La pelota viajaba pegada al pie. Se sentía amada y se entregaba a ese amor. En su recorrido era llevada con un sinfín de cortes y quebradas. Parecía un baile. Lo era, porque el hombre que la trasladaba les daba un baile infernal a quienes intentaban marcarlo. Un amago hacia la derecha, un enganche a la izquierda, un caño al defensor que trataba de arrebatarle al balón a su portador. De pronto, un freno brusco para reírse de la inercia. Y después un gol. El fútbol en estado puro. Eso era René Orlando Houseman, un jugador que llevaba el potrero en el alma.
René, venerado como El Hueso o El Loco, se movía en la cancha con esa irresponsable libertad que distingue a aquellos que no pierden de vista que ese deporte que mueve montañas de dinero es un juego. Ese aparente desprecio por la seriedad que intenta adjudicársele al fútbol constituía el mayor aporte de ese delantero que, ya sea recostado en la punta derecha o en la izquierda, se convertía en una carta de triunfo para su equipo. Claro que, más allá de los éxitos, lo que se ganó Houseman fue el cariño de todos los testigos de su incomparable arte.
Pertenecía a una extraña especie que se extinguió en nombre del desarrollo de la táctica: la de los wines. El recuerdo de esos especialistas en abrir las retaguardias rivales por las flancos permanece en el corazón de los hinchas porque eran jugadores diferentes. Para triunfar como puntero hacía falta habilidad, picardía, velocidad, potencia, ingenio y, por qué no decirlo, un poco de locura. Solo un loco podía moverse bien pegado a la línea de cal y, desde esa superficie tan reducida, llenar la cancha de fútbol.
A pura habilidad, El Loco se interna en la defensa de River.
Ocurrente, trazó su propia idea respecto de la chifladura de los wines: “Sí, es verdad, había que estar loco para bancarse solo en la punta. La pelota no llegaba nunca y te volvías loco de soledad”. Su testimonio en la revista El Gráfico reflejaba una cordura impropia de quien encarnaba mejor que nadie esa lujosa insania reservada a los atacantes que vivían del desborde por los extremos del campo de juego.
Houseman se antojaba despreocupado por lo que pasaba a su alrededor. Solo le importaba recibir la pelota y encontrar el camino más directo hacia el arco contrario. Lo formidable de su obra radicaba en que ignoraba por completo los rigores de las ciencias exactas. No había forma de hacerle entender que el trayecto más corto entre su posición en el terreno y la valla de los rivales era una línea recta. Si se hubiese ceñido a ese concepto, no habría deslumbrado con esa irrefrenable capacidad para asombrar a las multitudes con amagos, enganches, frenos y piques que lo hacían inalcanzable para sus adversarios.
Deslumbró con la camiseta de Huracán cuando El Globo llegó a la cima del fútbol argentino a principios de la década del 70 y, como no podía ser de otro modo, llevó sus genialidades a la Selección. Pero no brilló tanto tiempo. Apenas un puñado de años. Tres, tal vez cinco. Pocos, muy pocos. Fue como la luz de un fósforo. Sin embargo, ese rato en el que iluminó las canchas tuvo una intensidad tan grande que se internó en el corazón de los futboleros como solo lo logran quienes hacen algo maravilloso.
Una producción de El Gráfico con otros inefables personajes como Hugo Orlando Gatti y Ringo Bonavena.
Si se pudiera establecer una línea sucesoria de punteros derechos en estas tierras no existe otra alternativa que mencionar a Oreste Osmar Corbatta, Houseman y Ariel Ortega Es preciso aclararlo: en sus orígenes El Burrito deleitaba en ese puesto. Todos ellos compartían rasgos con el inigualable Garrincha, el brasileño al que nadie discute como el mejor 7 de todos los tiempos. Como un designio del destino, fueron víctimas de su debilidad para resistirse a la tentación del alcohol y, salvo por el jujeño, terminaron sus vidas prematuramente y sumidos en la pobreza. Un particular rasgo de jugadores únicos e inimitables…
UN VIAJE A LA GLORIA EN GLOBO
La ciudad santiagueña de La Banda el dio la bienvenida el 19 de julio de 1953. Unos años después, la familia se trasladó a Buenos Aires, la gran ciudad en la que perseguían un futuro mejor. Se instalaron en una villa enclavada sobre la calle La Pampa, ahí nomás del campo de golf. Los Houseman no podían gambetear a la pobreza. René no compartió demasiado tiempo con su padre, vencido por el alcoholismo y luego por la poliomielitis. De pequeño, trabajó como sodero, en una carnicería y en una verdulería. Y, por supuesto, jugó al fútbol.
