Especial para ´La Prensa´
Normandía, Francia
(Jueves 3° de Octubre de 1946)
Por Victoria Ocampo
La Ciudad Irreconocible
Esa tarde se me apareció Nuremberg arrasado; por la mañana no había tenido ocasión de verlo bien, en el trayecto del aeropuerto al Palacio de Justicia. El hotel donde me alojaron (el único posible) había recibido también una bomba y conservaba las huellas. El personal era alemán. Después de la comida permanecí algunos minutos en el umbral de un salón en que una orquesta tocaba tangos. En la penumbra rosada una docena de parejas bailaban con aplicación. Ese conocido ritmo de tango, esos hombres y mujeres pegados unos a otros por el baile, en medio de una ciudad de ruinas, después de todo un día pasado en el Palacio de Justicia, y de mi vuelo en el Dakota, tenían la naturalidad abrumadora de las más extravagantes pesadillas. Yo hacía vanos esfuerzos por despertarme, repitiéndome: "sé que sueño".
A las ocho de la tarde aún era de día. Se me ocurrió curiosear por las calles. Diez minutos me bastaron. Transeúntes, pobremente vestidos, niños cubiertos de polvo, descalzos, junto a un puente, me lanzaron miradas tan elocuentes, sentí a mi paso tales andanadas de antipatía, de curiosidad hostil, que hice marcha atrás. Barricadas de odio me cortaban todas las calles. Las miradas recorrían mi traje de sastre demasiado nuevo (aunque lo usaba desde hacía seis meses), mis zapatos flexibles y sólidos, mi cartera colgando del hombro, mi sombrero de fieltro gris, mis guantes de cuero de chancho, mis nylons, mi rostro, con tal insistencia que me sentí -no sé por qué- horriblemente indecente. Soportaba ese examen, contacto físico insoportable, con una mezcla de piedad rebelión y temor. Apresuré el paso hacia el hotel con la sensación de franquear obstáculos, de eludir peligros sucesivos e inminentes. Sesenta mil cadáveres yacían bajo las ruinas y los sobrevivientes -alojados frecuentemente en los sótanos- parecían arrojarlos en mi camino.
La curiosidad más o menos turística me chocaba y me parecía, tambien, peligrosa en ese Nuremberg irreconocible. Sin embargo, nunca había tenido esa sensación en las zonas devastadas de Inglaterra. No iba a tenerla en el norte de Francia. En esos países, ni temor a los transeúntes ni aprensión y vergüenza de herirlos de nuevo al examinar sus heridas. Comprendí en Nuremberg lo que es vivir en un país de vencidos en que fermentan los rencores. Sólo los vencedores pueden hacerse una gloria de una ruina. Entre los vencidos, ruina es sinónimo de humillación. Con esa vuelta precipitada al hotel terminó mi primero y único pase solitario por la ciudad. Así terminó también mi primer día de viaje. En la puerta del hotel tuve que mostrar mis papeles a la policía de casco blanco.
Una vez en mi cuarto, abrí la ventana y me asomé al balcón. Frente a mí, y través de una casa hecha de encaje, el cielo pasaba el rosado pálido de sus nubes. El aire estaba tibio. No me imaginaba que podía estarlo hasta ese punto en Alemania. Su dulzura creaba un bienestar, especie de optimismo puramente físico, que lanzaba un desmentido a la angustia.
En el cuarto de baño, una advertencia en mayúsculas: prohibido beber el agua de las canillas. Nuestra forma de vida, no menos que esa agua, se me antojaba contaminada por la guerra. La guerra todavía latente. No sólo esta agua debe prohibirse, sino tantos pensamientos, tantos sentimientos mortalmente corrompidos. ¿Dónde en-contrar un equipo de santos para desminar el mundo? Los héroes no bastarán.
Al día siguiente, mañana y tarde, nueva sesión: "cross examination" de Jodl. Cuando se dejaba uno envolver por la atmósfera del Palacio de Justicia, el resto del mundo se borraba.
