La semana pasada la Armada dio por terminadas las operaciones de rescate de los tripulantes del ARA San Juan para concentrarse en la búsqueda del submarino en sí. El anuncio implicó que ya no se esperaba encontrar con vida a sus 44 tripulantes, y causó conmoción instantánea. En realidad, eran pocos los que abrigaban todavía esa esperanza, sin otro sustento que la fe, pero el reconocimiento público impactó en las emociones de muchas personas que homenajearon en las redes sociales a los marinos y los despidieron con gratitud y reconocimiento. Muchos esperaron, y algunos reclamamos, una palabra del presidente Mauricio Macri. Esa palabra no llegó.
Al día siguiente, sólo dos diarios de la capital argentina dedicaron sus portadas a honrar a los bravos submarinistas, "Crónica" y "La Prensa". El resto dio en primera plana la noticia del anuncio de la Armada, pero en compañía de las novedades de rutina. El gobierno obligó al Ministro de Defensa a viajar a Mar del Plata, y poner la cara ante unos familiares acongojados y confundidos por la ausencia de autoridad, que al mismo tiempo reprochaban que no se les hubiera dicho la verdad antes, cuando no la había, y se negaban a aceptarla ahora, cuando sí la había.
Esa verdad dolorosa marcó un punto de inflexión en la crisis de la embarcación desaparecida, por lo menos para los mandos navales, pero mostró al poder político sumido en la misma confusión de siempre. No supo cómo reaccionar cuando estalló -el Ministro de Defensa anunció cuarenta sumarios contra la Armada y lo hicieron callar, el de relaciones exteriores atribuyó al gobierno la solicitud del decisivo informe recibido desde Viena sobre explosiones submarinas y "Página/12" informó de que le había sido ofrecido espontáneamente-, y tampoco supo cómo reaccionar cuando se tuvo la trágica certeza de que no habría sobrevivientes.
VERSIONES CONTRADICTORIAS
Los días posteriores fueron una marea de versiones contradictorias sobre cuál sería finalmente la reacción oficial ante la desaparición de una nave de la Armada argentina con sus tripulantes, que encontraron su destino final en acto de servicio. Primero se dijo que el Gobierno no reconocería la muerte de los marinos mientras no se encontrara la nave, ni habría en consecuencia duelo oficial hasta entonces: después se dijo que habría tres días de duelo, aunque sin darlos por muertos.
También se dijo, y es lo más creíble porque coincide con el estilo PRO, que se haría un gran acto en Mar del Plata, con gigantografías y otras cosas espectaculares, donde se reconocería a los marinos como héroes, se los ascendería post mortem, y se decretaría el duelo.
Desde el Gobierno se dejó trascender sucesivamente que el Presidente podría dar o no un mensaje al país, que podría ser en vivo o grabado, podría ser en cadena o por las redes sociales, podría ser hoy mismo o cualquier día de éstos, cuando sus asesores se pongan de acuerdo sobre el lugar, el canal y la forma oportunos. Puede que algo ocurra, puede que no, pero si algo ocurre llegará tarde y mal, incluso si la nave finalmente aparece y la crisis entra en una tercera etapa: el momento de la palabra presidencial ya pasó.
De todos modos, la Casa Rosada parece preferir que el tiempo resuelva las cosas, y que todos se vayan olvidando lentamente del submarino. Como si el caso encerrara un peligro, y lo más prudente fuera dejarlo apagarse sin ruido. Que Dios acoja a los marinos muertos, que la Virgen se apiade de sus familiares, y en todo caso que la justicia deslinde responsabilidades.
