Opinión

Había una vez… hombres de palabra


- Marco Atilio Régulo, ¿les suena? Seguramente no: ya no lo enseñan, ya lo olvidamos. A él y a lo que su historia encarnó desde hace muchos siglos: el respeto a la palabra dada.

Fue un general romano del siglo III antes de Cristo. Peleó en la primera de las Guerras Púnicas, contra los Cartagineses. Después de algunos éxitos militares, Régulo fue hecho prisionero y lo mantuvieron cautivo hasta que lo mandaron a Roma para negociar la paz o el intercambio de prisioneros. Se comprometió a volver a Cartago en caso de no poder cumplir con su misión. Imagínense que aceptar esa promesa era su muerte. Los prisioneros de entonces no eran como los de ahora, que comen bien y duermen mejor, eran atormentados desde el primer día con hambre y castigos sin fin. Y a Marco Atilio el cumplir su palabra le iba a costar la vida.

Cuando volvió a Roma y le habló al Senado, lo que hizo fue lo contrario de lo esperado: los convenció de la inconveniencia de pactar con los cartagineses. ¡No debían llegar a ningún acuerdo con ellos! “Nuestros prisioneros son viejos como yo, y los de Cartago, jóvenes y valientes capitanes.” Los convenció y, como un verdadero hombre de honor, regresó “voluntariamente” a Cartago, en donde le esperaba una horrible muerte a manos de sus verdugos.

VIDA ETERNA

Yo me imagino que Régulo, como la mayoría de la gente de su época, no tenía la certeza que tenemos nosotros en la existencia de una vida eterna. Los romanos tenían creencias confusas sobre qué iba a pasar después de la muerte. Es natural en todos los hombres sospechar que no todo termina aquí en esta vida, pero las certezas las trajo Cristo, muchos años después. Así que, podemos imaginar a nuestro amigo Maro Atilio “tironeado”… De hecho, las imágenes artísticas que se conservan sobre él, nos lo suelen mostrar así: “tironeado”. Su familia, sus amigos, lo trataron todos de convencer de que no vuelva. ¡Pero él había dado su palabra! Dar la palabra es poner como testimonio la propia existencia. ¿Pensaba en el cielo como premio? Quizás sí, quizás no. Iba a morir, pero sí sabía su memoria viviría para siempre.

Esta historia fue un elemento esencial en la educación del ciudadano romano: lo que los propios romanos llaman “mos maiorum”, las costumbres y comportamiento de los antepasados. Eran como un faro para los jóvenes. Roma fue grande porque amó sus tradiciones, su Historia grande y también las más pequeñas, como la de Régulo, alguien que prefirió morir a romper su palabra. Porque una vida sin honor no es verdadera vida.

Nosotros heredamos algo de ese respeto a la palabra dada. Por lo menos los argentinos de la “Patria profunda”. Un apretón de manos y la palabra valían más que una escritura: el honor personal era el tesoro más grande que una persona debía cuidar. Después llegaron los abogados, la codicia de los tenderos y mercachifles, las ambiciones de los políticos… Y arruinaron todo, confundiendo a la sociedad, postrándola ante su majestad el dinero... o la conveniencia… o la comodidad. Cuando la niebla es profunda los faros no se ven.

Si Marco Atilio Régulo hubiese sido del estilo de esos “porteños chantas” que andan por el mundo avergonzándonos, y encaran la vida como si fuese una partida de truco, entre guiños y mentiritas; si él, en vez de volver a Cartago a cumplir con su palabra, se hubiese quedado “pancho en su casa”, Roma no hubiese sido la civilización más grande de la Historia universal. Y desde ya, hoy no estaríamos hablando de él y admirando su determinación, su coraje y su amor por lo que era: un verdadero ciudadano romano. Ni más, ni menos.

Me acuerdo de un Presidente que tuvimos los argentinos (que no era porteño de nacimiento, pero sí de esencia) que dijo “una“ verdad: “si en la campaña política hubiese dicho lo que iba a hacer, nadie me votaba”. Reconoció que había mentido como lo suelen hacer casi todos los candidatos, pero no crean que lo hizo con arrepentimiento, sino para mostrarnos que era un “vivo bárbaro”. Y no se daba cuenta de que la mentira es siempre un mal. Y que el mal siempre nos perjudica.

Y por otro lado recuerdo al querido Carlos Di Fulvio cantándole a un simple paisano “susqueño”: “era de alma alentada / querendón y buen amigo, / fiel a la palabra dada / y capaz para un obligo...” Eran unos versos del poeta jujeño Jorge Calvetti que nos serviría escuchar para recordar que los argentinos somos, en verdad, de la raza de nuestro amigo Marco Atilio no de la del otro sujeto. Y que cuando lo olvidamos, nos perdemos…

- ¿Quieren que les cante esa canción o lo oímos a Di Fulvio con un par de sus amigos?

- No te ofendas abuelo, pero ellos cantan mejor.

- ¡Mucho mejor! Acá la encontré en YouTube: “Evocación del susqueño”

“¡Ojalá que vuelva a verte cuando yo esté como vos, cabresteándole a la muerte por esos campos de Dios...!”