Opinión
Páginas de la historia

Iván Pávlov

Desde 1901, los Premios Nobel se otorgan anualmente en Literatura, Física, Química, Ciencias Económicas, etc. También se galardona con el Premio Nobel de la Paz a los que contribuyen a pacificar nuestro planeta. Y hemos dejado para el final a uno de los más importantes: el Premio Nobel de Medicina, que en 1905 ganara el alemán Robert Koch por sus investigaciones y descubrimientos con relación a la tuberculosis y cuarenta años después en 1945 lo obtuviera Sir Alexander Flemming por el hallazgo de la penicilina.

Pero un año antes que Koch, es decir en 1904, lo logró un médico, también doctor en Biología, nacido en Rusia. Su nombre: Iván Pávlov. Y se le otorgó como reconocimiento a su trabajo sobre la fisiología de la digestión.

Tenía en ese momento 55 años. Y un hecho curioso. Su prestigio se acrecentó y casi diríamos derivó no tanto de la investigación que le permitió obtener el Premio Nobel, sino de otra experiencia que multiplicó su fama.

Fueron los perros los protagonistas de este descubrimiento. Pávlov observó que un perro hambriento, al que se le muestra comida, segrega de inmediato saliva. Esta salivación es un reflejo incondicionado del que es responsable la red nerviosa que todo organismo posee. Pero si se hace sonar una campanilla cada vez que se le muestra el alimento, el perro segregará saliva con el sólo sonar de la campanilla aunque no se le muestre comida.

El perro asocia la campana con la visión del alimento y la secreción de la saliva se produce ahora por un reflejo condicionado.

Pávlov estaba creando una ciencia que hoy se llama Reflexología. Posteriores estudios de los reflejos condicionados condujeron a la teoría que la mayor parte de lo que sabemos y de nuestra forma de proceder son el resultado de reflejos condicionados recogidos en el transcurso de nuestra vida.

 

ABC DE LAS CIENCIAS

Claro, el esclarecimiento requiere esfuerzo; en cambio la oscuridad se expande sola.

Pero retrocedamos en el tiempo. Iván Pávlov, hijo de un sacerdote de rito cristiano ortodoxo, nace un 14 de septiembre de 1849.

En su último libro, que publicó pasados los 80 años -murió a los 86- escribió: “Estudiad el abecé de las ciencias antes de intentar alcanzar las cimas. No emprendáis jamás un nuevo capítulo si no sabéis perfectamente el precedente. No tratéis jamás de compensar la insuficiencia de vuestros conocimientos con suposiciones e hipótesis, ni siquiera las más audaces...

En segundo lugar, tened modestia. Jamás penséis saberlo todo ya... No permitáis que el orgullo se apodere de vosotros. Os hará obstinar cuando sería necesario ceder; os hará rechazar un consejo útil y una ayuda amigable y os hará perder la medida de la objetividad… En tercer lugar, pasión. Recordad que la ciencia exige al hombre toda su vida”.

Llega un 27 de febrero de 1936. Concurre a la mañana a su laboratorio, como lo hizo diariamente durante décadas. Regresa a almorzar. Luego la clásica siesta. Pero ya no despertaría.

Quizá fue una merecida muerte por lo serena y suave, para un hombre que en su juventud aprendió la sabiduría. Y que en la madurez la aplicó.

La suya, diríamos, fue una ancianidad joven. Porque su talento permaneció pleno hasta el último minuto de su larga vida.

Y cerramos con un aforismo que creemos refleja su visión y su talento: “Todos vemos lo mismo. Pero los grandes lo revelan”.