Opinión
Páginas de la historia

Gardel mito

Y hoy tuve el deseo de aludir a Carlos Gardel pero no especialmente al admirado cantor, sino al mito y sin pretender la erudición de Pepe Blota en el rubro Gardel quiero referirme al porque de su persistencia en el tango sin desconocer su voz tan particular y vibrante. Porque si la idolatría pública sobre la figura de Carlos Gardel ha resistido tantos años de crisis, e incluso crece, no debe ser porque sus ojos se cerraron súbitamente en Medellín o porque cada día cante mejor.
Por algún lado debe andar la explicación racional de este fenómeno de devoción popular o de la supervivencia de Gardel.
Ha pasado muchas décadas de ese fatídico 24 de junio de 1935. Y esa persistencia no común nos demuestra inequívocamente que la muerte de un gran artista, no es una muerte individual.
Hoy, en este siglo XXI, la Argentina es otra, exige otro país que surge del hecho de su continuidad con idéntica valoración a través de las décadas y las circunstancias. Parecería que nos aferráramos a ese Gardel de la sonrisa cálida. Y por algo será.
En esta ciudad de hoy, sólo la humedad y la nostalgia constituyen un denominador común con aquella casi primitiva de las décadas del 20 y del 30. Ni la palabra ni el amor ni el honor son los mismos salvo en minorías que hacen de los valores morales un culto. Pero nos queda aquel Gardel, que fue el portavoz privilegiado del porteño desesperado, del porteño sobrador, del porteño confundido, melancólico y buen amigo.

FORMA Y VANGUARDIA
Gardel y sus tangos dieron voz y voto a ese porteño. Considero que se equivoca quien crea que Gardel sólo fue un artista popular, una voz limpia, melodiosa y singular. Constituyó, de alguna forma, la vanguardia, el líder más contundente y representativo de aquella ofensiva cultural argentina que puso la meta en París.
Claro, después del Gardel del palco, existen también las brumas del Gardel de todas las horas.
Hay una cierta nebulosa en torno a su trayectoria, sus peripecias todas sus peripecias, su oscuro paso por el Abasto, su halo persistente de misterio, pero, por ahora, el porteño entiende que su verdad absoluta es menos importante que su leyenda.
Carlos Gardel es el sueño colectivo de los argentinos, un mito inédito y fantástico, capaz de convertirse, por imposición del lenguaje de la calle, de simple sustantivo propio, en adjetivo calificativo. Se dice ‘¡te crees que sos Gardel!’, como se diría también: ‘¡no te hagas el Fangio!’.
Hay un muro de misterio que rodeó ciertas zonas de su vida, a la que él mismo ayudó a ensombrecer. De cualquier forma, es poco riguroso tratar de diseñar teorías a partir de sus propios dichos, o de testimonios de sus contemporáneos, porque tanto en estos como en las palabras del ídolo suele haber una suma de contradicciones, humano al fin. Por supuesto que nadie puede modificar su pasado, pero queda el recurso de contarlo de distinta manera.
Entre aquel país de Gardel, anterior a la inmigración provinciana hacia la gran capital avanzada en el aspecto técnico y con un retroceso notorio en lo espiritual, nos sucedieron mil desventuras y hubo centenares de ilusiones sepultadas.
Hasta se hace comprensible que no podamos entender -ni aceptar- este presente y fijemos la vista hacia atrás. Porque el hecho de su vigencia a través de las décadas y las circunstancias nos dice claramente que el tiempo es un jurado infalible que determina, con precisión de orfebre, el silencio o la inmortalidad. Y ese tiempo ha dictado la sentencia con una sola palabra: eternidad. Miremos entonces hacia ese Gardel y esa Buenos Aires, rebosante de esperanza. Y hasta, acaso, sea lícito que al escuchar su voz irrepetible nos demos el lujo de creernos –como típicos argentinos- que somos dueños o por lo menos socios también, de su inspiración.
Y Gardel contestará, como siempre, como un barrilete hundido en la memoria, que responde a veces con su forma de cometa, guiado por la mano y la emoción del niño y el sentimiento del adulto, ese barrilete espiritual dialogará con nosotros, con sólo poner tenso el piolín… de su voz…
Y ya el aforismo final: “Algunos muertos son más reales que muchos vivos”.