Los dictadores y totalitarios no le temen a la democracia. Finalmente, siempre se ingenian para sobrevivirla y torcerla a su antojo. Ejemplo fácil es Hitler, pero también Perón, Chávez, Maduro, Putin, y otros tantos personajes que se pueden buscar en Latinoamérica y también en tantas provincias argentinas. Por la demagogia y el populismo, por alguna épica patriotera, por algún enemigo, inventado o no, pero conveniente, o por el recurso tan efectivo del fraude, logran reelecciones eternas, cambian la constitución como quien cambia de camisa, sacan votos de abajo de la mesa, se imponen sobre todos los organismos supranacionales que usan cuando les conviene y demonizan si los critican y llaman gusanos, golpistas y desestabilizadores a los que se les oponen.
Siempre detrás de un dictador se oculta un estatista, con todo respeto por Hayek que sostenía el axioma al revés. Es cierto que todo estatista planificador central termina siempre convirtiéndose en totalitario al ver cómo la acción humana se impone inexorablemente sobre su voluntarismo, sus controles, sus expropiaciones, sanciones y a veces ecuaciones mágicas conque tantos han ganado tantos premios Nobel inútiles. Pero el dictador necesita un estado omnímodo, un pueblo suplicante, necesita tener la moneda de canje de la limosna, el subsidio, la dádiva o la pretensión salvadora milagrosa.
Cuando eso no le alcanza, o no puede lograrlo, usa el patriotismo exacerbado, el miedo o el odio. Una vez que consigue inyectar esos desvalores, o cuando esos desvalores son reales y fomentados o aplaudidos, la moneda de cambio pasa a ser la revancha, la protección feudal, el proteccionismo económico o la reivindicación de causas de todo tipo, justas o no.
Scapa Flow o Pearl Harbor, para los que gustan de la historia bélica, son ejemplos de cómo un pueblo cambia de opinión en un minuto frente a ciertos hechos. Las torres gemelas concitaron la indignación y el dolor de todos los americanos, pero también permitieron la aplicación de la Patriot Act, la terrible arma antidemocrática que aplicara Bush(h) y que sigue vigente con efecto universal, además de la destrucción presupuestaria de su país. Es una constante, sin excepción geográfica ni social.
Por eso, para leer las intenciones de los gobernantes es siempre mejor observar su grado real de adhesión a los principios republicanos, que, más allá de las reglas, muestran mejor sus verdaderas inclinaciones. La república es, primordialmente, una actitud de respeto e igualdad hacia la sociedad y hacia cada uno de los individuos que la componen. Es aceptar que el cargo o el mandato es provisorio, es una carga pública, un acto de servicio. Eso implica la rendición de cuentas continua, la vocación de persuadir y reconocer errores, la de someterse a todos los controles que se requieran, y, sobre todo, la de digerir que no se tiene el poder absoluto. Que la democracia requiere una interacción, contralor y contrapeso mutuo de poderes, mucho más potentes que las leyes de mayorías y minorías, que no dan derecho a hacer lo que se quiera sin escuchar y atender a todos. Ningún concepto se acerca más a la igualdad de derecho y oportunidades que el de república. Desde Trasímaco hasta aquí, sin olvidar a Platón, que amplió su análisis.
Ese concepto de república es la forma de sociedad que elige la Nación Argentina en el artículo 1o de la Constitución, indisolublemente unida a la representativa y federal. No es una elección superficial de palabras. Es una convocatoria. La Constitución no crea ni acepta grietas. Las grietas las crean, toleran y aprovechan los oportunistas mercenarios. Que entre nosotros se suelen llamar políticos profesionales. Ningún concepto más incluyente que el de república, de paso, tan cercano al de patria.
La Carta Magna sufrió un duro sabotaje en el nefasto Pacto de Olivos, un acuerdo que, además de ser espurio en su génesis, como saben bien sus hoy millonarios gestores, juntó la ambición de poder desvergonzada de Menem con las ideas del socialismo internacional que sin impudicia pidió Raúl Alfonsín como pago adicional a su renuncia a la defensa de la moral y la ética por la que había sido elegido, la inserción de varias bombas de tiempo que estallan periódicamente mutilando la esencia misma del ser nacional. Una de ellas es el DNU, una herramienta perversa que permite que con apenas el 34% de bancas propias en una sola de las cámaras, el Ejecutivo cambie leyes o cree nuevas por encima de la filosofía constitucional y aún de sus propios preceptos. Habrá que decir que la ley que permite semejante atropello republicano no es constitucional, de lo que nadie parece haberse dado cuenta.
