estados de gracia”, continúa Marín. “Es el Estado del hombre bien pensante”, dice.
“De lo que se trata –afirma Marín- es de laminar toda tradición precedente y de configurar una humanidad bondadosa, benéfica, sobre una especie de moralidad global, de costumbres sanas, cuyo agente tutelar es el Estado, pero cuyo autor espiritual es el globalismo residenciado en Naciones Unidas”. Todo condicionamiento precedente es lo que se busca borrar. Cortar los lazos con Dios, sí, pero también incluso con nuestra condición de mamíferos.
“Y así -continúa el filósofo-, quienes no pensamos de esa manera, porque tenemos “lastres”, porque tenemos una familia, tradiciones venerables de nuestros abuelos, porque creemos que los muertos tienen algo que ver en nuestras vidas, esos no somos “personas en gracia”.
Hay que reconocer, con tristeza, y así lo hace Marín, que “ya hay una masa crítica de población que vive en ese adanismo individualista”. Y entonces se entiende por qué muchos sirven voluntariamente a la corrección política: no ya por el temor a perder el sustento, sino por el temor a ya no poder seguir gozando de ese Estado de gracia.
ORIGENES
El pensamiento único no es novedoso. En sus capas geológicas, superpuestas, hay rastros de todas las revoluciones precedentes. La posmodernidad, la revolución sexual, la revolución bolchevique, la Ilustración, la reforma protestante de Martín Lutero.
Higinio Marín encuentra decisiva la que inició Lutero. “La tradición occidental se ha caracterizado porque como estrategia intelectual para comprender la realidad, y para explicarla, ha dado preferencia a soluciones de naturaleza sintética. La síntesis es una solución por superación de los antagonismos. Dios y hombre, uno y trino, animal y racional, caído pero salvable, naturaleza herida pero libre arbitrio”, explica.
“Lutero -prosigue Marín- introduce muchos de estos pares sintéticos pero los detiene en una oposición dialéctica. De tal forma que la afirmación de uno implica la negación del otro. Y esto se infiltra en la dinámica histórica”.
El filósofo resalta que Lutero “lo dice de muchas maneras: ‘o libre interpretación de los textos o sometimiento servil al Magisterio´; ‘o comunidad libre de los creyentes o sojuzgamiento a la Tradición’. Y la forma de su infiltración histórica, o de su secularización, es la revolución como acontecimiento político económico. Porque es la forma explícita de la afirmación del presente, con su horizonte futuro, mediante la negación del pasado”.
Esta es la clave de todo, manifesta Marín. “Ahora -añade-, para afirmar mi libertad subjetiva, tengo que negar las prefiguraciones corpóreas de mi existencia. Y entonces resulta que el transexual es el abanderado mejor. Porque en él se ha hecho carne la idea de la libertad. Y se ha hecho carne suspendiendo la carne como principio condicionante del sujeto”.
Esta nueva moral termina convergiendo en un común denominador: su enemiga es el orden social cristiano. Si uno analiza las reivindicaciones de nuevos derechos, sean sexuales, de género, las nuevas formas de familia o las minorías aborígenes, tratan de subvertir el orden social cristiano y la identidad de las naciones.
EL DELIRIO Y LA LEY
Sergio Raúl Castaño, doctor en Derecho y en Filosofía, en diálogo con este diario, apunta otro aspecto interesante: la relación entre este delirio y la ley. Porque “la nueva moral que establece la corrección política se termina imponiendo sobre el derecho”, advierte.
“Hay un tránsito necesario entre la corrección política y la cancelación. Porque, en realidad, si la corrección política tiene razón, la cancelación es justa. Es su efecto necesario”, explica.
“Acá lo que hay es un desvarío monstruoso. Uno cree estar viviendo un sueño con las cosas que pasan. Pero tiene la forma monstruosa del derecho natural. Entonces esto reclama una vigencia jurídica. Porque si es justo, y se está transgrediendo, en algún momento tiene que estar prohibida esa transgresión por ley. Hay una necesidad, un imperativo moral, de que se pase a la vigencia legal”, añade.
“Por eso –remarca Castaño- las soluciones a mitad de camino, como la objeción de conciencia de los médicos en casos de aborto, no tienen razón de ser. Y si quedan, es solo un respiro momentáneo, sujeto al devenir de los tiempos y a la lógica que va a terminar por imponerse”.
¿COMO ES POSIBLE?
