Las “batallas culturales” no tienen reglas salvo las que dictan la autoridad del poder y el dinero. Todo lo demás parece abierto a la discusión, y así un mismo argumento puede ser derrotado en un país periférico como la Argentina y ser la carta ganadora en la principal superpotencia del planeta.
Uno de los ejemplos más elocuentes es el de las “guerras sucias”. En la Argentina esa “batalla cultural” fue ganada hace décadas por quienes perdieron el duelo de las armas en el cruento enfrentamiento de los años ‘70. Y cuesta mucho imaginar que ese resultado pueda revertirse a corto plazo. Todo intento por reivindicar las acciones de las Fuerzas Armadas en aquella contienda interna está condenado al fracaso, cuando no a la censura y a la persecución judicial.
Pero no ocurre lo mismo en Estados Unidos. Allí sus propias “guerras sucias” (y libró muchas en el último cuarto de siglo siglo) se investigan con sentido histórico, se dramatizan, se convierten en películas o series, al final se naturalizan con la generosa bendición de los mass media. Y casi nunca resultan condenadas, aunque puedan admitirse algunas críticas sutiles, necesarias como el contrapunto de cualquier buena trama literaria.
Sobran ejemplos desde los atentados del 11-S, la obligada fecha que parte las aguas. Se han hecho filmes de todo tipo sobre las cuestionables invasiones de Afganistán e Irak, ha habido un par sobre la supuesta eliminación de Osama Bin Laden, alguna sobre el combate a los piratas del Océano Indico y el Cuerno de Africa (Capitán Phillips, del británico Paul Greengrass) y hasta un vistazo por dentro a la cárcel militar de Guantánamo, que llega a verse tolerable en la versión de Peter Sattler (Camp X-Ray, de 2014, con la sufrida Kristen Stewart).
También han sido numerosas (y algo repetitivas) las series dedicadas a la amenaza del “terrorismo yihadista” en todas sus variantes y a la manera más o menos ilegal de combatirlo, siempre como parte de la guerra integral -no objetada en el fondo- que libran en todo el mundo el Pentágono, la CIA y demás organismos de inteligencia.
Desde la prototípica Homeland (ocho temporadas entre 2011 y 2020), la popular y premiada creación que, según confesó su protagonista, Claire Danes, contó con el asesoramiento de agentes de inteligencia activos o retirados, hasta la más reciente Lioness (por ahora dos temporadas a partir de 2023).
FINES Y MEDIOS
En todas estas producciones un elemento en común es el recordatorio, más o menos subrayado, de que la guerra fue iniciada por el terrorismo, y que esa agresión justifica la respuesta estatal sin límites en la forma o los plazos.
“No hay guerras morales”, espeta la agente de una sección clandestina de la CIA protagonista de Lioness, interpretada por Zoe Saldaña, a una subordinada que en la segunda temporada de la serie se resiste a violar las reglas del combate convencional.
Otro rasgo saliente es el militarismo. El espíritu guerrero, viril y, en algunos casos heroico, de los militares norteamericanos se pregona a los cuatro vientos.
Los favoritos de los guionistas son las “fuerzas especiales” o los agentes encubiertos de la CIA. De ellos se exalta la eficacia con las armas y su impiadosa disposición a usarlas. Y esto a pesar de que, en el mundo real, casi todas sus acciones de contraterrorismo constituirían evidentes “crímenes de lesa humanidad” si, por ejemplo, se les aplicara el criterio imperante en la Argentina desde 2004.
Un viejo truco para eludir ese tipo de objeciones es el de presentar a los invasores cumpliendo tareas defensivas, como los ingenieros militares que desactivan traicioneros explosivos en The Hurt Locker (Vivir al límite, dirigida por Kathryn Bigelow), que ganó el Oscar a mejor película y mejor director en 2009. O como el destacamento de infantería que en Castillo de arena (2017) debe ocuparse de arreglar una bomba de agua y repartir el líquido elemento a los habitantes hostiles de Baquba, en el Irak ingobernable posterior a la invasión de 2003 que derrocó a Saddam Hussein.
Otro recurso es situar a los soldados en situaciones desventajosas: sitiados, rodeados, arrollados por hordas de yihadistas fanáticos y torpes, buenos blancos para la puntería implacable del comando de los Seal que interpreta Bradley Cooper en Francotirador, de 2014, dirigida por Clint Eastwood.
La repetición del planteo narrativo hace difícil creer que obedezca a una mera coincidencia. Ya aparecía en La caída del Halcón Negro (2002), filme excelente y pionero de Ridley Scott, que relataba una intervención militar en Somalia previa al 11-S y bajo el auspicio de la ONU. Y después fue retomado hasta el hartazgo. Ha sido el de Lone Survivor (El sobreviviente, 2013); Tropa de héroes (2018); La batalla de Kamdesh (2019), y 13 horas (2016).
