Cultura
LA HISTORIA CON MIRADA LITERARIA

Juan Lavalle: la noche que mataron al león

POR JUAN EDGARDO MARTIN

Era bravo el general. Le sobraban antecedentes, y parentescos principales, y aquello que tienen los valientes. Descendía de casta de bravos. Por vía paterna, nada más y nada menos que de don Hernán Cortés, aquél que había ordenado quemar las naves en Méjico, y que había conquistado el imperio guerrero más importante de América.

El mismo, a las órdenes de Soler había acompañado al gran capitán por Chile y Perú; y luego de Guayaquil no se había resignado y había continuado con sus luchas. Aún joven y ya oficial de caballería del Ejército Argentino, había llegado hasta Ecuador. Allí estaba pues la noble acción de Riobamba para atestiguarlo, en la cual el mismísimo Simón Bolívar destacó la intrepidez del comandante argentino, que a la cabeza de su regimiento se había lucido efectuando una carga de 96 jinetes contra 400 españoles, dispersándolos.

Era hombre de genio, y algo levantisco. "Por encima de mí, sólo Dios y mi sombrero", solía decir. Una tarde, Bolívar, que le conocía, y al cual desagradaba el carácter del joven oficial argentino, le advirtió: "He hecho fusilar a muchos oficiales insolentes y presuntuosos como usted". Lavalle mirándolo fijo, respondió con una sonrisa: "No tendrían un sable como éste", mientras acariciaba la empuñadura de su corvo.

Hermanos de leche del brigadier Rosas, ambos habían sido amamantados por la misma nodriza. Por aquellos tiempos todavía existía esa costumbre.

HOMBRES NOTABLES

La Historia, que en definitiva es la historia de los hombres notables, nos cuenta que, ya avanzada nuestra guerra civil, el general Juan Galo Lavalle, que era unitario, y combatía la tiranía de Rosas, una noche fue personalmente y se presentó en el campamento de su enemigo. Sin titubear, se hizo anunciar con el centinela de turno diciendo que "estaba el general Lavalle y deseaba hablar con Rosas".

Los soldados impresionados por su valor y su arrojo, lo saludaron respetuosamente con la obediencia y consideración debidas a un superior, y lo condujeron al campamento. Una vez allí, le comunicaron que Rosas no se encontraba presente en ese momento. Entonces Lavalle, serenamente, ordenó que le cebaran unos mates y que le prepararan el alojamiento de Rosas, pues se encontraba extenuado y deseaba dormir un poco. Así se hizo efectivamente y durmió plácidamente el general, rodeado de enemigos. Al regresar Rosas lo primero que hicieron fue comunicarle que el general Lavalle se encontraba durmiendo en sus aposentos.

Este ordenó que no perturbaran su sueño y que cuando despertara le alcanzasen un mate. Despertó Lavalle, se saludaron, se abrazaron ambos jefes y se entrevistaron sin llegar a un acuerdo. Lavalle se retiró esa noche del campamento de su enemigo, al paso firme y sereno de su caballo; y nunca más volvieron a verse.

Mansilla nos dice en su libro Rozas refiriéndose a las familias Rosas y Lavalle: "Si las dos familias se combatieron jamás se odiaron; de modo que cuarenta años más tarde, muerto Lavalle en los confines de la patria, después de su lucha desesperada y el dictador en el extranjero, los Lavalle y los Rozas sobrevivientes que han podido abrazarse lo han hecho con emoción, lo que prueba que la sangre era caliente, pero no maligna".

A la vuelta de sus campañas en América, Lavalle combatió en la Guerra contra el Brasil, y al regresar a Buenos Aires, depuso al Gobernador Dorrego. Entonces, fiel a su carácter impetuoso y acaso mal aconsejado (Del Carril le escribió en una carta "La revolución es un juego de azar donde se gana hasta la vida de los vencidos"), ordenó el fusilamiento del Coronel Dorrego. Asumiendo toda la responsabilidad ante la Historia.
Lo ha perdonado la Historia. El arrojo en mil combates ha pesado más que una trágica equivocación.

SURGE EL CAUDILLO

Luego comienza su campaña contra Rosas, lo cual es el principio de su fin.

Ha mutado el General. Ya no es el militar con apariencia de oficial francés de la guerra con el Brasil, sino una especie de caudillo, pero, eso sí, siempre unitario. La casaca las charreteras y los entorchados han dejado lugar a un poncho campero; la táctica a la repentización, pero el valor es el mismo de los lejanos días en que el joven oficial argentino sableaba godos en el Ecuador.

