Haciendo una simplificada abstracción de la discusión sanitaria sobre el modo de combatir la pandemia, el aislamiento global masivo de los individuos sanos será considerado en el futuro el mayor error económico de la historia.
Ello es así cualesquiera fuera la escuela de pensamiento o ideología que se profesase. Paralizar casi totalmente el desplazamiento humano, confinar a las personas en sus casas, eliminar de golpe toda la actividad económica y social, educativa, productiva, de consumo, el tránsito aéreo, marítimo y terrestre y el turismo no sólo entre países, sino dentro de cada uno de ellos, destruir la mitad del empleo en un mes, sólo puede tener un efecto: el colapso. Si además luego se emite desesperadamente y sin ningún respaldo ni límite para compensar con el codo lo que se acaba de arrasar con la mano, se habrá sembrado de sal el campo del desarrollo humano por décadas.
Haber parado la tierra en su rotación tendrá otras consecuencias. La ruptura de las grandes alianzas sociocomerciales, que posibilitaron un espectacular aumento del bienestar será una de las primeras. La disputa comercial- entre EE. UU y China, azuzada desde antes por Trump con sus berrinches ignorantes que algunos confunden con posturas liberales, se está ampliando con las cuarentenas y las denuncias, con lo que el intercambio entre las dos mayores potencias se reducirá, y también los efectos saludables del comercio mutuo, pese a todas las imperfecciones que se le hayan achacado. La ruptura de las cadenas de valor entre esos dos bloques será irrecuperable en el mediano plazo, aún si mediara la vocación de hacerlo, lo que claramente tampoco ocurre, porque el pueblo norteamericano y sus líderes, no solamente el presidente, han refirmado un camino de proteccionismo nacionalista que durará varios años, a estar por las propuestas que están haciendo todos los candidatos y el sentido de los votos. Agréguese la fobia inmigratoria.
Estados Unidos, al mismo tiempo, es renuente a realizar aportes adicionales a cualquier ente internacional cuya misión sea justamente la de rescatar a países con dificultades de balanza de pagos, déficit y deuda. Que a esta altura son muchísimos. Con lo que organismos como el FMI, el BID o el Banco Mundial verán limitada su ya pobre capacidad de maniobra en esta instancia y también su nivel de influencia.
Europa está aún peor. Los miembros más importantes no quieren sacrificar aún más a sus pueblos para ayudar a los debilitados como Italia o España, ni a los más frágiles como Grecia y otros. Nunca el pensamiento europeo ha estado tan cerca de una ruptura del bloque. Si se observan las tensiones sobre el euro el problema se agrava. Si se agrega al cóctel la agria discusión sobre impuestos con Irlanda, la confusión envarante del Brexit, el problema de la inmigración, que agravará la crisis de consumo y reducción del comercio internacional que se producirá como consecuencia del amenazado aumento en el proteccionismo americano y en la pérdida de la demanda china, no se ve ninguna luz por ese lado. Con su tradicional proteccionismo agravándose, la pérdida de importancia del viejo mundo es evidente y la caída de su PBI en los próximos años es imparable. Merkel está sola.
Oceanía y el sur de Asia son dependientes de los grandes mercados, y aunque sus manejos de la pandemia hayan sido más prolijos, no son los motores que tirarán del crecimiento, sino que estarán remando para no pagar el costo de crisis ajenas, como supuesto de máxima.
La emisión rampante de dólares y euros ha debilitado y debilitarán más la confianza en esas monedas, que no caen porque no tienen contra qué caer, o porque las demás están peor. La idea de que el FMI emitiese una gran cantidad de Derechos especiales de giro suena a la emisión de patacones, o cuasi monedas, en un cuadro en el que el comercio mundial muere y sus grandes aportantes no están dispuestos a poner más plata.
No es de menos importancia la pérdida de peso relativo de la OMC, que frente a los embates de Trump no tiene hoy preponderancia alguna ni en la solución de conflictos ni en la prédica de apertura de mercados, cuando la producción mundial debe partir de nuevo casi desde cero y las sociedades están acostumbradas al bienestar o al reciente subsidio universal en base a la emisión que ha sido el mecanismo de auxilio más usado, además del endeudamiento adicional americano, que no puede ser eterno.