Pero, ¿qué peligro puede entrañar la desaparición de un submarino militar? Para entender la amenaza hay que ponerse en el lugar de la élite. Las élites políticas, empresarias, sindicales y también mediáticas que gobiernan Occidente en su propio provecho, y que el actual gobierno representa acabadamente entre nosotros, no le tienen miedo a casi nada. Están convencidas, y la realidad les ha dado en buena medida la razón, de que todo hombre tiene su precio, y que todo es cuestión de saber encontrarlo, a valores normales de mercado. Lo único que atemoriza al establishment, nombre académico de esas élites, es que algún incidente inesperado -como éste del submarino ocurrido entre nosotros- saque a la luz, haga visible y palpable ese estado compartido de conciencia que se llama conciencia nacional.
DOS CARAS DE UNA MISMA MONEDA
En otro lugar argumentamos que, en el caso argentino, conciencia nacional y fuerzas armadas eran como las dos caras de una misma moneda, que no era posible concebir una sin la otra, y que cualquier ataque, menoscabo o negación de una lo era igualmente en relación con la otra. Pues bien, entre conciencia nacional y establishment existe ese mismo tipo de relación inexorable, pero con signo negativo: no hay establishment aprovechador y chupasangre donde hay conciencia nacional, y no hay conciencia nacional donde las "fuerzas vivas" se han coaligado para el saqueo.
Comprensiblemente, el establishment le tiene miedo a la conciencia nacional porque no la entiende, no sabe cómo encararla, no logra determinar cuál es su precio; la encuentra parecida a la religión, pero más amenazadora porque no se ocupa del Dios sino del César, y en manos de conductores fundamentalistas puede volverse como aquélla, revulsiva y letal. En consecuencia, lo mejor es arrinconar a ambas, sofocarlas, desprestigiarlas, tomarlas para el churrete, y si no se las logra eliminar por completo, al menos reducirlas a lo inofensivo, lo pintoresco, lo trivial: Papá Noel en Navidad y empanadas de pescado en Semana Santa, desfiles con uniformes de época y chocolate en la fiesta patria.
Para los miembros de la élite, el patriotismo es una de esas pasiones elementales que distinguen a los pueblos primitivos, casi casi comparable con los sacrificios humanos, y la nación poco más que un marco jurídico para hacer negocios. Su mentalidad excluye tanto la historia común como el proyecto compartido, que son los ingredientes sustanciales de la conciencia nacional, y también excluye el compromiso afectivo, emocional, con el pasado y el futuro, que es la materia prima del patriotismo. Esto es extraño, porque saben que no hay un solo caso de país exitoso en el mundo en el que no anime una acendrada conciencia nacional, y saben que nadie se embarcaría en un submarino por 24.000 pesos de sueldo si no fuera por vocación y patriotismo.
CHISPA DE LA CONCIENCIA NACIONAL
Pero así son las cosas, y el establishment, al que pertenecen el Presidente y su Gobierno, comprendió que la crisis desatada en torno del submarino de la Armada desaparecido con su tripulación mientras cumplía una misión en defensa de las aguas territoriales argentinas, que son su mismo territorio pero líquido, era uno de esos incidentes capaces de encender la chispa de la conciencia nacional. Como aquella fatídica guerra en el Atlántico sur, justo treinta y cinco años atrás. Y que así como hubo una desmalvinización la prudencia aconsejaba ahora inclinarse por la desubmarinización. También como entonces, la rama mediática del establishment acompañó gustosa.
Y como entonces, el objetivo es quitar cualquier contorno épico al suceso, y rebajarlo a la categoría de acontecimiento desgraciado, consecuencia de algún hecho reprobable que algún culpable debe tener.
Un mensaje presidencial al país, al comienzo de la crisis o cuando se tuvo razonable certeza de su desenlace, difícilmente hubiese podido eludir lo épico, y tampoco está en la coreografía de Cambiemos la asociación con la desgracia. Sin opciones, el Gobierno se concentró entonces en tomar distancia del episodio, y en filtrar las versiones mañeras de siempre sobre presuntas culpabilidades, primero dirigidas hacia la Armada, donde tropezaron con la inesperada solvencia del capitán Enrique Balbi, y luego hacia la corrupción del anterior gobierno, donde no hay resistencia posible. ¡A olvidar, argentinos, a olvidar!.