Rosas introduce en nuestra guerra a un militar extranjero y le otorga mando: Manuel Oribe era uruguayo, a él se enfrenta Lavalle y es derrotado en la Batallas de Quebracho Herrado y Famaillá. Rosas no se ocupaba de esos asuntos. "No necesité ser valiente, otros lo fueron por mí", le hace decir Borges en un cuento. 

Luego de Famaillá, Lavalle se dirige a Jujuy con los restos de su ejército. Por su parte, su camarada civil en esta cruzada, el desgraciado Marco Avellaneda intenta escapar, pero es traicionado por alguien de su propia tropa y degollado por orden de Oribe en Metán. Su cabeza termina siendo expuesta sobre una pica en la Plaza Independencia de la ciudad de Tucumán. Su hijo Nicolás sería luego Presidente de la Nación.
Nuestro héroe consigue llegar a Salta guiado por un baqueano apellidado Alico que conocía esas soledades como la palma de su mano.

Como todo hombre, el General Lavalle tenía una debilidad. Las mujeres en su caso.

Estando en campaña mantiene relaciones amorosas con una tal Solana Sotomayor, esposa del gobernador de La Rioja. Luego, al llegar a Salta queda prendado de la hermosa Dámasa Boedo, una joven rubia de ojos azules. "Damasita" como era llamada en sociedad. La joven lo sigue, no obstante que el General había ordenado la ejecución de un hermano y un primo de la muchacha. Algunos historiadores especulan sobre la posibilidad de un amor-odio entre él y ella.

El General ya poco se parece al de otros tiempos, cunde la indisciplina en lo que queda de su ejército. Sin embargo, le dice a su colaborador Félix Frías una tarde: "Cuando le toque retirarse, no pierda su sombrero mi amigo, un hombre con sombrero inspira más respeto".

Al llegar a Jujuy, las tropas que le siguen acampan en unos potreros distantes ocho cuadras de la ciudad. El General, extenuado, decide dormir en una cama decente y desoyendo consejos, se dirige con su compañera y ocupa la que fuera la casa del Gobernador, que se hallaba desierta, pues su dueño había abandonado el lugar.

Lo acompañan una pequeña escolta personal, Damasita Boedo, y su colaborador Frías que ocupa un cuarto contiguo. La pequeña custodia tiende los recados en las galerías de la casona.

Un rato antes de salir el sol, se oye una partida que precipitadamente entra en la hacienda. Son aproximadamente quince gauchos rotosos. Existen probabilidades de intentar con éxito una huida, así se lo aconseja su escolta.

¿Huir él?

¿Juan Galo Lavalle? ¿El león de Riobamba?

¿Aquel soldado argentino que al frente de noventa y seis jinetes atropellara a cuatrocientos soldados del Rey?

"Vamos a abrirnos paso", le dice a Frías desde dentro del aposento.

Se escucha una cerrada descarga y cae el General con la garganta destrozada.

¿Quién mató a Juan Lavalle?

¿Dámasa Boedo, su amante? ¿Despechada por las ejecuciones de sus familiares? No parece creíble, pues la mujer acompaña a la tropa en su marcha a Bolivia con los restos de su amante.

Otra hipótesis fue la sostenida por un integrante de la partida, un mulato, llamado José Bracho que se adjudicó el hecho. Luego se comprobaría que mentía.

Otros especulan que una bala ingresó por el ojo de la cerradura e hirió de muerte al General.

El historiador José María Rosa sostiene la hipótesis del suicidio. Tampoco parece creíble, pues no es compatible con la idea de "abrirse paso" que el mismo Lavalle manifestara a su colaborador Frías.

Finalmente, todos los que estuvieron allí dirían que fue una bala perdida.

Es uno de los misterios de nuestra apasionante historia nacional.

El cadáver fue llevado con devoción por sus soldados, huyendo hasta Bolivia a través de la Quebrada de Humahuaca. Horas después de la muerte, se vieron en la necesidad de descarnar los restos que comenzaban a corromperse por el calor. Sus huesos llegaron finalmente a Bolivia custodiados por un grupo de veteranos andrajosos y fueron depositados en la Capilla de Potosí.

Damasita Boedo, tiempo después, tendría amores con un diplomático chileno y con los años regresaría brevemente a su tierra.

El General descansa hoy en el cementerio de la Recoleta en Buenos Aires.

En el epitafio se puede leer: "Granadero, vela su sueño, y si despierta, dile que su patria lo admira".