Mas de una hora de ignominias
Después de la sesión me condujeron al célebre estadio donde Hitler pronunciaba sus discursos. La svástica, arrancada de las grandes puertas de hierro, ha dejado en ellas cicatrices frescas. La hierba crece entre las piedras, y el cemento en este inmenso estadio abandonado, melancólico, que me recuerda vagamente Teotihuacan. Subo los peldaños que conducen a la plataforma donde se situaba Hitler durante las asambleas del partido nacional-socialista. Así mismo había yo trepado, tres años antes, las pirámides aztecas: los pies en charcos de san-gre. ¡Tantos corazones arrancados a tantos pechos! Sobre ellos camino. En ellos tropiezo. Después, el paseo por la ciudad, en automóvil, fué muy breve. Se circula difícilmente a causa de las montañas de escombros. Biddle, a quien vi en su oficina, hizo pasar para mí, al día siguiente, fecha de mi partida, los "films" de los campos de concentración: más de una hora de ignominias. El verlos en el Palacio de Justicia de Nuremberg, en una sala desierta, los aproxima al espectador. Si fuesen sonoros, y los quejidos se agregaran a lo que en ellos vemos, sería imposible aguantarlos sin un violento malestar físico. Visité también la sala de los "exhibits". La piel humana con una bailarina tatuada encima, destinada a convertirse en pantalla, es objeto de un mal gusto muy alemán. Y parece extraña locura que a gente civilizada se le antoje fabricar y conservar, como recuerdos, cabezas reducidas semejantes a las de los indios del Amazonas. Me propusieron oler el jabón fabricado con grasa humana. Mi nariz rehusó acompañar a mis ojos en esa aventura. Comprobé que algunos álbumes de fotografías son más espantosos que las fotografías y las pieles humanas, color habana claro, apiladas en un rincón.
El Regreso
Cuando subí al Dakota que debía conducirme nuevamente a Croydon no tenía posibilidad de tragar un bocado. Mi estómago, cargado de imágenes, no hubiese tolerado nada. Mi corazón no estaba casi emocionado; como si hubiese dejado de comprender. Pero mi estómago se apresuraba solícitamente a reemplazarlo. Había medido el alcance y entendido el lenguaje de todas esas abomi-naciones. Una especie de silencio atómico llenaba mi corazón. Sólo el estómago hablaba con rapidez, a su manera.
Sin embargo, el día radiante que se veía, entero, desde el aeropuerto, volvió a darme, junto al bienestar animal que sentí al aire libre, un poco de calma.
La tripulación del Dakota nos aguardaba, con la puerta abierta. ¡Esta vez era belga!. No hubo discursos al partir, ni May West en el canal. Al observarlo, sentí un estremecimiento retrospectivo. Durante el trayecto se habló en francés. Tampoco hubo recomendaciones de atarse bien los cinturones. Como civiles, siempre el Sherlock Holmes de sobretodo color pelo de camello y yo. El piloto, encantador muchacho (este oficio está lleno de hombres que encantan, hasta cuando nos asustan para tranquilizarnos), me mostró ciudades, puentes bombardeados en el Rhin. Todo tan pequeño, tan insignificante desde nuestro balcón en las nubes. Se sentía uno poco menos que en su casa en esa máquina que se deslizaba sin sacudidas por el cielo limpio. Todas las miradas con que tropezaba yo hablaban de humana simpatía. La simpatía en las miradas es agradable. ¡Qué agradable!, pensaba yo y bebía en ellas un bálsamo bienhechor. En Nuremberg, por más que me rodeara y protegiera la continua solicitud de mis amigos ingleses, a quienes tanto debo, no había podido menos de permanecer replegada sobre mí misma, hecha un ovillo, paralizada, crispada hasta perder con-tacto con mi propio corazón. La atmósfera de la ciudad me entraba por todos los poros. No lograba sustraerme a ella, ni remediarlo. Ahora la necesidad de llorar sobre lo visto me anudaba la garganta. Por una insignificancia: que me ofrecieran un poco de agua, o ponerme el abrigo porque la temperatura bajaba, hubiera soltado el llanto. Todo era buen pretexto: La menor atención provocaba en mí runa emoción desmesurada, tumultuosa, absurda. Era el deshielo. El corazón se fundía a la menor amabilidad. ¿Qué habría dicho el joven piloto si me hubiera puesto a sollozar porque él me decía: "Veremos la Mancha dentro de diez minutos"? Se abofetea a los soldados por esta clase de debilidades. Se los trata de histéricos. Era mejor cerrar los ojos y apoyar contra ellos los prismáticos, como si miráramos atentamente algo. La Mancha entera, con marea alta, se escondía ya amarga bajo mis párpados. Triunfadores, vencidos, verdugos, víctimas, denunciaciones, torturas, mentiras, heroísmo, lealtades, acu-saciones, defensas, patrias, dolores, justicia, crueldades, odios, ignorancias, ambiciones, valentías, fanatismos, castigos, resistencias, sacrificios, agonías, errores... ¡que sarabanda de palabras! Dan vuelta en mi cabeza a tal velocidad, que sentimientos y pasiones toman un color uniforme: el del proceso de Nuremberg.