Esos decretos, que, además, por su nombre mismo, se justifican solamente en caso de que surgiese alguna necesidad o urgencia en períodos de recesión del Congreso, son ahora la forma legislativa habitual, que por supuesto cuenta con la bendición de la jefa del binomio Fernández y presidente de la Cámara de Senadores y su ahora sumiso colega en la Cámara de Diputados.
En la semana se vivió otro triste episodio de irrespetuosidad a la Constitución, a las leyes, a la investidura de los legisladores y a la ciudadanía, cuando el látigo tirano de la mandataria cortó los micrófonos, las opiniones y tal vez el conteo del quorum para terminar decretando que se había aprobado la creación de una comisión macartista sin los dos tercios de los votos requeridos.
Este accionar debería ser fulminado por la Corte, si no estuviera subyugada quién sabe mediante qué poderes por la ex-actual presidente, y/o por las amenazas presupuestarias, la de la ampliación del número y la de los 75 años fatales. Por ahora está ocupada en atender apelaciones de ladrones que debería rechazar in limine.
Con el default suspendido porque los acreedores insisten absurdamente con cláusulas para no volver a ser engañados, la economía imposible de resucitar ni aún con plasma y la ideología nacionalsocialista y populista del Instituto Patria condenando a la huida desbandada a las empresas y emprendedores sobrevivientes, el discurso en trío de ayer volvió sobre los mismos argumentos, con algunas tautologías y eufemismos. Además de la impuntualidad irrespetuosa que ha sido una impronta indeleble del gobierno de la familia Kirchner-Fernández y las comparaciones con los vecinos, (menos Uruguay, obvio) que ganarán nuevos reclamos, la decisión fue, como se sabía, volver a fase 1, término militar que significa que habrá más muertes de empresas.
El Presidente sostiene que los efectos económicos de la pandemia afectarán a todo el mundo, y tiene razón. Le falta digerir que el país sufrirá mucho más en ese proceso, sobre todo con los lineamientos estatistas que se están diseñando. Se habla por caso de “inversión estatal” una contradicción insoluble y fatal, pese a lo cual sigue sosteniendo que después de este drama la recuperación florecerá.
Un país angustiado por la pérdida de empleos, donde los que aún conservan una actividad laboral en relación de dependencia, cuentapropista o pyme, están desesperados por trabajar, pero se les prohíbe, donde el estado acude en ayuda generosa de los ancianos, los pobres, los emprendedores, los empresarios, las pyme, los runners, los desocupados y todos son deudores de la AFIP y la ANSeS y claman por una moratoria. Donde los importadores ruegan que se les permita pagar lo que importaron y los exportadores que no les rompan los silobolsas. Un país de mendigos. Casualmente (?) muy parecido a la descripción del comportamiento de los gobiernos despóticos que se hace al comienzo de la nota.
Los discursos de ayer agitaron la muerte como bandera. A medida que se esfuma el concepto de república en el sentido griego, aflora la república del miedo. Para no citar a los clásicos, quienes vieron la película “La Aldea” encontrarán similitudes inquietantes y amenazantes. “La libertad se pierde cuando uno muere”- dijo Fernández, creyendo que hacía gala de oratoria. La respuesta, que ni él ni su mentora quieren oír, es liberal, con perdón de la palabra, pero es precisa y es ya un clamor que resonará en los próximos días de confinamiento solitario: la vida se pierde cuando se muere la libertad. Vale para lo que hace Alberto Fernández con la cuarentena. Vale para lo que hace Cristina Kirchner con la Constitución y la República.
En el afán de no desentonar, el Jefe de Gobierno, además de prohibir los runners porque sí, sostuvo que “la mayoría de los muertos por el covid-19 eran adultos mayores”. Frase marxista (de los hermanos Marx) que se puede aplicar a cualquier otra muerte por enfermedad, casi 10 veces más que las originadas en el virus. Es de esperar que no se le ocurra aplicar igual solución para otras pandemias o endemias. Kicillof en cambio prefirió hablar de la provincia de la Antártida.
Las redes muestran, como la sintomatología teórica descripta al comienzo, una profunda grieta, o múltiples grietas, tajos que dividen a la sociedad en múltiples hemisferios. El título de esta nota pretende reflejar la deformación ética, espiritual y material que ha convertido a la República Argentina en otra cosa, que no puede satisfacer a nadie con sanidad mental y espiritual. Un lugar en el que es muy difícil percibir al otro como compatriota, donde es imposible sentirse seguro: la república del miedo. O una república de miedo.
Esta nota es también un reconocimiento y un homenaje al talento y el coraje de Armando Ribas, argentino de corazón, fallecido ayer, cuya prédica, de haberse seguido, seguramente habría conducido a una sociedad mucho mejor, más libre, más respetuosa, más democrática y con una república en serio y seria.