En este mundo de “doble pensar” orwelliano, donde se pide asentir a lo que es falso, o aceptar dos ideas contradictorias al mismo tiempo, no hay que perder de vista que la lucha por la hegemonía ideológica es un combate por los corazones y por las mentes en el ámbito cognitivo. Y los medios tradicionales, y la industria del entretenimiento, han sido un factor clave. Son la caja de resonancia del mensaje de la corrección política.
La debilidad humana, y también el espíritu gregario del hombre, hizo el resto. Y así, a fuerza de ocultar a los intelectuales independientes y las voces católicas, a fuerza de silenciar a aquellos pensadores que aportan una profundidad de campo, los medios dejan a la sociedad a merced del veneno que nos sirven cada día y que nos va intoxicando, hasta que la pesadilla se normaliza.
EL ECLIPSE
Y se va normalizando, también, por el silencio de los que deberían hablar. Porque en cada época de oscuridad siempre estuvo presente el espíritu de la Iglesia para hacer frente al espíritu del tiempo. Pero hoy ese espíritu de la Iglesia solo pervive en voces aisladas de la jerarquía eclesiástica, cada vez más marginadas.
Son marginadas por la propia Iglesia católica, por la propia Roma, más preocupada por congraciarse con el mundo que por iluminar las conciencias. No se siente ya en condiciones de marginar a nadie de la comunión eucarística, por ejemplo, porque “no es un premio para los perfectos”.
Y no solo la corrección, sino la cancelación se observa puertas adentro de la Iglesia y cae sobre aquellos que defienden el valor de la sana doctrina y de la Tradición. Uno de los primeros que levantó la voz para denunciar esto fue monseñor Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata, en una carta a los “sacerdotes cancelados”.
QUE HACER
Llegados a este punto, es preciso preguntarse qué hacer. La amenaza de perder el trabajo y el sustento, o ser marginado, amedrenta. El mal parece desatarse. La idea de que el martirio espera al final del camino surge una y otra vez.
A menudo se recomienda en estos casos seguir el ejemplo de Tomás Moro: no rehuir el martirio, pero tampoco buscarlo. Aunque no parece ser hoy tanto una cuestión de martirio físico, como sí de exclusión radical de la vida pública.
En medio de la angustia, Castaño llama a poner “paños fríos” y tener “confianza en la providencia”. El recuerda que hay “corsi e ricorsi” en la cadena de hechos históricos. “No era absolutamente lógico que después de Obama viniera Trump. No era esperable la reacción argentina contra el aborto”, ejemplifica.
La respuesta del cristiano, en su opinión, debe consistir en seguir “haciendo empecinadamente lo que a cada uno le toca por su misión y por su estado. Y no desesperar”.
Pone como ejemplo la liturgia tradicional, que parecía abrogada, fue rehabilitada por el papa Benedicto XVI, y ahora está resultando difícil de detener. “Hay un revival de esa liturgia como no sucedía hace 50 años”, se asombra.
Por otra parte, recuerda que “Dios cuenta con la libertad del hombre. A lo mejor -dice- en la época de Lutero estaban dadas las condiciones para que la historia se terminara y se salvó por todos los santos que florecieron en esa época”.
Castaño aporta una última señal de esperanza. “Los exponentes aún vivos de la tradición tomista que tiene la Argentina en filosofía, en cantidad y calidad, no los tienen en otros países. Y con una lucidez y con un conocimiento agudo para identificar por dónde pasan las cosas, que llama la atención. Si uno piensa en lo que fue el maritainismo, que hizo un gran daño a la Iglesia, eso lo tiene en claro el tomista argentino y no el español o el italiano. Hay una “forma mentis” del católico bien formado en Argentina que es un fenómeno único”.
Tal vez sea oportuno, también, inspirarse en la receta de un gigante como Gilbert K. Chesterton para enfrentar esta locura. Chesteron, llamado el apóstol del sentido común, solía tomar los argumentos del contrincante y cabalgarlos hasta mostrar cómo se descontrolaban, hasta mostrar su ridículo.
Exponer el ridículo, entonces, no ceder a la tentación de huir del mundo, pero aceptar con realismo que los cristianos están siendo confinados a la clandestinidad, y no perder de vista que la fe es una forma de vida que se irradia igual, como sucedió con los primeros cristianos.
Chesterton, que vislumbró acertadamente que llegaría el día en que habría que desenfundar las espadas para defender que el pasto es verde, profetizó también algo que conviene no perder de vista: que “un padre y una madre, unidos en matrimonio, tomados de la mano y paseando con sus hijos en brazos, será el gesto más revolucionario e intrépido en este decadente siglo”.