Necesidad de una Policía Internacional
Que ese proceso haya podido llevarse a cabo, que algunos hombres hayan sentido, de buena fe, su necesidad, es ya una gran victoria sobre el enemigo. ¡Y qué enemigo! Pero ¿no debió haber empezado ese proceso en 1939? Los jefes nazis eran criminales en sus propios países antes de serlo fuera de sus fronteras. Si es urgente que la policía de una ciudad se ocupe de lo que hace un Landrú en su casa, ¿no es más urgente que exista una policía internacional para vigilar la actuación de ciudadanos criminales, y criminales de muy otra envergadura, dentro de su propia patria? Landrú extermina a una docena de mujeres a quienes empezó por dar la ilusión de una felicidad que probablemente no habrían conocido sin él. Lo juzgan, lo ejecutan. Los jefes nazis torturan físicamente, deforman moralmente a una nación entera -la propia— compuesta, sin embargo, de mucha gente que no son imbéciles o asesinos. Crean una promesa de felicidad para su raza y para su patria, fundada en la caducidad, el dolor, el exterminio de las demás rezas, de las demás patrias. Los dejan hacer; nadie puede intervenir: "están en su casa". ¿Es que a nadie se le ocurría que el problema de la policía internacional es el más urgente? ¿El resultado de todas estas cosas? La guerra del 39 y sus horrores. Al menos, el proceso de Nuremberg...
Oportunidad de mejorar el mundo
Llegaré a Londres a tiempo para tomar una taza de té -pensaba- mientras el avión, aterrizando en Croydon interrumpía bruscamente mi soliloquio. Y, de pronto, esa mi-núscula e insignificante esperanza de una taza de té en el horizonte. Como si el aroma y el calor de esa bebida deseada hubieran de permitirme resolver mejor los problemas trascendentales que me angustiaban.
En el aeropuerto de Croydon, ese 7 de junio de 1946 me dieron una tarjeta rogándome que la presentara a un doctor si caía enferma en los veintiún días siguientes a mi llegada. "Dangerous infectious diseases ocurr in the countries in ivhich you have been serving. You mas' have contracted one of these diseases…"
"!Infectious diseases", en efecto! Conservo la tarjeta como recuerdo del proceso de Nuremberg. ¿Acaso no es también su objeto principal, como dice la tarjeta, "to prevent widespread epidemics"? ¿Y poner en cuarentena, con ese objeto, a los enfermos?
El proceso de Nuremberg ofrece una preciosa oportunidad de mejorar al mundo, de dejar algunos mojones para volver a encontrar el buen camino, si corremos el peligro de extraviarnos en el futuro. Pero ¡ay!, que esos tratados, esas actas, esos documentos no se trasformen en migajas de pan para pájaros mecánicos en no se que versión siniestra del Pulgarcito. (Fin)