Por supuesto que varias de estas situaciones estaban en gestación o en desarrollo y no son fruto exclusivo del coronavirus, pero el aislamiento global, al cortar de golpe la actividad, las ha transformado en un shock anafiláctico del que esta generación, al menos, no podrá recuperarse.
Esto se verá agravado con la renuencia a invertir en bonos o acciones de países o empresas, en un mundo donde se desconfía de las monedas y donde la reducción de los volúmenes hará dificultoso el repago de cualquier deuda. Las bajas tasas de interés, que se tratarán de mantener artificialmente para permitir alguna recuperación (que será falsa e inflacionaria) no bastarán para sacar al inversor de la seguridad aunque sea teórica que le ofrece la deuda americana.
Sin inversión ni crédito, con los ahorristas habiendo perdido una parte trascendente de su patrimonio a riesgo en esta inmolación en nombre de la inmortalidad, el estado, que ahora se ha vuelto el prestamista y financista de todas las empresas del mundo, y también accionista, como se ve en Europa y ahora en EE.UU. será de nuevo el único inversor importante. Esa rémora llegó con la pandemia para quedarse. Igual que el desempleo, que no se recuperará totalmente por largo tiempo.
El miedo que se ha inoculado a la población también tendrá efectos económicos fatales. No se volverá por largo tiempo a los mismos hábitos de consumo, si se vuelve. El miedo a morir de vejez que se ha inyectado es de efecto infinito y se expande a todos los órdenes.
El miedo, además de ser la mayor herramienta de los tiranos para sojuzgar la libertad, es también el mejor camino para sabotear al capitalismo y su filosofía liberal, que redujeron drásticamente la pobreza en el último siglo y medio. El individuo tiene miedo a gastar, a consumir, a divertirse, a emprender, a viajar, a invertir, a tomar riesgos y se convierte en un siervo timorato. Deja de creer en sí mismo y en sus propias fuerzas.
Aunque no por convicción, ni por ningún éxito demostrable en base a los resultados empíricos, el virus o más precisamente el miedo ha convertido de un plumazo el sistema mundial en un socialismo de facto. Con el estado dictándolo todo, legislando sobre todo, financiándolo todo, prestando dinero para poder recaudar sus propios impuestos, decidiendo a quién ayuda, a quién permite, a quién olvida y de una u otra manera, eligiendo a quién empobrece o a quién hunde.
Y como si estos argumentos no fueran suficientes, ahora se comienza a notar que grandes sectores parecen apreciar las ventajas de vivir del estado, de recibir un sueldo sin trabajar o de trabajar a medias. El salvataje que los gobiernos han hecho para paliar los efectos de sus propias medidas les ha hecho creer a muchos que eso puede ser permanente. Paralelamente, millones de Pymes no resucitarán.
En ese entorno, la pobreza pronto florecerá. No la sufrirán solamente los chinos, como cree Trump, ni los países pobres, como se ilusionan algunos. La sufrirá la sociedad mundial, y casi de inmediato, por efecto de la reversión de los procesos exitosos de la libertad de comercio, de la creación de cadenas globales de valor, del emprendimiento, de la toma de riesgo privada, de la creatividad, la libertad y el respeto al derecho y la propiedad privada.
En ese nuevo mundo con el que algunos sueñan, no habrá que descartar guerras, luchas, enfrentamientos bélicos y hasta civiles no muy lejanos ni en el tiempo ni en el espacio, como ha ocurrido en toda la historia cuando el comercio se restringió y las sociedades se aislaron, cuando los pueblos se quedaron sin esperanzas ni coraje y cuando el nacionalismo y el miedo (¿la misma cosa?) fomentaron el odio. Ese socialismo inducido y forzado fracasará, como ha ocurrido siempre. Y fracasará más profundamente si se recurre a impuestos para equilibrar las cuentas, un círculo vicioso imparable.
Mientras, la gesta por la inmortalidad continúa. En la concepción de los políticos profesionales globales, los viejos sólo mueren de jubilación.