Los potreros de Belgrano cobijaron el primer contacto con la pelota. Consiguió hacerse un lugar en el equipo del barrio, Los Intocables. En esos tiempos, sus amigos de la villa le decían “cerdo” porque no acostumbraba a bañarse muy seguido. A fines de los 60 ingresó en Excursionistas, el equipo que había ganado su corazón. Allí jugaba su hermano Carlos, quien tuvo un problema con un dirigente que desembocó en la partida de René a Defensores de Belgrano, el clásico rival.
Los primeros tiempos, con la camiseta de Defensores de Belgrano.
En 1970 se incorporó a la Sexta División del Dragón. Doce meses más tarde debutó en Primera en un partido contra Almirante Brown. La campaña de Defensores no fue buena y descendió de la B a la C. Jugaba como mediocampista por el costado derecho. Un número ocho de aquella época. La lesión del titular Vicente Vidal Ayala le abrió la puerta para jugar en el puesto en el que se consagró: puntero. En esa nueva posición cosechó aplausos a granel y su carrera dio un gran salto.
A los oídos de los dirigentes de Huracán habían llegado los comentarios de las actuaciones del 7 de Defensores. Pagaron cinco millones de pesos y lo sumaron al plantel que dirigía César Luis Menotti. “El Flaco no sabía quién era Houseman. `Una mosquita´, decía. Él era de Excursionistas, pero venía de Defensores de Belgrano. Nadie sabía quién era. Estabas en la práctica y te dicen `mañana viene Houseman´. No sabíamos si era alto o bajo. Me llama la atención que jugaba en Defensores de Belgrano, que estaba en la B… no sé por qué no lo conocíamos”, contó Carlos Babington, exquisito volante del Globo de esos días, en el libro Menotti, el último romántico (librofutbol.com, 2018).
“La cuestión fue que vino, y lo vi: primer partido de práctica en la Base Naval de Mar del Plata… Me acuerdo de que volvimos y El Flaco dijo `yo no lo puedo creer. Es un crack este muchacho´. Al otro partido debutamos con San Lorenzo de Mar del Plata en el Torneo de Mar del Plata, el 3 era (Elvio) Capdevila, que había jugado en San Lorenzo. ¡El baile que le dio a ese pibe! Y sí, todos vimos que era un crack”, explicó El Inglés.
Un campeón inolvidable: el equipazo que le dio el título del Metropolitano de 1973 a Huracán.
Babington no dudaba: “Houseman fue el mejor jugador que vi en mi vida. Vos decís, jugó tres años, se caía a pedazos a los 25 años… No importa eso, tenés razón, pero los tres años que jugó fue un crack total. No tenía defectos, era guapo. La gente deliraba con El Loco. (…) En esa época (la práctica) era la Primera contra la Reserva. El 3 de la Reserva era Pancho (Francisco) Lavoratto y todo el año en los partidos de entrenamiento El Loco lo bailaba. Tenía ese pique corto… Era un monstruo”.
El arribo de Houseman le dio el toque de distinción al equipo que Huracán había empezado a construir desde el arribo de Menotti a Parque de los Patricios en 1971. El técnico fue armando un rompecabezas que, una vez concluido, mostró una imagen asombrosamente hermosa. Ganar, gustar y golear… El ideal del fútbol resumido en el formidable campeón del Metropolitano de 1973.
“En el siempre inquietante plano del sexo y el erotismo, por ejemplo, aparecieron carteles indicadores señalando el rumbo más directo y eficaz al misterioso e inaccesible Punto G. El fútbol argentino, siempre dispuesto a echarse encima nuevos compromisos, elaboró, en un momento, el mandato de las tres G, como si una sola, la que marca el punto del tesoro en la peregrinación erótica, fuera insuficiente. Ganar/gustar/golear, dictaminó alguien como si fuese tan simple. Tal vez me equivoque, pero se me antoja que ese mandato formidable arranca con el Huracán del 73”, escribió con ingeniosa precisión Roberto Fontanarrosa en su memorable libro No te vayas, campeón.
Houseman, Brindisi, Avallay, Babington y Larrosa, un quinteto que hizo muy felices a los hinchas de Huracán.
Parte del secreto del éxito de ese Globo que volaba tan alto fue la reunión de Houseman, Miguel Brindisi, Roque Avallay, Babington y Omar Larrosa. Una combinación que rozaba la perfección: un puntero derecho fabuloso, dos mediocampistas ofensivos exquisitos y creativos, un centrodelantero muy eficaz y un wing izquierdo mentiroso que brindaba la cuota de inteligencia, despliegue y equilibrio. Si habrá sido bueno René que quedó eternizado como la estrella más deslumbrante de un equipo brillante en el que estaban nada más y nada menos que Brindisi y Babington…
Ese Globo viajó a la gloria con un estilo que representó un homenaje al viejo fútbol argentino de los románticos años de esplendor en los 40. La campaña tuvo como jalones la calidad individual puesta al servicio del equipo y una aguda preocupación por hacer gozar a los hinchas que poblaban el estadio Tomás Adolfo Ducó y todas las canchas por las que pasó Huracán en ese Metropolitano que le otorgó el primer título de liga en el profesionalismo.
