Opinión
Páginas de la historia

Juan I. Guillotín

Recuerdo que teniendo quien les habla 10 a 12 años cayó en mis manos un artículo periodístico que aludía a una condena a muerte. Durante un tiempo quedaron en mi espíritu las palabras verdugo, patíbulo, guillotina… Años después leí que patíbulo es el tablado donde se ejecutan a los condenados a muerte. Lo de verdugo me costó más tiempo comprenderlo. Que un hombre ejerciese el oficio de quitar la vida a otro hombre, aunque la ley lo amparase, aún hoy me parece incomprensible.

A través del tiempo, y atendiendo a sus ejecutores materiales -los verdugos- el cumplimiento de la pena de muerte presenta dos formas sustanciales en las que concurren a privar la vida del reo una o varias personas. Esta distinción básica vale para el ayer y para el presente de la pena capital.

En la lapidación o en el fusilamiento, la muerte del reo se produce mediante la acción simultánea de varias personas. La imposición de esta pena pone frente a frente al reo y al ejecutor de justicia, el verdugo, empuñe este el hacha o la espada, accione la horca, el garrote, la guillotina, la descarga eléctrica o el gas letal. La siniestra figura del verdugo, temido y odiado, está indisolublemente unida a la última pena.

 

MÁQUINA INFERNAL

Mencioné recién entre las diversas formas de aplicar la pena de muerte, la palabra guillotina. ¿Para qué sirve esta máquina infernal? Pues para decapitar al reo, es decir, para cortarle la cabeza.

Esto sé que suena un poco fuerte. Y por eso cuesta aceptar que se creó por razones humanitarias. La ideó un medico francés en tiempos de la Revolución Francesa de 1789, a la que adhirió. Se llamó Juan I. Guillotín. Este médico presentó un proyecto en ese año para causar decía “los menores sufrimientos al condenado a muerte”. Reducía a menos de un segundo el tiempo de la ejecución supliendo la acción manual del verdugo.

Además sugería el doctor Guillotín que no hubiese distinción de clases ni jerarquías entre los reos, porque los nobles, cuando eran también condenados a muerte, gozaban de ciertos privilegios.

Antes mencioné la expresión “razones humanitarias”. El acortamiento del tiempo de ejecución lo explica fácilmente. Pero además hizo suprimir la humillación que significaba para el reo, el ser conducido hacia su destino en un carro, en medio de las multitudes que lo insultaban e incluso a veces, apedreaban.

Las ejecuciones se efectuaban puntualmente a las cuatro de la tarde. Guillotín logró que se hicieran a la madrugada y que se transportara a los condenados a su destino final en un carro cerrado fuera de la vista de la multitud.

Le tocó soportar la guillotina al rey Luis XVI, en tiempos de la Revolución Francesa. El verdugo que apretó el botón para activar la cuchilla se llamaba Charles Sanson.

Cuando la cabeza del rey cayó en un recipiente preparado previamente, el verdugo Sanson la levantó por los cabellos y la mostró a la multitud rugiente. Por algunos segundos quizá se sintió un héroe aclamado por la turba, que teniendo ojos y boca, no podía –por ser turba- ver ni hablar. Pasados esos momentos el verdugo se desmayó.

Su hijo escribió en un libro, que después de ese momento, su padre, el verdugo del rey, jamás pronunció una palabra hasta su muerte, acaecida pocos meses después del episodio de la ejecusión de Luis XVI.

Y quise hoy traer un tema quizá poco simpático, pero real. Tuve el propósito de reivindicar la memoria del doctor Guillotín, destacado profesor universitario, fundador de la Academia de Medicina de Francia e introductor de la vacuna antivariólica en su país.

Y un aforismo final para el Juan I. Guillotín que soportó la incomprensión de sus compatriotas: “Juzgamos a hombres a quienes ni siquiera comprendemos”.