Esa última película revive un controvertido episodio de septiembre de 2012. En septiembre de aquel año, por una situación confusa, no del todo aclarada hasta la fecha, el consulado norteamericano y una base secreta de la CIA en Bengasi, Libia, fueron atacados por las típicas hordas de extremistas islámicos.
Lo peculiar del filme producido y dirigido por Michael Bay es que los “héroes” son ex militares estadounidenses convertidos en opacos “contratistas” de seguridad al servicio de la CIA en un país sumido en la anarquía desde 2011 tras el sangriento derrocamiento -fomentado por Washington y la OTAN- del régimen de Muamar Kadafi.
LINEA BORROSA
Lejos de escandalizarlos, esa frontera borrosa entre militares, espías y mercenarios parece cautivar a los guionistas de Hollywood.
Volvió a aparecer en Sicario (2015), la admirable cinta del hoy cotizado Denis Villeneuve, que tres años después tuvo su continuación en Sicario: El día del soldado, a cargo de Stefano Sollima.
Las dos películas salidas de la usina creativa de Taylor Sheridan, el productor de moda en Estados Unidos, manejan argumentos ficticios pero basados en datos de la realidad y con situaciones verosímiles (Sheridan también es el guionista de Lioness).
Presentan una pintura sombría y cínica de la guerra contra el narcotráfico mexicano. Una guerra sucia, por cierto, ya que incluye incursiones clandestinas internacionales, asesinados ilegales, tormentos y la actuación -otra vez- de sinuosos elementos al servicio de la CIA y el aparato militar de Washington, como el personaje que encarna Benicio del Toro.
En la Sicario inicial, la protagonista era Emily Blunt en el papel de una agente del FBI que quería hacer su trabajo ateniéndose al manual (y a la ley). De paso, su presencia aportaba un toque femenino siempre bienvenido en filmes violentos que suelen apelar a un público rebosante de testosterona.
El mismo recurso, aunque más orientado al feminismo, había funcionado a la perfección en Zero Dark Thirty (La noche más oscura, 2012), de Kathryn Bigelow. Su protagonista, Jessica Chastain, interpreta a la agente real de la CIA que supuestamente dirigió la persecución por medio mundo de Osama Bin Laden hasta que fue detectado y abatido en una casa familiar en Pakistán. (Se afirma que también los guionistas de esta producción fueron “asesorados” por espías reales).
La película muestra con realismo cómo se habría llevado adelante esa agotadora pesquisa: con detenciones arbitrarias en “sitios negros” (en la Argentina les llamarían “centros clandestinos de detención”), torturas, ejecuciones, infiltraciones, espionajes y vigilancias varias hasta la irrupción final nocturna con helicópteros y comandos en el territorio de un país soberano y aliado, al que Washington no había pedido autorización previa para operar.
El cerebro de todos esos atropellos es la esforzada analista de la CIA que, por supuesto, “humaniza” acciones que en otro contexto -como el argentino- habrían derivado en películas muy distintas, centradas en denunciar a los “torturadores” y pedir para ellos juicio y condena a prisión perpetua.
Por el contrario, en La noche más oscura las escenas de tortura tienen un desarrollo tan destacado, casi de regodeo, que los productores debieron aclarar que no habían pretendido hacer una apología del uso de tormentos para extraer información a prisioneros capturados y detenidos de manera ilegal.
EL RELATO
La potencia del cine para imponer “relatos” y blanquear o hundir reputaciones no tiene parangón, como tampoco lo tiene la rapidez con que se la aprovecha en Estados Unidos para modelar una primera versión “popular” de hechos negativos que podrían comprometer su política exterior o sus intereses plutocráticos.
Véase el caso de Munich (2005), obra maestra de Steven Spielberg, a la que es imposible no interpretar a la luz del mundo obsesionado con el yihadismo que se instaló a partir de 2001.
Su argumento recrea la minuciosa campaña de represalias lanzada por Israel contra los terroristas palestinos que asesinaron a su equipo de atletas en los Juegos Olímpicos de 1972 en Alemania.
Durante esa impresionante y algo chapucera retahíla de asesinatos y ataques con bombas en ciudades de Europa y el Medio Oriente, precursora de la mucho más vasta que lanzaría Estados Unidos después de los hechos de 2001, el Mossad apeló al terrorismo para combatir el terrorismo.
Es cierto que, al igual que otras, esta película registra las dudas y conflictos interiores de sus ejecutores, pero esos devaneos en ningún momento conducen al reproche cancelatorio de sus crímenes. Todo lo contrario: son los personajes que se ofrecen al espectador para que se identifique con ellos y los comprenda pese a su condición de asesinos y auténticos “terroristas de Estado”.
El “primer mundo” puede gozar de tales licencias. En la Argentina serían impensables porque ya se sabe: sólo las “guerras sucias” de los poderosos merecen ser ennoblecidas en las pantallas.