La estela de ese equipazo continuó luego de la partida de Menotti a la Selección argentina. Y siempre con Houseman como estandarte. De hecho, aunque ya no estaba El Inglés Babington y se había sumado Osvaldo Ardiles, en 1976 causó asombró con un nivel superlativo que lo llevó a pelearle el título del Metropolitano al Boca que conducía técnicamente El Toto Juan Carlos Lorenzo. Huracán sacó más puntos que los xeneizes a lo largo del año, pero su productividad mermó en la fase final y debió conformarse con un doloroso segundo puesto.
El golazo a Italia en 1974 que fue su carta de presentaciòn en las Copas del Mundo.
CAMPEÓN DEL MUNDO
Las andanzas del Hueso en Parque de los Patricios lo catapultaron a la Selección. Lo citó Enrique Omar Sívori para afrontar el proceso previo al Mundial de Alemania Federal 1974. El Cabezón dejó su cargo harto de las intromisiones de la dirigencia de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) y fue reemplazado por el triunvirato conformado por Vladislao Cap, José Varacka y Víctor Rodríguez. Si bien el trío de entrenadores se caracterizaba por sus disímiles formas de entender el juego, todos coincidían en que Houseman debía integrar el plantel en la Copa del Mundo.
Cuando El Loco aterrizó en Alemania se asustó porque no entendía una sola palabra de ese idioma. Para su fortuna, el lenguaje del fútbol es universal y en un certamen en el que los albicelestes decepcionaron, Houseman salió indemne de las mil y una críticas que recibió el traumático paso del Seleccionado por el Mundial. Le puso su nombre a un golazo en el debut contra Italia y marcó otros dos tantos contra Haití y Alemania Democrática.
Con el Mundial 78 en la mira, Menotti asumió la misión de refundar una Selección que había tocado fondo. El Flaco encabezó un trabajo inédito de puesta a punto que procuró adosarle dinámica a la habitual calidad técnica de los jugadores argentinos. Su revolucionario plan incluía, obviamente, a Houseman. El rosarino era mucho más que un técnico para el habilidoso delantero. “Me dio confianza y la posibilidad de jugar en la Selección. Pero más que nada me dio cariño. Fue un padre para mí”, le confesó René a El Gráfico.
César Luis Menotti fue mucho más que un técnico para René.
Es cierto que el alcoholismo ya había empezado a hacer estragos en la vida del Loco. También fumaba. Y mucho. Se escapaba de las concentraciones y sus compañeros debían ir a buscarlo. A veces no volvía en las mejores condiciones, pero así y todo salía a la cancha. Houseman juró que solo una vez jugó en estado de ebriedad: fue contra River en un partido en el que le hizo un gol espectacular al Pato Ubaldo Matildo Fillol y pidió el cambio casi inmediatamente porque no se podía mantener en pie.
Todavía exhibía esa llamativa facilidad para ganar en el mano a mano contra los defensores rivales, pero lo hacía de un modo más esporádico. Las funciones de gala del pasado eran cada vez menos frecuentes, pero Menotti confiaba en él. Lo imaginaba como titular en el torneo que iba a disputarse en suelo argentino. Estaba claro que el rendimiento de Ricardo Daniel Bertoni en Independiente asomaba como una opción válida y que, al fin de cuentas, terminó imponiéndose a la hora de definir la alineación que hizo realidad la primera estrella de campeón del mundo.
Los planes contemplaban la posibilidad de tener a Houseman en la punta derecha y a Bertoni en la izquierda. Eso obligaba a relegar al Negro Oscar Ortiz, un fenómeno que había aparecido en San Lorenzo y se había mudado a River. El Hueso dio el presente en el debut mundialista contra Hungría, pero fue reemplazado faltando 20 minutos por el atacante de Independiente, quien fue el autor del gol del triunfo. Se mantuvo en la victoria sobre Francia y entró un rato en lugar de Ortiz en la caída a manos de Italia.
Houseman grita su gol contra Perú en el Mundial 78.
Volvió a estar desde el arranque en el 2-0 contra Polonia, aunque El Negro lo sustituyó cerca del final. Faltó a la cita en el empate 0-0 con Brasil porque Bertoni y Ortiz estaban afianzados en la alineación. Reemplazó al atacante de Independiente cuando faltaban poco más de 20 minutos para el cierre del partido contra Perú, ese que se cerró con un 6-0 que todavía hoy se mira con recelo a pesar de que no existan pruebas concretas para echar un manto de dudas sobre el resultado.
Cuando Menotti se decidió por él, Argentina ya tenía la ventaja de cuatro goles que necesitaba para instalarse en la final. El Hueso contó en Menotti, el último romántico la atmósfera que rodeó a ese encuentro: “En el colectivo algunos cantaban, pero la verdad es que antes del partido estábamos todos cagados. En el micro estábamos serios porque no es sencillo que te digan que tenés que hacer cuatro goles. Pero nosotros éramos un equipo preparado y ya les habíamos ganado antes del Mundial con claridad. Semejante victoria era posible”.
En el rato que estuvo en el Gigante de Arroyito, escenario de ese cotejo, lo primero que hizo fue estampar el quinto tanto albiceleste. “Fue una jugada que inició Larrosa. Se la pasa a Oscar Ortiz, que desborda y tira el centro. Yo me anticipé al marcador y metí el gol. (…) No lo podía creer. Me pasó de todo por la cabeza. Pensé en mi familia, en la gente de la villa donde viví, que justo la habían sacado del lugar donde estaba porque el Gobierno la levantó”, relató El Loco.
Si bien su aporte fue acotado, Houseman se dio el gusto de ser campeón del mundo con la Selección.
Nuevamente Bertoni y Ortiz estuvieron desde el arranque en la finalísima contra Países Bajos, el rival al que en esa época se le decía Holanda. Fiel a sus jugadores preferidos, Menotti le otorgó la oportunidad de estar en esa jornada histórica: cuando restaba un cuarto de hora para que se cumplieran los 90 minutos reglamentarios, Ortiz le cedió su lugar. Houseman permaneció en el terreno de juego y se dio el gusto de celebrar el campeonato del mundo cuando el árbitro italiano Sergio Gonella anunció que Argentina se había impuesto 3-1 con dos tantos del Matador Mario Alberto Kempes y uno de Bertoni.
EL OCASO
En 1981 trasladó las pocas gambetas que le quedaban a River. No consiguió destacarse demasiado. Había ingresado abruptamente en la recta final de su campaña. El alcoholismo fue su más férreo marcador. “Me quitó muchas cosas. En lo futbolístico, las piernas. Hubiese jugado muchos años más. Y en lo personal me perdí la oportunidad de ver crecer a mis hijos”, admitió en las páginas de El Gráfico. Su estancia en Núñez fue breve y poco significativa: apenas una docena de partidos y un gol. Ya no era el mismo.
No se destacó durante el año que buscó en Chile renacer con la camiseta de Colo Colo. Probó con un exótico paso por el fútbol sudafricano. Fue en el Amazulu, pero lo abandonó muy pronto: se asustó cuando vio el extraño ritual de sus compañeros que consistía en pintarse el cuerpo con sangre de una gallina sacrificada minutos antes de los partidos. Volvió por unos meses a Huracán, pero solo para armar las valijas otra vez y llevarse lo poco que quedaba de su fútbol a Independiente.
Cuando en 1981 se incorporó a River, El Hueso ya transitaba el final de su corta carrera.
En la porción roja de Avellaneda su actuación resultó casi simbólica. Apenas jugó un par de veces. Así y todo, integró el plantel que ganó la séptima Libertadores del Rey de Copas. Su gambetas comenzaban a formar parte del pasado. Lo sabía. Eligió cerrar su carrera donde había comenzado, en Excursionistas, el equipo de sus amores. Fue tan solo una manera de hacerle honor al cariño que le tenían en Pampa y Miñones: se puso una sola vez la camiseta verdiblanca y se fue para siempre.
El resto de sus días los pasó tanto en la cancha de Huracán como en la de Excursio, pegado al alambrado como un hincha más. Recogió mil y un testimonio del más sincero afecto que sentían por él. Lo invitaban a tomar algo y nunca decía que no, al menos hasta que un día entendió que iba por el mal camino y dejó de beber. Pasó tres semanas internado y se libró de los fantasmas que habitaban en los vapores del alcohol. La muerte lo encontró el 22 de marzo de 2018 a los 64 años.
Se lo llevó un impiadoso cáncer de lengua que hacía seis meses que atentaba contra su vida. Quedará para siempre el recuerdo de sus gambetas, de sus enganches, de sus desbordes, de los frenos que dejaban a los marcadores con las piernas anudadas, de las entradas en diagonal para definir, de los centros que hicieron goleadores a muchos centrodelanteros, de las locuras propias de un puntero excepcional…
La pelota añora a quien tan bien la trató y los hinchas repiten su nombre con la veneración que provocan los grandes de verdad. Porque René Orlando Houseman fue un jugador de culto que, como muy pocos, llevaba el potrero en el alma.
Con la pelota al pie y dejando a un rival desparramado. Un Houseman en estado puro.